En el corazón de Boise, la
capital de Idaho, entre edificios de ladrillo y un aire de provincia que huele
a madera y a pan caliente, hay una calle corta, apenas una manzana, donde
ondean banderas rojas, verdes y blancas. Es una calle que no parece pertenecer
a Idaho ni a ningún lugar de América. La llaman el Basque Block, pero
los que saben leer el alma de los sitios la conocen como la calle de las
ikurriñas.
Una tarde de verano, el aire
venía cargado de polvo del desierto y música de acordeón. Caminé despacio,
buscando sombra. En las fachadas había murales de pastores y ovejas, y una
inscripción en euskera que no entendí, pero que parecía pronunciada por el viento.
Las banderas se mecían con una solemnidad tranquila, como si recordaran algo
que el resto del mundo había olvidado.
Dentro del Basque Museum,
una anciana con el cabello blanco hablaba con acento americano pero decía los
nombres de los pueblos como si los saboreara: Oñati, Lekeitio, Gernika. Me
contó que su abuelo llegó a Boise en 1912, contratado por una compañía que
necesitaba pastores. Lo enviaron a las montañas Owyhee, al suroeste del estado,
donde el terreno se abre en una sucesión de colinas áridas y barrancos. Allí
pasó años sin ver otra cara humana que la de algún jinete perdido o un
compañero que venía a traer provisiones.“Eran hombres del silencio”, me dijo. “Su
idioma lo susurraba el viento entre las ovejas.”
Por las noches, esos hombres
dormían bajo estrellas tan frías que el cielo parecía de metal. Algunos
cantaban bajito, otros escribían cartas que nunca enviaban. Los domingos
bajaban a los pueblos y buscaban una taberna donde pudieran escuchar euskera,
aunque fuera un solo verso. Con el tiempo fundaron pensions y boarding
houses en Boise, Mountain Home, Winnemucca, Elko. Las mujeres cocinaban
marmitako y bakalao, y cuidaban de otros pastores recién llegados. Así, poco a
poco, consumidos por la nostalgia, la soledad se convirtió en comunidad.
Esa noche volví al Modern Hotel,
un edificio reconvertido que alguna vez fue un motel de paso. En el bar había
luz cálida, música baja y un grupo de jóvenes conversando en inglés salpicado
de palabras vascas. Pedí un gintonic y el camarero, un chico alto de mirada
clara, me preguntó de dónde era. Cuando mencioné España, sonrió:
—Mi abuelo era de Bizkaia —dijo—.
Venía aquí con las ovejas, hace mucho.
El tono con que lo dijo no era de
orgullo ni de nostalgia, sino de algo más profundo, como si la memoria de su
abuelo aún caminara entre las mesas.
Pensé en todos aquellos hombres
que cruzaron el océano para terminar hablando con las montañas. En los Owyhee,
en las llanuras de Nevada, en los inviernos de nieve azul y en los veranos de
fuego. Levantaron refugios, caminos, cercas. Pero también dejaron algo
invisible: una manera de estar en el mundo que mezcla el silencio con la
obstinación.
Al día siguiente, crucé la calle
hacia el frontón, una construcción sencilla con muros altos pintados de verde.
Dentro, un grupo de muchachos jugaba a pelota con una velocidad que parecía
imposible. Cada golpe resonaba como un trueno contenido. Me senté a observar.
Había algo antiguo en ese juego: la precisión, el desafío, la soledad
compartida. En las gradas, un anciano con gorra hablaba con una mujer de
cabello gris. Al pasar, le oí decir: «Mi padre decía que jugar era recordar
de dónde venías».
Quizá eso sea lo que hace Boise:
recordar sin dolor. En sus calles hay tiendas de antigüedades, cafeterías y un
museo de historia local. Pero en el Basque Block hay otra clase de memoria, una
que no necesita vitrinas. La gente entra y sale, saluda en dos idiomas, come
chorizos con sidra, escucha un aurresku en una tarde de junio. Nadie lo llama
folclore. Es simplemente la vida que sigue.
Más tarde conduje hacia el sur,
siguiendo la carretera 78, hasta donde empieza el territorio abierto. Las
montañas Owyhee se levantaban en el horizonte como un telón de piedra. El aire
olía a polvo y salvia. En un pequeño cañón, un rebaño avanzaba levantando una
nube blanca. Vi al pastor, solitario, con su perro. Me saludó con la mano, sin
detenerse. Imaginé que su abuelo había hecho ese mismo gesto un siglo atrás, a
otro viajero curioso.
En la radio del coche sonaba una
melodía lenta, casi un lamento. Pensé en los pastores que vivieron aquí, en la
paciencia del desierto y en la dureza de las estaciones. No hablaban mucho,
decían los cronistas. Pero cuando volvían al pueblo, contaban los paisajes con
un tipo de poesía sin palabras, hecha de gestos, de silencios y de miradas. En
las tabernas, los llamaban “los vascos de las montañas”. Y en las iglesias
rurales de Idaho aún pueden leerse algunos apellidos grabados en las placas de
los bancos: Arriaga, Goicoechea, Larrinaga.
De regreso a Boise, pasé de nuevo
por la calle de las ikurriñas. La luz del atardecer caía oblicua sobre los
murales. Había un niño jugando con una pelota contra el muro del frontón, y su
padre lo miraba desde la acera. El sonido repetido de la pelota me pareció una
oración sin palabras.
Afuera, la noche caía sobre la ciudad. Desde la ventana del bar del Modern se veía una ikurriña colgada de un balcón, iluminada por un farol. Me pareció una llama quieta, un gesto contra el olvido. En ese instante comprendí que esa calle, tan pequeña, era una brújula: apuntaba a un país que no estaba en los mapas, sino en la memoria de quienes aprendieron a vivir entre dos silencios, el de las montañas y el del exilio.
La calle de las ikurriñas no se parece a ningún otro lugar de América. No tiene monumentos ni pretensiones. Tiene un museo, un frontón, un mural, una taberna, y un rumor de canciones viejas. Pero si uno camina por ella con atención, puede escuchar lo que los pastores dejaron en el aire: un idioma que no necesita traducirse, porque pertenece al alma del paisaje.