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lunes, 8 de septiembre de 2025

LA MENTA, EL SEÑOR CREOSOTA Y LA CIENCIA DE LOS PEDOS

 

Hay escenas que se quedan grabadas en la memoria colectiva. Una de ellas pertenece a El sentido de la vida, la película de los Monty Python estrenada en 1983. En un restaurante lujoso, un cliente descomunal, el señor Creosota, devora platos y más platos ante la mirada horrorizada de los camareros. La montaña humana parece incapaz de detenerse hasta que, al final, el maître (John Cleese con su imperturbable acento) le ofrece algo pequeño, casi insignificante: “¿Una fina oblea de menta?” Creosota acepta. Grave error. Tras engullirla, explota en una orgía de vísceras cinematográficas.

La escena es grotesca, repugnante y, por supuesto, divertidísima. Y, como suele ocurrir con la comedia británica, hay en ella un destello de verdad fisiológica. Porque los restaurantes de verdad suelen ofrecer mentas a sus clientes después de comer. No con la intención de provocar catástrofes, sino como un gesto amable hacia el aparato digestivo.

Una acumulación inevitable

Después de una comida copiosa, el intestino se convierte en una pequeña fábrica de gases. Parte del aire entra al tragar; parte del dióxido de carbono se genera cuando el ácido del estómago se neutraliza con el bicarbonato natural del intestino; y parte surge de la incesante labor de las bacterias intestinales, que fermentan lo que nuestro organismo no ha sabido digerir. El resultado es una mezcla explosiva de hidrógeno, metano y CO₂.

Este gas acumulado tiene un destino inevitable: salir. La única duda es cómo. Puede hacerlo de manera discreta, casi musical, o con una violencia digna de artillería pesada. Aquí entra en juego la menta.

Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

La menta como carminativo

La menta contiene aceites esenciales, especialmente el mentol, que actúan como carminativos. Es decir, sustancias que favorecen la expulsión de gases. Su mecanismo es sencillo y eficaz: ayudan a relajar los músculos del esfínter, lo que permite que los gases se liberen poco a poco, de forma constante y silenciosa, en lugar de acumulados y explosivos.

En otras palabras: la menta convierte al intestino en un clarinete en lugar de un cañón.

Por eso, tras los banquetes —y también en los restaurantes finos— ofrecer mentas no es solo una cuestión de cortesía aromática. Es un recurso ancestral de higiene social: ayuda a que los comensales salgan más ligeros y, sobre todo, más discretos.

Un remedio con historia

El uso medicinal de la menta se remonta a la Antigüedad. Los griegos la empleaban como digestivo; los árabes la mezclaban con té; en la Edad Media era planta de boticario, presente en los huertos monásticos. Su doble función —refrescar el aliento y calmar los intestinos— la convirtió en habitual en banquetes y celebraciones.

Hoy seguimos la costumbre casi sin pensar: caramelos de menta en los restaurantes, infusiones después de una cena pesada, chicles mentolados en el bolsillo. Sin saberlo, reproducimos un ritual que mezcla farmacología y urbanidad.

Ciencia y comedia

La ciencia de la menta explica en parte por qué la escena del señor Creosota resulta tan memorable. Ofrecerle una oblea de menta a un hombre que estaba ya a punto de reventar no era solo humor negro, era un guiño fisiológico: la última chispa que encendía la pólvora acumulada en su interior.

Afortunadamente, en la vida real el desenlace es menos escandaloso. Una infusión de menta o un caramelo mentolado suelen bastar para suavizar la digestión y evitar que el aire atrapado se convierta en un espectáculo sonoro. La comedia queda en el cine; la discreción, en la mesa.

Y quizá esa sea la enseñanza de esta crónica: la ciencia a veces se esconde en los gestos más triviales. Una hoja de menta, una pastilla después de comer, una costumbre aparentemente banal… todo ello guarda siglos de conocimiento acumulado sobre cómo lidiar con un problema tan universal como inevitable. 

En resumen: el señor Creosota explotó por ignorar lo que todo buen maître sabe. La menta es, en realidad, el antídoto contra la vergüenza social.