Por primera vez en mi vida, hace
un par de veranos decidí comprar un sombrero, un “buen sombrero”, diría yo. En
una sombrerería especializada de Dénia, donde paso el verano, adquirí un “sombrero
panamá”. Venía acompañado de una cumplida etiqueta en la que aprendí algunas
cosas que despertaron mi interés. Les cuento.
Para empezar, un sombrero
“panamá” nunca ha visto Panamá. Ni falta que le hace. Su vida empieza muy lejos
de las esclusas del canal, en la costa ecuatoriana, donde el aire huele a sal y
a hojas de toquilla recién cortadas. Allí, en pueblos como Montecristi o
Jipijapa, manos pacientes, generalmente femeninas, tejen una prenda que puede tardar semanas, incluso
meses, en nacer.
La planta de toquilla, Carludovica palmata,
que parece una pequeña palmera pero que en realidad es una pariente tropical
del jengibre, fue descrita por los botánicos españoles Ruiz y Pavón en 1798, que tuvieron a bien dedicar el nombre genérico Carludovica en honor de Carlos IV de España
y su esposa María Luisa de Parma.
Una vez cosechada en los campos
de cultivo, la planta se cuece, se seca y se blanquea. De esas hebras finísimas
surge una tela flexible y fresca que unas buenas manos artesanas pueden apretar
hasta que un sombrero entero pase por el aro de un anillo. Para hacer un solo
sombrero de paja toquilla – que es como se conoce en Ecuador-, se necesitan como
mínimo tres artesanos: el toquillero, que es el que recoge la paja, la seca y
le hace un tratamiento con azufre hasta que la fibra pierde todo verdor y
adopta ese color pajizo tradicional que lo hace único. El que lo teje que,
dependiendo de cuántos nudos tenga puede llegar a tardar hasta ocho meses en su
elaboración. Y el que lo pule, le hace los terminados a los bordes y lo plancha.
Mientras los tejedores trabajan a
la sombra, los nombres viajan a su aire. En el siglo XIX, Ecuador enviaba su
mercancía al mundo a través de los puertos panameños. Por allí pasaban
buscadores de oro rumbo a California, comerciantes ingleses, aventureros de
medio pelo. Todos querían un sombrero ligero para cruzar el istmo abrasador. El
sombrero se convirtió en parte del paisaje panameño sin ser panameño, como esos
turistas que se quedan a vivir en Lisboa y acaban diciendo, como Antonio Tabucchi,
que son más lisboetas que Pessoa.
La confusión se consolidó con una
fotografía. En 1906, Theodore Roosevelt viajó a Panamá para supervisar las
obras del canal, uno de esos proyectos que mezclaban épica, ingeniería y
malaria. Se dejó retratar con un sombrero de toquilla, elegante y blanco,
mientras observaba las excavadoras. La prensa estadounidense no preguntó de
dónde venía la pieza: la llamó “Panama hat” y asunto resuelto. Desde
entonces, el nombre quedó pegado como una etiqueta mal puesta.
A Roosevelt quizá le habría
divertido saber que cada sombrero es una novela en miniatura. Los hay de
Cuenca, de Jipijapa, de Montecristi. Los hay de ala ancha, estrecha, con
pliegue central, con hendiduras a los lados. Un Montecristi superfino
—el Rolls Royce del ramo— puede costar varios miles de dólares y parecer
más una tela que una paja. En 2012, la UNESCO lo declaró Patrimonio Cultural
Inmaterial de la Humanidad, lo que suena solemne pero no evita que la mayoría
del mundo siga creyendo que nació en Panamá.
Aún hoy, si uno pasea por las
plazas de Cuenca, Ecuador (no se confunda), ve a las tejedoras, casi siempre
mujeres, con las manos en un vaivén hipnótico. No tienen prisa: saben que la
prisa es enemiga de la perfección. Lo que sale de allí no es solo un sombrero,
sino una resistencia silenciosa a la velocidad del mercado.
El “panamá” es, en el fondo, un ecuatoriano con pasaporte falso. Como muchos expatriados involuntarios, ha vivido mejor gracias a la confusión: le permitió conquistar las cabezas de Hollywood, de otro presidente Roosevelt, Franklin Delano, de los mafiosos de La Habana, de hombres elegantes como Frank Sinatra y Paul Newman, que los inmortalizaron, y de los dandis de la Costa Azul… y de la mía. Pocos objetos llevan con tanta elegancia un malentendido de más de un siglo.
Quizá por eso, cada vez que alguien se ajusta un panamá antes de un paseo veraniego, convendría recordar que esa sombra fresca sobre la frente no es panameña, sino ecuatoriana, y que debajo del ala se esconde una historia de viajes, fotografías y equívocos. Una de esas historias que empiezan en un rincón pequeño del mundo y acaban en todas partes.