De todos los trofeos históricos
que uno podría coleccionar —una bandera de batalla, una carta manuscrita, un
sable usado en Austerlitz— pocos habrían imaginado que entre ellos destacaría
un pene reseco del siglo XIX. Y, sin embargo, ese es el caso de Napoleón
Bonaparte.
Cuando en 1821 el emperador murió
en Santa Elena, su cuerpo fue sometido a una autopsia por el doctor Francesco
Antommarchi. Los asistentes se llevaron reliquias como mechones de pelo o
trozos de costilla, porque la necrofilia patriótica tenía buena prensa en la
época. Entre esas supuestas reliquias se encontraba, según la leyenda, el pene
imperial, que terminó en manos del capellán corso Paul Anges Vignali.
El cura que se llevó un
emperador en pedacitos
Paul Anges Vignali no estaba
destinado a pasar a la posteridad. Era un sacerdote corso, discreto, piadoso,
con una carrera eclesiástica sin mayores sobresaltos. Pero en 1819, por
caprichos de la geografía y de la familia Bonaparte, le tocó un destino singular:
fue enviado a Santa Elena para ocuparse de los sacramentos del prisionero más
famoso del planeta, Napoleón Bonaparte.
Para Napoleón, aquel curita joven
era un recordatorio constante de su isla natal, un pedacito de Córcega en medio
del Atlántico. Vignali celebraba misa en Longwood, rezaba con él y le servía de
capellán privado. Cuando el emperador agonizaba en mayo de 1821, fue Vignali
quien le administró los últimos sacramentos y, al morir, ofició el funeral.
Hasta aquí, nada extraño: un sacerdote cumpliendo con su deber.
Lo insólito vino después. Durante
la autopsia dirigida por el doctor Antommarchi, se repartieron recuerdos y
reliquias del cadáver. Algunos se llevaron mechones de pelo, otros trozos de
tela ensangrentada. A Vignali, según la leyenda, le tocó el premio gordo: el
pene de Napoleón. O, al menos, algo que más tarde se vendería como tal. El
sacerdote guardó la supuesta reliquia junto a otros objetos personales —un
libro de oraciones, utensilios de misa, prendas del emperador— y, de vuelta a
Córcega, los legó a su familia.
El resto es historia
rocambolesca: los descendientes vendieron el lote un siglo después, y entre
cartas y reliquias apareció ese “objeto” que acabaría pasando por subastas,
colecciones privadas y titulares sensacionalistas. Así, el nombre de Paul Anges
Vignali quedó para siempre atado al episodio más grotesco de la memoria
napoleónica.
De modo que, si repasamos la
biografía: sacerdote correcto, buen confesor, último acompañante espiritual del
emperador… y custodio involuntario de la reliquia más discutida de la historia.
Nadie recuerda sus sermones, sus parroquias o sus actos de piedad; pero todos
saben que, gracias a él, el pene de Napoleón tuvo más vida después de muerto
que en todo su Imperio.
El librero que compró un pene
El objeto, sea lo que fuese,
permaneció discretamente en la familia Vignali durante un siglo, hasta que en
1924 un librero estadounidense llamado A.S.W. Rosenbach lo compró. Era famoso
por adquirir rarezas bibliográficas, pero en este caso pareció dejarse llevar
por otro tipo de rarezas.
Además de ser un judío de libro, Abraham Simon Wolf
Rosenbach fue el librero más influyente de su tiempo. Nacido en Filadelfia
en 1876, era un comerciante con una nariz infalible para detectar qué libro
raro o qué manuscrito excitaría la codicia de millonarios aburridos. Se
convirtió en el marchante favorito de los magnates del acero, el petróleo y el
ferrocarril, hombres que querían exhibir primeras ediciones de Shakespeare,
Dickens o Poe como otros exhibían yates o caballos de carreras.
Hasta aquí, todo muy distinguido.
Pero Rosenbach tenía también un punto de travieso y de morboso. Su olfato no se
limitaba a la literatura: le gustaban las rarezas que provocaban un “oh” entre
sus clientes. Y en 1924 encontró una joya inesperada en Córcega: la familia de
Paul Anges Vignali, el sacerdote que había acompañado a Napoleón en Santa
Elena, vendía un lote de reliquias. Entre libros de oraciones y objetos
piadosos había una pieza insólita: un pene reseco que, según decían, pertenecía
al mismísimo emperador.
Rosenbach lo compró sin dudar,
quizá con la misma seriedad con que habría adquirido una primera edición de
Hamlet. El objeto se convirtió en parte de su arsenal de rarezas, y con ello
cambió de categoría: pasó de reliquia dudosa a pieza de coleccionismo internacional.
A partir de entonces, el supuesto miembro viril de Napoleón circuló en
catálogos, subastas y exposiciones, alimentando titulares y risas nerviosas.
Así, Rosenbach, el librero que
introdujo a Estados Unidos en el gran juego del coleccionismo bibliográfico,
fue también el hombre que dio carta de naturaleza al objeto más extravagante de
la posvida napoleónica. Su legado incluye bibliotecas fabulosas, ediciones
únicas… y el hecho de haber convertido un trozo de tejido marchito en la
reliquia histórica más comentada de todos los tiempos.
En resumen: Rosenbach fue el
librero que podía venderte la primera edición de A Christmas Carol o el
pene de Napoleón, con idéntica sonrisa profesional. Y siempre encontraba a
alguien dispuesto a pagar. Gracias a él, en los años setenta, el supuesto pene
fue exhibido en Nueva York, donde los críticos lo describieron con la frialdad
científica que da la decepción: “parece un cordón reseco de cuero”. Pese a tan
poco glamuroso aspecto, la pieza se revalorizó gracias a la fascinación popular
por lo escabroso. En 1999 fue subastada y comprada por John Lattimer.
El urólogo que coleccionaba
cadáveres ajenos o de cómo la ironía se escribió sola.
John Kingsley Lattimer
fue, en la vida civil, un urólogo eminente de la Universidad de Columbia.
Publicó cientos de artículos, operó a miles de pacientes, extirpó próstatas por
millares, y dejó un legado médico intachable. Pero su verdadera fama no vino de
los quirófanos, sino de lo que hacía en casa: coleccionar reliquias históricas
de dudoso gusto.
Lattimer tenía una obsesión
peculiar: reunir objetos relacionados con la muerte de grandes personajes. En
su colección privada convivían trozos de vendajes ensangrentados de Lincoln,
pertenencias de Kennedy, recuerdos de Hitler… y, por supuesto, el presunto pene
de Napoleón.
Lo compró en 1999 en Christie’s,
como quien adquiere un Stradivarius o un cuadro de Renoir. Para Lattimer no era
un chiste, sino una pieza científica más, un vestigio anatómico digno de
figurar junto a sus reliquias médicas. Para el resto del mundo, en cambio, fue
el colmo del morbo: el miembro imperial acababa bajo custodia de un
especialista en órganos masculinos. La ironía se escribió sola.
En resumen, Lattimer fue el
último guardián conocido del falo napoleónico, un médico que supo equilibrar la
seriedad de la ciencia con el humor involuntario de la historia. Y que, sin
proponérselo, añadió un pie de página surrealista a la biografía de un
emperador que ya tenía bastantes.
Cuando Lattimer murió en 2007, su
hijo heredó la colección. Y allí se desvaneció la pista: algunos creen que se
vendió discretamente junto a otros objetos, otros que el heredero decidió
conservarlo en un cajón, como quien guarda un viejo pisapapeles que no conviene
mostrar a las visitas. En torno a la identidad del comprador hay toda clase de
teorías, pero ninguna está demostrada, así que alguien debe tener el pene de
Napoleón en su casa, pero no sabemos quién.
¿Era realmente el pene de
Napoleón? Esa es la gran incógnita. Los testimonios originales, como las
memorias del ayuda de cámara Louis-Étienne Saint-Denis, no hablan de ningún
miembro viril cercenado, sino de un simple tendón. Y quienes han visto la reliquia
en persona dudan mucho de que haya tenido alguna vez función carnal. Lo más
probable es que toda la historia sea una suma de malentendidos, rumores y el
irresistible impulso humano de rodear de morbo a los grandes personajes.
Lo cierto es que, si Napoleón hubiese podido preverlo, tal vez habría dicho que prefería ser recordado por su Código Civil, por sus victorias militares o, como mínimo, por su característico sombrero. Pero la posteridad tiene un sentido del humor peculiar. Y así, entre Waterloo y la isla de Elba, entre la gloria y la derrota, la biografía del hombre más temido de Europa terminó adornada por el insólito destino de un pedazo de piel reseca que quizá nunca le perteneció.