El mito de los 25 años se ha
convertido en un lema cultural. Lo habrás oído en TikTok, en un podcast, en la
consulta de un terapeuta o de boca de algún profesor de psicología: “El lóbulo
frontal no se desarrolla completamente hasta los 25”. Esta frase ha adquirido
vida propia. Sirve para explicarlo todo: desde malas decisiones amorosas hasta
por qué tu compañero de piso de 24 años todavía no sabe hacer la declaración de
la renta.
Pero, como ocurre con tantos
mantras modernos, la historia real es bastante más compleja. Empecemos por
conocer un poco mejor el cerebro.
Así trabajan los lóbulos cerebrales
y el cerebelo
A veces escuchamos hablar del
“lóbulo frontal” o del “cerebelo” como si fueran piezas aisladas, pero en
realidad forman un equipo coordinado. Aquí explico sus funciones con ejemplos cotidianos.
El lóbulo frontal es el director
de orquesta. Su actividad regula la conducta, las funciones ejecutivas, la inteligencia,
la memoria y el control del movimiento voluntario. Por ejemplo, cuando planeas
un viaje, comparas precios y eliges la mejor opción, tu lóbulo frontal está
trabajando. Cuando decides no contestar de forma impulsiva en una discusión,
también te está ayudando.
El lóbulo parietal es el sensor del cuerpo, cuyas funciones son el procesamiento sensorial, la orientación espacial y la comprensión del lenguaje escrito y el cálculo. Por ejemplo, al cerrar los ojos y poder tocarte la nariz sin mirarla, es el parietal quien guía tu mano. Cuando lees un mapa y localizas tu posición, también es protagonista.
El lóbulo temporal es el archivador
de recuerdos. Entre sus principales funciones se cuentan el
procesamiento auditivo, la comprensión del lenguaje, el reconocimiento
de objetos y rostros, y la memoria a largo plazo, por ejemplo, reconocer la voz
de un amigo por teléfono y recordar la melodía de tu canción favorita o
identificar la cara de un actor.
El lóbulo occipital es el
proyector de imágenes. Sus funciones primordiales son el procesamiento
visual y la percepción de la orientación espacial (junto al parietal). Por
ejemplo, cuando reconoces tu vehículo a lo lejos o distingues
un color específico, tu occipital está activo.
El cerebelo es el maestro del
equilibrio. Sus funciones son la coordinación
motora, el equilibrio y control fino de los movimientos, por ejemplo cuando caminas
por una acera sin caerte, servir agua sin derramarla o mantenerte estable
mientras andas en bicicleta.
Una verdad con truco
Es cierto que la corteza
prefrontal —el centro de mando para el control de impulsos, la planificación y
la toma de decisiones— es de las últimas áreas del cerebro en madurar. Las
imágenes de resonancia magnética muestran que sigue cambiando bien entrada la
veintena. Lo que no es cierto es que se cierre de golpe, como la puerta de un
coche, exactamente el día en que cumples 25.
No hay un interruptor mágico que,
llegado ese cumpleaños, active la sabiduría. La cifra de los 25 es una media
estadística, no un destino biológico. El psicólogo Laurence Steinberg, uno de
los expertos más citados en el tema, lo aclara: los 25 son solo un indicador
aproximado, no una frontera nítida. Algunos cerebros siguen reorganizándose
hasta los 30, otros mucho antes estabilizan su cableado. Y, por cierto, el
desarrollo estructural no siempre se refleja directamente en el comportamiento:
las personas son bastante más desordenadas que los gráficos.
Una narrativa reconfortante
Pese a estas sutilezas, el mito
ha prendido con fuerza, sobre todo entre la Generación Z. A medida que los Zoomers
mayores se acercan a la treintena, la idea de un “cumpleaños cerebral” funciona
como relato consolador. En un mundo de inestabilidad económica, precariedad
laboral, crisis climática y política polarizada, resulta tentador culpar a una
corteza prefrontal “a medio cocer” en lugar de afrontar que, quizá, la vida
adulta es un caos en cualquier edad.
El mito estructura la turbulencia
de la juventud: las malas decisiones ya no son fracasos personales, sino
inevitabilidades neurológicas. Es una coartada casi poética.
De la cultura a la política
Lo problemático llega cuando esa
simplificación se convierte en política pública. En Escocia, por ejemplo, las
directrices de sentencia judicial consideran a los menores de 25 como un grupo
distinto en términos de desarrollo cerebral. La intención es progresista:
reconocer que no todos los jóvenes adultos tienen la misma madurez que alguien
de 40. Pero al fijar una frontera rígida, se corre el riesgo de convertir un
promedio en dogma legal.
El mismo argumento se ha usado en
debates sobre derechos sanitarios: restringir la atención afirmativa de género
o retrasar derechos legales bajo el pretexto de “proteger cerebros jóvenes”. Y
aquí la ciencia, mal entendida, se transforma en excusa para limitar
libertades.
El cerebro nunca deja de
cambiar
La verdad, como casi siempre, es
más interesante que el mito. El cerebro no es un pastel que se hornea durante
25 años y luego se enfría para siempre. Cambia con el aprendizaje, la
experiencia, el entorno, el estrés, el amor, el alcohol, los traumas, la música,
las lecturas, las amistades. La plasticidad cerebral dura toda la vida.
A los 25 no recibes un diploma neurológico. Recibes, con suerte, algo de experiencia acumulada y un cerebro que sigue siendo moldeable. Y eso es, probablemente, lo mejor que se puede decir: que nunca dejamos de estar en construcción.