La kombucha es, probablemente, el
único brebaje en la historia que consigue que la gente pague cinco euros por lo
que básicamente es té olvidado en la encimera hasta que se ha puesto raro. Se
la publicita como bebida detox, fuente de probióticos, chispa energética y, por
supuesto, como algo “ancestral” (porque todo lo que es ancestral vende mejor
que lo moderno).
El resultado es que medio mundo
bebe kombucha convencido de que así vivirá más, tendrá una microbiota feliz y,
de paso, quedará estupendo en Instagram.
El monstruo gelatinoso de la
jarra
El secreto de la kombucha es el
famoso SCOBY, acrónimo de “Symbiotic Culture Of Bacteria and Yeast”. Dicho de
otro modo: una especie de posavasos gelatinoso, viscoso y francamente
inquietante que flota en la superficie del té como un extraterrestre en miniatura.
Ese SCOBY es la comunidad
microbiana que fermenta el té azucarado, produciendo ácidos, gases y un puntito
de alcohol. Lo que antes sería un “té estropeado” ahora es una bebida cool que
promete rejuvenecer hasta al más cascado.
En casa, criar un SCOBY es como
adoptar una medusa doméstica. Hay que alimentarlo, vigilar que no se muera, y
rezar para que no coja moho y convierta tu cocina en un episodio de Cazadores
de Mitos.
El sabor de la inmortalidad (o
del vinagre con gas)
Los entusiastas describen la
kombucha como “refrescante, chispeante, con notas de fruta y un toque ácido”.
Los escépticos, en cambio, suelen decir: “sabe como a vinagre con gas”. Ambas
descripciones son correctas.
El sabor depende del tiempo de
fermentación: cuanto más fermenta, más se acerca a la experiencia de beber
vinagre balsámico con una rodaja de limón. Para suavizarlo, la industria añade
sabores como mango, jengibre, frutos rojos o pepino con albahaca. Y, milagrosamente,
lo vende en botellitas pequeñas a precio de champán.
El milagro embotellado (pero
sin microbios vivos)
La kombucha industrial, la que
encuentras en el supermercado, suele pasteurizarse para que no siga fermentando
en la estantería. Es decir: se mata a los microbios que supuestamente la hacen
mágica. El resultado es un refresco ácido, con marketing espiritual y con menos
bichos vivos que un tetrabrik de leche. Pero da igual: el consumidor moderno no
compra microbios, compra etiquetas.
La kombucha se elabora combinando té infusionado con un SCOBY (un cultivo simbiótico de bacterias y levaduras, a veces llamado "madre") y un poco de azúcar. El azúcar alimenta a las bacterias y la levadura, y la bebida fermenta y se convierte en una kombucha ácida y ligeramente efervescente. La levadura activa transforma el azúcar durante la fermentación bacteriana, por lo que la bebida contiene trazas de alcohol.
Como toda moda saludable que se
precie, la kombucha viene acompañada de una historia con tintes místicos. Que
si nació en China hace más de 2.000 años, que si era la bebida de los samuráis,
que si Gengis Kan la llevaba en su cantimplora (dato probablemente falso, pero
¿quién va a discutirlo?).
La realidad es más prosaica: es
té fermentado con azúcar. Pero claro, “té fermentado” suena menos sexy que “el
elixir ancestral de la longevidad”.
El ritual del iniciado
Hacer kombucha en casa es
relativamente sencillo, si no te asusta tener un ser gelatinoso creciendo en un
tarro sobre la encimera. Mezclas té azucarado con el SCOBY, esperas unos días,
cruzas los dedos y obtienes una bebida que, si todo va bien, no te mata.
La segunda fermentación —esa
donde se añaden frutas, hierbas o especias— es el momento en que el aficionado
se convierte en alquimista. Algunos producen sabores delicados. Otros acaban
con una bomba gaseosa que explota al abrir la botella y redecora la cocina con
un nuevo patrón de manchas ácidas.
La religión del vinagre cool
La kombucha ha alcanzado la
categoría de religión hipster. No es solo bebida: es un estilo de vida. Si
bebes kombucha, das a entender que haces yoga, que meditas, que reciclas
compulsivamente y que probablemente sabes lo que es un “chakra”.
En festivales de música
alternativa se vende kombucha a cinco euros el vaso, con nombres poéticos como
“Amanecer de hibisco” o “Energía lunar de cúrcuma”. Al lado, la cerveza cuesta
lo mismo, pero claro, la kombucha no tiene culpa de tu resaca.
La kombucha no es mala. Tiene
bacterias y levaduras que, en teoría, pueden hacer cosas útiles en tu
intestino. Es refrescante, diferente, menos azucarada que los refrescos
tradicionales. El problema no es la kombucha en sí, sino la mitología que la
rodea.
Al final, la kombucha es té azucarado convertido en vinagre espumoso gracias a una medusa bacteriana. Si te gusta, bébela. Si no, recuerda que la humanidad ha sobrevivido siglos con agua, vino y cerveza. Y ninguno de ellos venía con SCOBY.