En el mapa, el Experimental
Breeder Reactor No. 1 aparece como una nota al pie en mitad de la nada, a
unos cuarenta kilómetros al sureste de Arco, Idaho. Pero si uno ha conducido
por la US-20, esa cinta recta que parece no tener fin entre los basaltos del
Snake River Plain, sabe que la nada aquí tiene textura. La carretera atraviesa
un paisaje de ceniza antigua, un altiplano donde las montañas se ven pero no se
acercan, y el horizonte —como una broma privada del universo— se empeña en
alejarse un poco más con cada kilómetro. Allí, en medio de ese silencio
geológico, nació una de las luces más simbólicas del siglo XX.
Yo llegué una mañana de julio,
con el aire vibrando sobre el asfalto y una radio local que insistía en hablar
de cosechas y temperaturas récord. El cartel marrón anunciaba el desvío hacia
el EBR-I Atomic Museum, y de pronto el terreno se abría como una llanura
lunar. A lo lejos, el edificio principal del reactor parecía un cubo de
ladrillo y acero oxidado, discreto y obstinado, como si todavía estuviera
esperando a los ingenieros que lo abandonaron hace más de medio siglo.
Entrar al recinto tiene algo de
anacronismo feliz. El guía —un hombre de voz suave, camisa a cuadros y un
entusiasmo apenas contenido— nos recordó que allí, el 20 de diciembre de 1951,
se encendieron las primeras cuatro bombillas iluminadas por energía nuclear en
el mundo. Cuatro focos modestos, suspendidos sobre una mesa metálica, que
anunciaron una nueva era con la humildad de un experimento de secundaria.
Aquella tarde, en un rincón perdido de Idaho, la humanidad consiguió por
primera vez transformar la fisión del átomo en electricidad útil.
Mientras caminaba por los
pasillos estrechos, con las paredes llenas de manómetros y etiquetas escritas a
mano, pensé en lo improbable del lugar. ¿Por qué aquí? La respuesta tiene su
propia lógica de frontera: en los años cuarenta, el gobierno buscaba un sitio
remoto, estable y barato para probar lo impensable. El Idaho National
Laboratory, que rodea este reactor pionero, ofrecía exactamente eso:
aislamiento, terreno volcánico sin habitantes y una vastedad que podía absorber
cualquier accidente sin escándalo.
El EBR-I, diseñado por el
físico Walter Zinn y su equipo de Argonne, no era grande —ni siquiera según los
estándares de los años cincuenta—, pero tenía una misión ambiciosa: demostrar
que un reactor podía “criar” más combustible del que consumía, convirtiendo el
uranio 238 en plutonio 239 mediante neutrones rápidos. Aquella idea de un
reactor “reproductor” fue la promesa de una energía inagotable, el sueño
nuclear en su versión más optimista.
Subí la escalera metálica hasta
la galería de control. El panel principal, hoy apagado, conserva sus
interruptores originales: filas de luces rojas y verdes, agujas de voltímetro y
esas placas de aluminio grabadas con una tipografía que parece salida de una
película de ciencia ficción de 1955. El guía nos dejó tocar los mandos —con
guantes, por protocolo—, y por un momento imaginé la tensión de aquellos
ingenieros cuando el contador Geiger comenzó a cantar su música tenue. En este
mismo cuarto, un equipo de apenas una docena de personas sostuvo el aliento
mientras las primeras reacciones críticas se estabilizaban.
Más allá, en la sala del reactor,
se puede ver el núcleo original a través de una abertura de vidrio. Es un
cilindro modesto, encerrado en capas de acero, plomo y boro. Todo parece tan
sencillo que cuesta creer que aquí se inauguró la era nuclear civil. Las
vitrinas muestran fragmentos de historia: herramientas diseñadas a mano, planos
amarillentos, fotografías de técnicos en batas blancas con sonrisas de
laboratorio. En una esquina, una pizarra conserva ecuaciones escritas en tiza;
una arqueología del entusiasmo.
Lo que más impresiona, sin
embargo, es el contexto. El EBR-I funcionó solo hasta 1964, y en 1955
sufrió un derretimiento parcial del núcleo, un recordatorio temprano de que la
energía atómica no tenía nada de dócil. Nadie resultó herido, y el incidente
sirvió para entender los límites de aquel diseño. Aun así, el proyecto cumplió
su propósito: probó que la fisión podía sostener una red eléctrica, aunque su
reproducción de combustible nunca fue del todo eficiente. La ciencia, en aquel
momento, caminaba con botas nuevas y barro en las suelas.
Al salir, el sol me golpeó de
nuevo con ese calor seco que parece venir desde abajo. En el horizonte se
adivinaban los conos volcánicos del Craters of the Moon, y en medio del
silencio, el viento jugaba con las hierbas cortas. Cuesta imaginar un lugar más
simbólico para el nacimiento de la energía nuclear: un desierto que parece
congelado en el tiempo, testigo de una chispa que cambió el curso del siglo.
Me senté en el coche y hojeé las
notas del folleto que entregan en la entrada. Decía, casi al final, que el EBR-I
fue declarado Monumento Histórico Nacional en 1965, apenas un año después de su
cierre. También mencionaba que su sucesor, el EBR-II, levantado unos
kilómetros al este, continuó los experimentos hasta los noventa. Pero el
encanto del primero es precisamente su escala humana. No hay gigantismo ni
pretensión: solo un edificio que guarda el recuerdo de una apuesta.
Revisando mis fotografías
después, en casa, entendí por qué me había impresionado tanto. En una de ellas,
las cuatro bombillas originales siguen colgando, perfectamente alineadas, como
si esperaran que alguien volviera a encenderlas. En otra, el paisaje de Idaho
se cuela por la ventana del laboratorio, recordando que toda esa revolución
tecnológica nació en medio de una geografía de piedra y viento. Las imágenes no
necesitan filtros: la luz del desierto y el metal envejecido bastan para contar
la historia.
Hay una cierta ironía en que la cuna de la energía nuclear moderna sea, al mismo tiempo, un museo silencioso en un rincón poco transitado. Pero quizás ese anonimato sea parte del encanto. A diferencia de los grandes centros científicos del mundo, el EBR-I no exhibe poder, sino curiosidad. Y eso lo hace profundamente americano: una mezcla de ingenio, riesgo y fe en que el futuro, por improbable que parezca, puede construirse con un par de tubos de acero y una idea brillante.
Cuando uno vuelve a la carretera, el edificio queda atrás como una huella en el retrovisor. La línea del horizonte vuelve a extenderse, y la sensación de aislamiento regresa, pero distinta: sabiendo que bajo esas planicies áridas se escribió un capítulo decisivo de la historia humana. La próxima vez que una bombilla se encienda sobre mi mesa, me acordaré de aquel laboratorio de ladrillo en medio de Idaho, donde cuatro focos humildes iluminaron el comienzo de la era atómica.