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lunes, 29 de septiembre de 2025

MI SOMBRERO NUNCA PISÓ PANAMÁ

 

Por primera vez en mi vida, hace un par de veranos decidí comprar un sombrero, un “buen sombrero”, diría yo. En una sombrerería especializada de Dénia, donde paso el verano, adquirí un “sombrero panamá”. Venía acompañado de una cumplida etiqueta en la que aprendí algunas cosas que despertaron mi interés. Les cuento.

Para empezar, un sombrero “panamá” nunca ha visto Panamá. Ni falta que le hace. Su vida empieza muy lejos de las esclusas del canal, en la costa ecuatoriana, donde el aire huele a sal y a hojas de toquilla recién cortadas. Allí, en pueblos como Montecristi o Jipijapa, manos pacientes, generalmente femeninas, tejen una prenda que puede tardar semanas, incluso meses, en nacer.

La planta de toquilla, Carludovica palmata, que parece una pequeña palmera pero que en realidad es una pariente tropical del jengibre, fue descrita por los botánicos españoles Ruiz y Pavón en 1798, que tuvieron a bien dedicar el nombre genérico Carludovica en honor de Carlos IV de España y su esposa María Luisa de Parma.

Aspectos botánicos de Cardoluvica palmata. 1: porte general de la planta, una herbácea de 1,5 a 2,5 m de altura. 2: las inflorescencias nacen en la axila de una bráctea foliácea. 3: inflorescencia femenina. 4: sección longitudinal de la inflorescencia. 5: infrutescencia mostrando flores femeninas transformadas en frutos rojos.

Una vez cosechada en los campos de cultivo, la planta se cuece, se seca y se blanquea. De esas hebras finísimas surge una tela flexible y fresca que unas buenas manos artesanas pueden apretar hasta que un sombrero entero pase por el aro de un anillo. Para hacer un solo sombrero de paja toquilla – que es como se conoce en Ecuador-, se necesitan como mínimo tres artesanos: el toquillero, que es el que recoge la paja, la seca y le hace un tratamiento con azufre hasta que la fibra pierde todo verdor y adopta ese color pajizo tradicional que lo hace único. El que lo teje que, dependiendo de cuántos nudos tenga puede llegar a tardar hasta ocho meses en su elaboración. Y el que lo pule, le hace los terminados a los bordes y lo plancha.

Mientras los tejedores trabajan a la sombra, los nombres viajan a su aire. En el siglo XIX, Ecuador enviaba su mercancía al mundo a través de los puertos panameños. Por allí pasaban buscadores de oro rumbo a California, comerciantes ingleses, aventureros de medio pelo. Todos querían un sombrero ligero para cruzar el istmo abrasador. El sombrero se convirtió en parte del paisaje panameño sin ser panameño, como esos turistas que se quedan a vivir en Lisboa y acaban diciendo, como Antonio Tabucchi, que son más lisboetas que Pessoa.

La confusión se consolidó con una fotografía. En 1906, Theodore Roosevelt viajó a Panamá para supervisar las obras del canal, uno de esos proyectos que mezclaban épica, ingeniería y malaria. Se dejó retratar con un sombrero de toquilla, elegante y blanco, mientras observaba las excavadoras. La prensa estadounidense no preguntó de dónde venía la pieza: la llamó “Panama hat” y asunto resuelto. Desde entonces, el nombre quedó pegado como una etiqueta mal puesta.

Vagón de tren en el que Theodore Roosevelt (en el centro con un sobretodo blanco) recorrió las obras del canal de Panamá.

A Roosevelt quizá le habría divertido saber que cada sombrero es una novela en miniatura. Los hay de Cuenca, de Jipijapa, de Montecristi. Los hay de ala ancha, estrecha, con pliegue central, con hendiduras a los lados. Un Montecristi superfino —el Rolls Royce del ramo— puede costar varios miles de dólares y parecer más una tela que una paja. En 2012, la UNESCO lo declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, lo que suena solemne pero no evita que la mayoría del mundo siga creyendo que nació en Panamá.

Aún hoy, si uno pasea por las plazas de Cuenca, Ecuador (no se confunda), ve a las tejedoras, casi siempre mujeres, con las manos en un vaivén hipnótico. No tienen prisa: saben que la prisa es enemiga de la perfección. Lo que sale de allí no es solo un sombrero, sino una resistencia silenciosa a la velocidad del mercado.

El “panamá” es, en el fondo, un ecuatoriano con pasaporte falso. Como muchos expatriados involuntarios, ha vivido mejor gracias a la confusión: le permitió conquistar las cabezas de Hollywood, de otro presidente Roosevelt, Franklin Delano, de los mafiosos de La Habana, de hombres elegantes como Frank Sinatra y Paul Newman, que los inmortalizaron, y de los dandis de la Costa Azul… y de la mía. Pocos objetos llevan con tanta elegancia un malentendido de más de un siglo.

Quizá por eso, cada vez que alguien se ajusta un panamá antes de un paseo veraniego, convendría recordar que esa sombra fresca sobre la frente no es panameña, sino ecuatoriana, y que debajo del ala se esconde una historia de viajes, fotografías y equívocos. Una de esas historias que empiezan en un rincón pequeño del mundo y acaban en todas partes.