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sábado, 11 de octubre de 2025

EL ÚLTIMO DESAYUNO DE NATE CHAMPION

 

Dormí en una cabaña al pie de Devils Tower, y amanecí con la sensación de estar dentro de una historia que había comenzado mucho antes de mí. La torre se alzaba frente al cielo como una columna petrificada de fuego. A esa hora temprana, el sol la bañaba de un dorado antiguo, como si la tierra recordara todavía los rezos de quienes la consideraban sagrada.

El aire era frío y olía a hierba húmeda y a madera quemada. Siguiendo carreteras casi vacías, emprendimos camino hacia el sur dejando atrás los campos ondulados del noreste de Wyoming. A medida que la luz crecía, el paisaje se hacía más amable, pero también más incierto: un país de colinas suaves y valles silenciosos donde uno podría pasar días sin ver otra alma.

Llegamos a Buffalo cuando el pueblo todavía despertaba. El cartel en la entrada —“Welcome to Buffalo, Wyoming”— parecía una invitación al pasado. En el centro había una plaza, una iglesia modesta, algunas tiendas cerradas y, frente al Jim Gatchell Museum, la escultura de un hombre, Nathan D. Champion, rifle y pistola en mano, corriendo hacia ninguna parte.

Desayunamos en un café de la esquina, donde el café sabía a polvo y acero. En la pared había una fotografía antigua: un grupo de cowboys posando junto a una cabaña, y debajo una fecha: April 9, 1892. Ese día fue el último que le tocó vivir a Nate Champion.

Nathan D. Champion nació en Texas en 1857 y llegó a Wyoming buscando lo que todos buscaban entonces: un pedazo de tierra, un caballo, unas cuantas cabezas de ganado y la promesa de no depender de nadie. En el Oeste, esa promesa valía más que el oro. Pero a veces costaba la vida.

En la primavera de 1892, los grandes ganaderos de Wyoming —reunidos en la poderosa Wyoming Stock Growers Association— decidieron que los pequeños rancheros como Champion eran una amenaza. Los acusaron de cuatreros, de ladrones de ganado sin marcar, cuando en realidad lo que temían era su independencia. En el lenguaje de la frontera, “cuatrero” significaba simplemente “competencia”.

Los magnates contrataron a cincuenta pistoleros texanos. Llegaron en tren a Cheyenne con rifles nuevos y una lista de nombres. El primero era Nate Champion. La mañana del 9 de abril, los hombres rodearon la cabaña de Nate en Hole-in-the-Wall, al norte del condado de Johnson. Dentro estaban Champion y tres compañeros. Los pistoleros abrieron fuego al amanecer. Uno tras otro, los hombres de Nate cayeron. Él resistió solo, disparando desde las ventanas, escribiendo entre tiroteo y tiroteo en un cuaderno que después se haría célebre.

«Se llevaron a Nick Ray. Creo que está muerto. Si no salgo de aquí, dile a todos que lo intenté. Diles que luché limpio».

El asedio duró horas. Al caer la tarde, los pistoleros prendieron fuego a la cabaña. Envuelto en humo, con el sombrero echado hacia atrás y la camisa ardiendo, Nate salió corriendo, disparando su Colt y su Winchester al mismo tiempo. Alcanzó a cinco de sus atacantes antes de caer. Cuando su cuerpo fue hallado, contaba veintiocho balas.

Desde el café, la escultura de bronce parecía contar esa historia sin palabras. El artista lo representó en movimiento, girando la cabeza, pistola en mano y el rifle alzado. No hay dramatismo en el gesto, solo determinación. Los héroes del Oeste no sabían que lo eran.

Fuera, la mañana seguía limpia. En el aire había ese silencio que solo se encuentra en los pueblos que han conocido la violencia. A pocos metros del museo, el viento hacía temblar las banderas del ayuntamiento y movía el polvo de la calle. Todo parecía suspendido, como si el tiempo no hubiera avanzado desde 1892.

Pensé en los pistoleros de Texas, en los rancheros adinerados, en el tren que llegó con sus hombres armados y su lista de nombres. Pensé en la cabaña ardiendo, en la carta escrita a lápiz, en la obstinación de un hombre que prefirió morir antes que ceder lo que era suyo. En el Oeste, la justicia no era un edificio: era una palabra pronunciada entre disparos.

El camarero trajo más café y me preguntó de dónde veníamos. “De Devils Tower”, respondí. Sonrió, como si entendiera. Nadie llega a Buffalo por casualidad.

De regreso al coche, me acerqué a la estatua. La escultura brilla apenas en el punto donde el bronce ha sido tocado muchas veces, justo en el rifle. Tal vez los visitantes lo hacen por respeto, o como un gesto supersticioso, una manera de saludar al hombre que, por un instante, fue más grande que sus enemigos.

Alrededores de Buffalo. Al fondo, las montañas Big Horn.

Me alejé despacio. A mis espaldas, Buffalo seguía despertando: el murmullo de una fuente, una mujer barriendo el porche, un perro cruzando la calle. Todo parecía pequeño frente a la sombra enorme de la historia. En la carretera, rumbo al sur, el paisaje se extendía bajo el mismo cielo azul que vio Nate Champion morir. Y por un momento tuve la certeza de que su espíritu seguía cabalgando por esas colinas, entre los álamos y los prados amarillos, buscando aún ese pedazo de tierra donde los hombres pueden vivir sin rendirse. 

Me contaron que la escena final de “Dos hombres y un destino” —con Newman y Redford saliendo al fuego cruzado, las armas en alto— está inspirada en Champion. Quizá sea cierto, quizá no. Pero me gusta pensar que, en algún punto entre la leyenda y la historia, Nate Champion sigue corriendo hacia la luz, igual que aquella mañana dorada en que salimos de Devils Tower rumbo a Buffalo, siguiendo el rastro de un cowboy que se negó a desaparecer.