Dormí en una cabaña al pie de
Devils Tower, y amanecí con la sensación de estar dentro de una historia que
había comenzado mucho antes de mí. La torre se alzaba frente al cielo como una
columna petrificada de fuego. A esa hora temprana, el sol la bañaba de un
dorado antiguo, como si la tierra recordara todavía los rezos de quienes la
consideraban sagrada.
El aire era frío y olía a hierba
húmeda y a madera quemada. Siguiendo carreteras casi vacías, emprendimos camino
hacia el sur dejando atrás los campos ondulados del noreste de Wyoming. A
medida que la luz crecía, el paisaje se hacía más amable, pero también más
incierto: un país de colinas suaves y valles silenciosos donde uno podría pasar
días sin ver otra alma.
Llegamos a Buffalo cuando el
pueblo todavía despertaba. El cartel en la entrada —“Welcome to Buffalo,
Wyoming”— parecía una invitación al pasado. En el centro había una plaza,
una iglesia modesta, algunas tiendas cerradas y, frente al Jim Gatchell Museum,
la escultura de un hombre, Nathan D. Champion, rifle y pistola en mano, corriendo
hacia ninguna parte.
Desayunamos en un café de la
esquina, donde el café sabía a polvo y acero. En la pared había una fotografía
antigua: un grupo de cowboys posando junto a una cabaña, y debajo una fecha:
April 9, 1892. Ese día fue el último que le tocó vivir a Nate Champion.
Nathan D. Champion nació en Texas
en 1857 y llegó a Wyoming buscando lo que todos buscaban entonces: un pedazo de
tierra, un caballo, unas cuantas cabezas de ganado y la promesa de no depender
de nadie. En el Oeste, esa promesa valía más que el oro. Pero a veces costaba
la vida.
En la primavera de 1892, los
grandes ganaderos de Wyoming —reunidos en la poderosa Wyoming Stock Growers
Association— decidieron que los pequeños rancheros como Champion eran una
amenaza. Los acusaron de cuatreros, de ladrones de ganado sin marcar, cuando en
realidad lo que temían era su independencia. En el lenguaje de la frontera,
“cuatrero” significaba simplemente “competencia”.
Los magnates contrataron a
cincuenta pistoleros texanos. Llegaron en tren a Cheyenne con rifles nuevos y
una lista de nombres. El primero era Nate Champion. La mañana del 9 de abril,
los hombres rodearon la cabaña de Nate en Hole-in-the-Wall, al norte del
condado de Johnson. Dentro estaban Champion y tres compañeros. Los pistoleros
abrieron fuego al amanecer. Uno tras otro, los hombres de Nate cayeron. Él resistió
solo, disparando desde las ventanas, escribiendo entre tiroteo y tiroteo en un
cuaderno que después se haría célebre.
«Se llevaron a Nick Ray. Creo que está muerto. Si no salgo
de aquí, dile a todos que lo intenté. Diles que luché limpio».
El asedio duró horas. Al caer la
tarde, los pistoleros prendieron fuego a la cabaña. Envuelto en humo, con el
sombrero echado hacia atrás y la camisa ardiendo, Nate salió corriendo,
disparando su Colt y su Winchester al mismo tiempo. Alcanzó a cinco de sus
atacantes antes de caer. Cuando su cuerpo fue hallado, contaba veintiocho
balas.
Desde el café, la escultura de
bronce parecía contar esa historia sin palabras. El artista lo representó en
movimiento, girando la cabeza, pistola en mano y el rifle alzado. No hay
dramatismo en el gesto, solo determinación. Los héroes del Oeste no sabían que
lo eran.
Fuera, la mañana seguía limpia.
En el aire había ese silencio que solo se encuentra en los pueblos que han
conocido la violencia. A pocos metros del museo, el viento hacía temblar las
banderas del ayuntamiento y movía el polvo de la calle. Todo parecía suspendido,
como si el tiempo no hubiera avanzado desde 1892.
Pensé en los pistoleros de Texas,
en los rancheros adinerados, en el tren que llegó con sus hombres armados y su
lista de nombres. Pensé en la cabaña ardiendo, en la carta escrita a lápiz, en
la obstinación de un hombre que prefirió morir antes que ceder lo que era suyo.
En el Oeste, la justicia no era un edificio: era una palabra pronunciada entre
disparos.
El camarero trajo más café y me
preguntó de dónde veníamos. “De Devils Tower”, respondí. Sonrió, como si
entendiera. Nadie llega a Buffalo por casualidad.
De regreso al coche, me acerqué a
la estatua. La escultura brilla apenas en el punto donde el bronce ha sido
tocado muchas veces, justo en el rifle. Tal vez los visitantes lo hacen por
respeto, o como un gesto supersticioso, una manera de saludar al hombre que,
por un instante, fue más grande que sus enemigos.
Me alejé despacio. A mis espaldas, Buffalo seguía despertando: el murmullo de una fuente, una mujer barriendo el porche, un perro cruzando la calle. Todo parecía pequeño frente a la sombra enorme de la historia. En la carretera, rumbo al sur, el paisaje se extendía bajo el mismo cielo azul que vio Nate Champion morir. Y por un momento tuve la certeza de que su espíritu seguía cabalgando por esas colinas, entre los álamos y los prados amarillos, buscando aún ese pedazo de tierra donde los hombres pueden vivir sin rendirse.
Me contaron que la escena final de “Dos hombres y un destino” —con Newman y Redford saliendo al fuego cruzado, las armas en alto— está inspirada en Champion. Quizá sea cierto, quizá no. Pero me gusta pensar que, en algún punto entre la leyenda y la historia, Nate Champion sigue corriendo hacia la luz, igual que aquella mañana dorada en que salimos de Devils Tower rumbo a Buffalo, siguiendo el rastro de un cowboy que se negó a desaparecer.