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sábado, 11 de octubre de 2025

EL SUBMARINO DEL DESIERTO

 

Uno no espera encontrarse un submarino en el desierto. Menos aún uno nuclear. Pero en el sur de Idaho todo parece posible: un reactor que dio luz por primera vez a una ciudad, una colina cubierta de números blancos, un restaurante que sirve pepinillos fritos, y —como si faltara algo— la vela de un submarino emergiendo entre las piedras negras del Craters of the Moon.

Lo vi por primera vez en un día de viento. Desde lejos parecía una escultura moderna, un bloque de acero gris con líneas aerodinámicas, como un delfín petrificado en plena maniobra. Al acercarme, el número 666 pintado blanco sobre negro se reveló en el costado: USS Hawkbill. El apodo venía solo: Devil Boat. El Diablo varado en medio del altiplano de Idaho.

El demonio bajo el mar

El USS Hawkbill (SSN-666) fue un submarino de ataque de la clase Sturgeon, botado en 1969 en los astilleros de Newport News, Virginia. Su número de casco —666— le valió una fama instantánea. Los marineros, supersticiosos por naturaleza, lo adoptaron con humor: si el destino quería un barco del diablo, que al menos fuera el más eficiente.

Durante tres décadas, el Hawkbill patrulló los mares del norte, desde el Ártico hasta el Pacífico occidental. Era una de esas naves diseñadas para permanecer invisibles: 89 metros de largo, propulsión nuclear, más de cien hombres a bordo y misiones de las que casi nunca se habló. Navegó bajo el hielo polar, realizó ejercicios de inteligencia acústica, y en 1998 participó en la operación ICEX, una travesía bajo los hielos del Ártico para recoger datos sobre el calentamiento global. Fue su último servicio antes de ser retirado.

Los marinos lo llamaban con respeto y cariño The Devil Boat. En las fotografías del archivo de la Marina, el número 666 brilla sobre la vela como una broma cósmica, y los tripulantes posan orgullosos, conscientes de la ironía: aquel barco de “nombre maldito” había pasado tres décadas en servicio impecable, sin un solo accidente grave.

Vista de estribor del submarino de ataque de propulsión nuclear USS HAWKBILL (SSN-666) en navegación frente a la costa del sur de California. Foto US Navy. Dominio público.

El viaje hacia tierra firme

Cuando el Hawkbill fue dado de baja, en 2000, la mayor parte del casco fue desmantelada en Bremerton, Washington, como ocurre con todos los submarinos nucleares retirados. Pero la vela —esa torre dorsal que contiene el periscopio, la escalera de acceso y parte de la identidad de cada submarino— fue salvada. Los antiguos tripulantes propusieron convertirla en monumento, y la pregunta obvia surgió: ¿dónde colocarla?

El lugar elegido fue Arco, Idaho, por una conexión silenciosa pero profunda. La Marina y el Idaho National Laboratory compartían historia: en el desierto de Arco se habían formado miles de oficiales y técnicos nucleares, y allí funcionó la Nuclear Power Training Unit, donde se entrenaban quienes más tarde operarían los reactores de submarinos y portaaviones. En cierto modo, el alma del Hawkbill regresaba a su origen: las arenas donde muchos de sus ingenieros habían aprendido a domar el átomo.

El traslado fue una empresa tan improbable como el destino. En 2002, tras un complejo proceso de corte, transporte y permisos, la vela —de casi 11 metros de altura y más de 60 toneladas— fue llevada en un convoy especial desde Bremerton hasta Idaho. Atravesó montañas, pasos nevados y pueblos perplejos. Hay fotografías de su paso por carreteras secundarias: un arcoíris de coches detrás, niños saludando desde los porches, y un submarino avanzando sobre un tráiler como si se hubiera equivocado de océano.

Finalmente, el 26 de julio de 2003, la torre fue instalada junto a la carretera US-20, a pocos kilómetros de Arco, en un terreno cercado por la lava. Los veteranos del Hawkbill viajaron desde todo el país para asistir a la ceremonia. Llevaban camisetas con el emblema del barco y, sobre todo, ese orgullo silencioso que solo se entiende entre quienes han servido en lugares donde la luz del sol no llega.

Un monumento sin agua

Hoy, la vela del Hawkbill parece un espejismo metálico. Los visitantes pueden acercarse, tocar el acero gris, leer las placas que cuentan la historia del submarino. Hay flores de plástico y banderas que el viento deshilacha. A un lado, una pequeña explanada sirve de aparcamiento improvisado; al otro, las colinas negras del Craters of the Moon recuerdan que la Tierra también tuvo su propia guerra interior.

No es un monumento solemne, sino extraño y hermoso. En este desierto, donde la energía nuclear dio sus primeros pasos, el Hawkbill sirve de puente entre dos mundos: el del mar y el del átomo, ambos invisibles, poderosos y un poco temibles. Verlo ahí, varado, tiene algo de cuento mitológico: un Leviatán jubilado que vino a morir a tierra seca.

A veces pasa un camión y el aire vibra. El metal de la vela refleja la luz como una escama de pez gigante. Uno piensa en los hombres que dormían dentro, en el sonido del reactor, en las semanas sin amanecer ni anochecer. En el desierto, la idea de profundidad se invierte: bajo tus pies, la lava congelada; delante, el submarino; encima, un cielo que parece más profundo que el océano.

El eco de los números

El Hawkbill comparte paisaje con otros símbolos: los números blancos pintados en la montaña, la torre del EBR-I, las ruinas de Atomic City. Cada uno habla de una época distinta, pero todos comparten la misma ambición humana: dejar marca en lo inmenso. Tal vez por eso el número 666, lejos de su mala fama, se siente aquí como una firma en el desierto, una cicatriz de acero que recuerda lo que fuimos capaces de imaginar.

Interior de las ruinas del antiguo bar de Atomic City

Cuando cae la tarde, el sol tiñe de rojo la vela del submarino. El aire huele a polvo y a historia. En la carretera pasa un coche cada tanto, y en el silencio se oye el zumbido del viento entre los tubos metálicos. No hay mar, ni puerto, ni olas. Solo el eco lejano de un rugido que una vez recorrió los océanos.

El USS Hawkbill sirvió treinta años, recorrió medio mundo, y terminó en Idaho, donde los volcanes ya habían aprendido a dormirse hace siglos. Podría parecer una ironía, pero es más bien una metáfora: la tecnología más temida del siglo XX reposando sobre una de las geografías más antiguas de la Tierra.

Cada vez que he pasado por allí, detengo el coche y camino hacia él. Toco el acero, frío incluso en verano, y pienso que, si el Diablo existe, seguramente aprecia los buenos finales. En el fondo, no hay contradicción. El mar y el desierto se parecen: ambos enseñan humildad. Y el Hawkbill, con su número de leyenda y su destino improbable, se ha ganado un lugar entre los grandes mitos de América: un monstruo de acero que vino a descansar donde el agua nunca llega.