Uno no espera encontrarse un
submarino en el desierto. Menos aún uno nuclear. Pero en el sur de Idaho todo
parece posible: un reactor que dio luz por primera vez a una ciudad, una colina
cubierta de números blancos, un restaurante que sirve pepinillos fritos, y
—como si faltara algo— la vela de un submarino emergiendo entre las piedras
negras del Craters of the Moon.
Lo vi por primera vez en un día
de viento. Desde lejos parecía una escultura moderna, un bloque de acero gris
con líneas aerodinámicas, como un delfín petrificado en plena maniobra. Al
acercarme, el número 666 pintado blanco sobre negro se reveló en el costado: USS
Hawkbill. El apodo venía solo: Devil Boat. El Diablo varado en medio del altiplano de Idaho.
El demonio bajo el mar
El USS Hawkbill (SSN-666)
fue un submarino de ataque de la clase Sturgeon, botado en 1969 en los
astilleros de Newport News, Virginia. Su número de casco —666— le valió una
fama instantánea. Los marineros, supersticiosos por naturaleza, lo adoptaron
con humor: si el destino quería un barco del diablo, que al menos fuera el más
eficiente.
Durante tres décadas, el Hawkbill
patrulló los mares del norte, desde el Ártico hasta el Pacífico occidental. Era
una de esas naves diseñadas para permanecer invisibles: 89 metros de largo,
propulsión nuclear, más de cien hombres a bordo y misiones de las que casi
nunca se habló. Navegó bajo el hielo polar, realizó ejercicios de inteligencia
acústica, y en 1998 participó en la operación ICEX, una travesía bajo los
hielos del Ártico para recoger datos sobre el calentamiento global. Fue su
último servicio antes de ser retirado.
Los marinos lo llamaban con
respeto y cariño The Devil Boat. En las fotografías del archivo de la
Marina, el número 666 brilla sobre la vela como una broma cósmica, y los
tripulantes posan orgullosos, conscientes de la ironía: aquel barco de “nombre
maldito” había pasado tres décadas en servicio impecable, sin un solo accidente
grave.
Cuando el Hawkbill fue dado de
baja, en 2000, la mayor parte del casco fue desmantelada en Bremerton,
Washington, como ocurre con todos los submarinos nucleares retirados. Pero la
vela —esa torre dorsal que contiene el periscopio, la escalera de acceso y
parte de la identidad de cada submarino— fue salvada. Los antiguos tripulantes
propusieron convertirla en monumento, y la pregunta obvia surgió: ¿dónde
colocarla?
El lugar elegido fue Arco, Idaho,
por una conexión silenciosa pero profunda. La Marina y el Idaho National
Laboratory compartían historia: en el desierto de Arco se habían formado
miles de oficiales y técnicos nucleares, y allí funcionó la Nuclear Power
Training Unit, donde se entrenaban quienes más tarde operarían los
reactores de submarinos y portaaviones. En cierto modo, el alma del Hawkbill
regresaba a su origen: las arenas donde muchos de sus ingenieros habían
aprendido a domar el átomo.
El traslado fue una empresa tan
improbable como el destino. En 2002, tras un complejo proceso de corte,
transporte y permisos, la vela —de casi 11 metros de altura y más de 60
toneladas— fue llevada en un convoy especial desde Bremerton hasta Idaho. Atravesó
montañas, pasos nevados y pueblos perplejos. Hay fotografías de su paso por
carreteras secundarias: un arcoíris de coches detrás, niños saludando desde los
porches, y un submarino avanzando sobre un tráiler como si se hubiera
equivocado de océano.
Finalmente, el 26 de julio de
2003, la torre fue instalada junto a la carretera US-20, a pocos kilómetros de
Arco, en un terreno cercado por la lava. Los veteranos del Hawkbill
viajaron desde todo el país para asistir a la ceremonia. Llevaban camisetas con
el emblema del barco y, sobre todo, ese orgullo silencioso que solo se entiende
entre quienes han servido en lugares donde la luz del sol no llega.
Un monumento sin agua
Hoy, la vela del Hawkbill
parece un espejismo metálico. Los visitantes pueden acercarse, tocar el acero
gris, leer las placas que cuentan la historia del submarino. Hay flores de
plástico y banderas que el viento deshilacha. A un lado, una pequeña explanada
sirve de aparcamiento improvisado; al otro, las colinas negras del Craters
of the Moon recuerdan que la Tierra también tuvo su propia guerra interior.
No es un monumento solemne, sino
extraño y hermoso. En este desierto, donde la energía nuclear dio sus primeros
pasos, el Hawkbill sirve de puente entre dos mundos: el del mar y el del
átomo, ambos invisibles, poderosos y un poco temibles. Verlo ahí, varado, tiene
algo de cuento mitológico: un Leviatán jubilado que vino a morir a tierra seca.
A veces pasa un camión y el aire
vibra. El metal de la vela refleja la luz como una escama de pez gigante. Uno
piensa en los hombres que dormían dentro, en el sonido del reactor, en las
semanas sin amanecer ni anochecer. En el desierto, la idea de profundidad se
invierte: bajo tus pies, la lava congelada; delante, el submarino; encima, un
cielo que parece más profundo que el océano.
El eco de los números
El Hawkbill comparte paisaje con otros símbolos: los
números blancos pintados en la montaña, la torre del EBR-I, las ruinas de
Atomic City. Cada uno habla de una época distinta, pero todos comparten la
misma ambición humana: dejar marca en lo inmenso. Tal vez por eso el número
666, lejos de su mala fama, se siente aquí como una firma en el desierto, una
cicatriz de acero que recuerda lo que fuimos capaces de imaginar.
Cuando cae la tarde, el sol tiñe
de rojo la vela del submarino. El aire huele a polvo y a historia. En la
carretera pasa un coche cada tanto, y en el silencio se oye el zumbido del
viento entre los tubos metálicos. No hay mar, ni puerto, ni olas. Solo el eco
lejano de un rugido que una vez recorrió los océanos.
El USS Hawkbill sirvió
treinta años, recorrió medio mundo, y terminó en Idaho, donde los volcanes ya
habían aprendido a dormirse hace siglos. Podría parecer una ironía, pero es más
bien una metáfora: la tecnología más temida del siglo XX reposando sobre una de
las geografías más antiguas de la Tierra.
Cada vez que he pasado por allí,
detengo el coche y camino hacia él. Toco el acero, frío incluso en
verano, y pienso que, si el Diablo existe, seguramente aprecia los buenos
finales. En el fondo, no hay contradicción. El mar y el desierto se parecen:
ambos enseñan humildad. Y el Hawkbill, con su número de leyenda y su
destino improbable, se ha ganado un lugar entre los grandes mitos de América:
un monstruo de acero que vino a descansar donde el agua nunca llega.