Hay escenas que se quedan
grabadas en la memoria colectiva. Una de ellas pertenece a El sentido de la
vida, la película de los Monty Python estrenada en 1983. En un restaurante
lujoso, un cliente descomunal, el señor Creosota, devora platos y más platos
ante la mirada horrorizada de los camareros. La montaña humana parece incapaz
de detenerse hasta que, al final, el maître (John Cleese con su imperturbable
acento) le ofrece algo pequeño, casi insignificante: “¿Una fina oblea de
menta?” Creosota acepta. Grave error. Tras engullirla, explota en una orgía de
vísceras cinematográficas.
La escena es grotesca, repugnante
y, por supuesto, divertidísima. Y, como suele ocurrir con la comedia británica,
hay en ella un destello de verdad fisiológica. Porque los restaurantes de
verdad suelen ofrecer mentas a sus clientes después de comer. No con la
intención de provocar catástrofes, sino como un gesto amable hacia el aparato
digestivo.
Una acumulación inevitable
Después de una comida copiosa, el
intestino se convierte en una pequeña fábrica de gases. Parte del aire entra al
tragar; parte del dióxido de carbono se genera cuando el ácido del estómago se
neutraliza con el bicarbonato natural del intestino; y parte surge de la
incesante labor de las bacterias intestinales, que fermentan lo que nuestro
organismo no ha sabido digerir. El resultado es una mezcla explosiva de
hidrógeno, metano y CO₂.
Este gas acumulado tiene un
destino inevitable: salir. La única duda es cómo. Puede hacerlo de manera
discreta, casi musical, o con una violencia digna de artillería pesada. Aquí
entra en juego la menta.
La menta como carminativo
La menta contiene aceites
esenciales, especialmente el mentol, que actúan como carminativos. Es decir,
sustancias que favorecen la expulsión de gases. Su mecanismo es sencillo y
eficaz: ayudan a relajar los músculos del esfínter, lo que permite que los gases
se liberen poco a poco, de forma constante y silenciosa, en lugar de acumulados
y explosivos.
En otras palabras: la menta
convierte al intestino en un clarinete en lugar de un cañón.
Por eso, tras los banquetes —y
también en los restaurantes finos— ofrecer mentas no es solo una cuestión de
cortesía aromática. Es un recurso ancestral de higiene social: ayuda a que los
comensales salgan más ligeros y, sobre todo, más discretos.
Un remedio con historia
El uso medicinal de la menta se
remonta a la Antigüedad. Los griegos la empleaban como digestivo; los árabes la
mezclaban con té; en la Edad Media era planta de boticario, presente en los
huertos monásticos. Su doble función —refrescar el aliento y calmar los intestinos—
la convirtió en habitual en banquetes y celebraciones.
Hoy seguimos la costumbre casi
sin pensar: caramelos de menta en los restaurantes, infusiones después de una
cena pesada, chicles mentolados en el bolsillo. Sin saberlo, reproducimos un
ritual que mezcla farmacología y urbanidad.
Ciencia y comedia
La ciencia de la menta explica en
parte por qué la escena del señor Creosota resulta tan memorable. Ofrecerle una
oblea de menta a un hombre que estaba ya a punto de reventar no era solo humor
negro, era un guiño fisiológico: la última chispa que encendía la pólvora
acumulada en su interior.
Afortunadamente, en la vida real
el desenlace es menos escandaloso. Una infusión de menta o un caramelo
mentolado suelen bastar para suavizar la digestión y evitar que el aire
atrapado se convierta en un espectáculo sonoro. La comedia queda en el cine; la
discreción, en la mesa.
Y quizá esa sea la enseñanza de esta crónica: la ciencia a veces se esconde en los gestos más triviales. Una hoja de menta, una pastilla después de comer, una costumbre aparentemente banal… todo ello guarda siglos de conocimiento acumulado sobre cómo lidiar con un problema tan universal como inevitable.
En resumen: el señor Creosota explotó por ignorar lo que todo buen maître sabe. La menta es, en realidad, el antídoto contra la vergüenza social.