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sábado, 11 de octubre de 2025

LA CALLE DE LAS IKURRIÑAS EN EL CORAZÓN DE IDAHO

 

En el corazón de Boise, la capital de Idaho, entre edificios de ladrillo y un aire de provincia que huele a madera y a pan caliente, hay una calle corta, apenas una manzana, donde ondean banderas rojas, verdes y blancas. Es una calle que no parece pertenecer a Idaho ni a ningún lugar de América. La llaman el Basque Block, pero los que saben leer el alma de los sitios la conocen como la calle de las ikurriñas.

Una tarde de verano, el aire venía cargado de polvo del desierto y música de acordeón. Caminé despacio, buscando sombra. En las fachadas había murales de pastores y ovejas, y una inscripción en euskera que no entendí, pero que parecía pronunciada por el viento. Las banderas se mecían con una solemnidad tranquila, como si recordaran algo que el resto del mundo había olvidado.

Dentro del Basque Museum, una anciana con el cabello blanco hablaba con acento americano pero decía los nombres de los pueblos como si los saboreara: Oñati, Lekeitio, Gernika. Me contó que su abuelo llegó a Boise en 1912, contratado por una compañía que necesitaba pastores. Lo enviaron a las montañas Owyhee, al suroeste del estado, donde el terreno se abre en una sucesión de colinas áridas y barrancos. Allí pasó años sin ver otra cara humana que la de algún jinete perdido o un compañero que venía a traer provisiones.“Eran hombres del silencio”, me dijo. “Su idioma lo susurraba el viento entre las ovejas.”

Por las noches, esos hombres dormían bajo estrellas tan frías que el cielo parecía de metal. Algunos cantaban bajito, otros escribían cartas que nunca enviaban. Los domingos bajaban a los pueblos y buscaban una taberna donde pudieran escuchar euskera, aunque fuera un solo verso. Con el tiempo fundaron pensions y boarding houses en Boise, Mountain Home, Winnemucca, Elko. Las mujeres cocinaban marmitako y bakalao, y cuidaban de otros pastores recién llegados. Así, poco a poco, consumidos por la nostalgia, la soledad se convirtió en comunidad.

Cien años después, uno puede entrar en el Bar Gernika, en la esquina de Grove Street, y oír cómo un camarero pronuncia “txakoli” con la misma naturalidad que “whiskey”. Es un milagro pequeño y cotidiano: una lengua que sobrevivió al desarraigo.

Modern Hotel, Boise, Idaho. Foto.

Esa noche volví al Modern Hotel, un edificio reconvertido que alguna vez fue un motel de paso. En el bar había luz cálida, música baja y un grupo de jóvenes conversando en inglés salpicado de palabras vascas. Pedí un gintonic y el camarero, un chico alto de mirada clara, me preguntó de dónde era. Cuando mencioné España, sonrió:

—Mi abuelo era de Bizkaia —dijo—. Venía aquí con las ovejas, hace mucho.

El tono con que lo dijo no era de orgullo ni de nostalgia, sino de algo más profundo, como si la memoria de su abuelo aún caminara entre las mesas.

Pensé en todos aquellos hombres que cruzaron el océano para terminar hablando con las montañas. En los Owyhee, en las llanuras de Nevada, en los inviernos de nieve azul y en los veranos de fuego. Levantaron refugios, caminos, cercas. Pero también dejaron algo invisible: una manera de estar en el mundo que mezcla el silencio con la obstinación.

Al día siguiente, crucé la calle hacia el frontón, una construcción sencilla con muros altos pintados de verde. Dentro, un grupo de muchachos jugaba a pelota con una velocidad que parecía imposible. Cada golpe resonaba como un trueno contenido. Me senté a observar. Había algo antiguo en ese juego: la precisión, el desafío, la soledad compartida. En las gradas, un anciano con gorra hablaba con una mujer de cabello gris. Al pasar, le oí decir: «Mi padre decía que jugar era recordar de dónde venías».

Quizá eso sea lo que hace Boise: recordar sin dolor. En sus calles hay tiendas de antigüedades, cafeterías y un museo de historia local. Pero en el Basque Block hay otra clase de memoria, una que no necesita vitrinas. La gente entra y sale, saluda en dos idiomas, come chorizos con sidra, escucha un aurresku en una tarde de junio. Nadie lo llama folclore. Es simplemente la vida que sigue.

Más tarde conduje hacia el sur, siguiendo la carretera 78, hasta donde empieza el territorio abierto. Las montañas Owyhee se levantaban en el horizonte como un telón de piedra. El aire olía a polvo y salvia. En un pequeño cañón, un rebaño avanzaba levantando una nube blanca. Vi al pastor, solitario, con su perro. Me saludó con la mano, sin detenerse. Imaginé que su abuelo había hecho ese mismo gesto un siglo atrás, a otro viajero curioso.

En la radio del coche sonaba una melodía lenta, casi un lamento. Pensé en los pastores que vivieron aquí, en la paciencia del desierto y en la dureza de las estaciones. No hablaban mucho, decían los cronistas. Pero cuando volvían al pueblo, contaban los paisajes con un tipo de poesía sin palabras, hecha de gestos, de silencios y de miradas. En las tabernas, los llamaban “los vascos de las montañas”. Y en las iglesias rurales de Idaho aún pueden leerse algunos apellidos grabados en las placas de los bancos: Arriaga, Goicoechea, Larrinaga.

De regreso a Boise, pasé de nuevo por la calle de las ikurriñas. La luz del atardecer caía oblicua sobre los murales. Había un niño jugando con una pelota contra el muro del frontón, y su padre lo miraba desde la acera. El sonido repetido de la pelota me pareció una oración sin palabras.

Afuera, la noche caía sobre la ciudad. Desde la ventana del bar del Modern se veía una ikurriña colgada de un balcón, iluminada por un farol. Me pareció una llama quieta, un gesto contra el olvido. En ese instante comprendí que esa calle, tan pequeña, era una brújula: apuntaba a un país que no estaba en los mapas, sino en la memoria de quienes aprendieron a vivir entre dos silencios, el de las montañas y el del exilio. 

La calle de las ikurriñas no se parece a ningún otro lugar de América. No tiene monumentos ni pretensiones. Tiene un museo, un frontón, un mural, una taberna, y un rumor de canciones viejas. Pero si uno camina por ella con atención, puede escuchar lo que los pastores dejaron en el aire: un idioma que no necesita traducirse, porque pertenece al alma del paisaje.