Vistas de página en total

miércoles, 10 de diciembre de 2025

MARIPOSAS E ISLAS URBANAS DE BIODIVERSIDAD

 

Izquierda: la mariposa vespertina Macroglossum stellaratum poliniza Centranthus rubens var. albus. Derecha: la mariposa diurna Vanessa cardui poliniza Knautia arvensis. Fotos de Toni Málaga.

Las comunidades de plantas nativas que colonizan los espacios vacíos de un jardín no deben considerarse agrupaciones de “malas hierbas” o de “plantas invasoras” como piensan algunos. Su presencia tampoco quiere decir que el jardín está descuidado. No es así, son “islas de biodiversidad” que sostienen poblaciones de insectos de todo tipo que, además de jugar un papel esencial en la polinización de las plantas, sostienen poblaciones de animales insectívoros, desde pequeñas arañas que pasan desapercibidas hasta los hermosos pájaros cantores que vemos cada día merodeando por el jardín.

Las plantas silvestres son regalos de vida que consiguen mucho más que embellecer un espacio. Proporcionan alimento, refugio y un lugar para la reproducción de innumerables organismos que permiten que los ecosistemas funcionen. Son auténticos refugios de la biodiversidad, islas de vida en las que se mantienen cientos de plantas expulsadas de su ambiente natural por las malas prácticas de la agricultura extensiva, cuyos venenos químicos en forma de pesticidas y herbicidas son verdaderos océanos de muerte y destrucción que están acabando con la vida silvestre.

Ocultas entre el hormigón y el asfalto de nuestras ciudades, diminutas joyas revolotean de flor en flor, manteniendo silenciosamente el delicado equilibrio de la naturaleza urbana. Las mariposas no solo son criaturas hermosas; también son indicadores de la salud ambiental y desempeñan un papel esencial en la polinización, ayudando a muchas plantas a reproducirse.

Aunque no son tan eficientes como las abejas, algunas especies de mariposas pueden ser polinizadores sorprendentemente eficaces. Su comportamiento al visitar flores revela una increíble variedad de adaptaciones: algunas prefieren ciertos colores, otras buscan tipos específicos de néctar y cada especie tiene su propio gusto por las flores. Algunas son especialistas y visitan solo unos pocos tipos de plantas, mientras que otras son generalistas y se desplazan entre muchas especies.

En las ciudades, esta dinámica se vuelve aún más compleja. Los entornos urbanos alteran los ecosistemas de muchas maneras: la contaminación, la fragmentación del hábitat, el calor, la escasez de agua y los cambios en las comunidades vegetales influyen en la disponibilidad de flores y en cómo las mariposas las utilizan.

Aunque los estudios sobre biodiversidad urbana suelen centrarse en jardines ornamentales, que son más fáciles de monitorear y se conocen como abundantes fuentes de néctar, los solares abandonados, los baldíos y la vegetación espontánea también pueden proporcionar recursos valiosos para las mariposas y otros polinizadores.

Se sabe poco sobre las flores que visitan las mariposas más allá de los jardines y los parques, pero comprender las interacciones fuera de esos ámbitos es muy importante, ya que la disponibilidad de néctar afecta directamente la supervivencia, la longevidad y la reproducción de las mariposas, lo que, en última instancia, influye en sus poblaciones y en la biodiversidad urbana en general.

Para explorar esto más a fondo, dos biólogos polacos, Sylwia Pietrzak y Krzysztof Pabis, se propusieron descubrir qué flores en terrenos urbanos abandonados pueden sostener comunidades de mariposas y cómo estos espacios olvidados pueden contribuir a la conservación de la naturaleza en las ciudades. Para investigarlo, registraron todas las especies de mariposas que se posaron en flores, junto con las principales características de las flores visitadas, en cinco grandes terrenos baldíos ubicados a los suburbios de Łódź, Polonia.

Los investigadores encontraron 39 especies de mariposas que visitaron 81 especies de plantas en esos baldíos. La mayoría de las plantas visitadas eran herbáceas y pertenecían a familias ubiquistas como las asteráceas, las fabáceas y las lamiácea, ricas en néctar, de fácil acceso para las mariposas y comunes en los paisajes urbanos.

Además, descubrieron que, aunque las mariposas pueden visitar muchas flores, algunas plantas son especialmente visitadas. Plantas como Centaurea stoebe, Jasione montana, Trifolium pratense y Origanum vulgare atrajeron hasta 23 especies diferentes de mariposas, mientras que las flores ornamentales de los jardines no siempre fueron las favoritas.

Especies vegetales muy visitadas por las mariposas en parcelas abandonadas de Łódź. A) Centaurea stoebe; B) Jasione montana; C) Trifolium pratense; D) Origanum vulgare.

Las mariposas tampoco parecieron preocuparse mucho por el color ni la profundidad de las corolas florales. Se observóaron alimentándose de flores rosas, amarillas, blancas y violetas, principalmente de profundidad media a baja. Solo unas pocas especies mostraron preferencias más específicas, pero para la mayoría de las mariposas lo que realmente importa es la disponibilidad y la calidad del néctar.

Finalmente, no todas las mariposas se comportan de la misma manera. Algunas especies comunes se concentran en unas pocas flores ricas en néctar, mientras que otras recorren largas distancias para encontrar alimento. Esto sugiere que la movilidad, la disponibilidad de plantas hospedantes para las orugas y el suministro de néctar son más importantes que el color o el tipo de flor por sí solos.

Estos hallazgos cambian nuestra percepción sobre la conservación urbana. Proteger la biodiversidad en las ciudades no se limita a jardines planificados o flores ornamentales. El estudio demuestra que los terrenos abandonados y la vegetación espontánea, a menudo percibidos como vacíos o sin valor, tienen un gran valor ecológico.

Estas zonas actúan como vibrantes "banquetes de flores" para mariposas y otros polinizadores, complementando la disponibilidad de néctar y polen de los parques y jardines tradicionales. Si aprendemos a valorar las plantas nativas comunes, nuestras ciudades pueden volverse más bellas, sostenibles y un lugar donde las mariposas y las personas compartan el mismo espacio en armonía y cada rincón olvidado pueda servir como un refugio oculto para la naturaleza.

MÍNÚSCULOS, PERO RESISTENTES AL FUEGO: ¿QUÉ PUEDEN ENSEÑARNOS LOS MUSGOS EN UN PLANETA QUE SE CALIENTA?

 

En un lugar tropical en el que la tierra hierve bajo el sol y el fuego todo lo convierte en cenizas, unos pequeños musgos han logrado la manera de sobrevivir.

¿Marcará el calentamiento global el fin de la diversidad vegetal tal como la conocemos? Quizás no, si aprendemos de organismos que ya viven al límite. Las regiones áridas, rocosas y abrasadoras, por ejemplo, pueden parecer inhóspitas; sin embargo, incluso en esos entornos hostiles, la naturaleza encuentra maneras de prosperar.

Los afloramientos rocosos son formaciones geológicas en las que un núcleo duro de rocas parentales sobresale por encima de la superficie de la tierra circundante y se pueden encontrar en todos los continentes.

Las Cangas brasileñas, unos exclusivos afloramientos ferruginosos del sureste de Brasil, caracterizados por condiciones ambientales severas para el establecimiento de plantas, incluyendo alta exposición a rayos UV, baja retención de agua, vientos constantes, suelos impermeables y altas temperaturas diarias (temperatura promedio del suelo ~38 °C). Otro factor de estrés para las plantas de Cangas son los incendios forestales, que pueden provocar la destrucción del hábitat, alterar la estructura del suelo, inducir estrés térmico (la temperatura del suelo, durante los incendios forestales, puede alcanzar ~548°C) y provocar la muerte de numerosas plantas. A pesar de ello, estos ecosistemas albergan una flora única compuesta por angiospermas, líquenes, hepáticas y musgos que pueden soportar el calor extremo y la sequía.

Canga estudiada y especies seleccionadas para el experimento de tolerancia al calor. (A) Canga del Monumento Natural Serra da Calçada, Brasil. (B) Campylopus savannarum (señalado por la flecha azul) y Bryum atenense (señalado por la flecha roja). (C) Colonia de C. savannarum. (D) Cauloides (falsos tallos) y filoides (falsas hojas) caducos de C. savannarum (señalado por la flecha azul). (E) Colonia de B. atenense. (F) Vista del envés de una colonia de B. atenense, con sus tubérculos (uno de ellos indicado por la flecha roja) en el suelo. Fuente.

Pero ¿hasta dónde llega esta resiliencia? Esa fue la pregunta que motivó un estudio cuyos resultados han sido publicados en la revista Austral Ecology, que han demostrado, por primera vez, la tolerancia al calor de las estructuras utilizadas para la reproducción vegetativa de los musgos Bryum atenense y Campylopus savannarum, dos especies exclusivas de Cangas. El equipo expuso estas estructuras a temperaturas de 120 °C, 140 °C y 160 °C durante períodos de 5 y 30 minutos, simulando el impacto térmico de los incendios naturales soportados allí. Por ejemplo, la exposición a 160 °C durante 5 minutos reprodujo el rápido paso de las llamas durante un incendio forestal, lo que permitió a los investigadores correlacionar la resistencia del musgo con eventos de incendios reales.

Los resultados son sorprendentes. Los filoides (estructuras en forma de hojas típicas de los briófitos), de Campylopus savannarum carecen de termotolerancia: no sobrevivieron a ninguno de los tratamientos, lo que evidencia su alta sensibilidad al calor y sugiere que esta especie es vulnerable a los impactos directos del fuego. En cambio, los tubérculos subterráneos de Bryum atenense mostraron una resiliencia extraordinaria. Incluso después de la exposición a 160 °C durante 5 minutos, una temperatura suficiente para carbonizar la mayoría de las plantas, alrededor del 58% de los tubérculos produjeron nuevos tejidos aéreos. Además, a 120 °C durante 30 minutos, la regeneración superó el 60% de las muestras. Como resultado, estas estructuras subterráneas actúan como verdaderos refugios biológicos resistentes al calor extremo, lo que representa una notable adaptación para sobrevivir al fuego.

Cauloides (falsos tallos) del musgo Fontinalis recubiertos por falsas hojas o filoides.

El estudio registró el nivel más alto de termotolerancia jamás conocido para propágulos de briofitas, lo que demuestra cómo las estrategias microscópicas garantizan la supervivencia en ambientes severos. La resistencia observada en Bryum atenense puede estar relacionada con la presencia de compuestos lipídicos que actúan como aislantes térmicos y con el bajo contenido de humedad de los tubérculos, los cuales reducen el daño celular.

Los autores también sugieren la participación de proteínas de choque térmico y genes de respuesta al estrés, como los que se encuentran en musgos del desierto como Syntrichia caninervis. Comprender estos mecanismos puede revelar cómo los genes de las primeras plantas terrestres resisten al calor extremo y, en el futuro, inspirar estrategias de mejoramiento genético para hacer que las especies cultivadas sean más resistentes al calor.

Más que explicar cómo estos musgos sobreviven a los incendios forestales, el estudio ofrece una nueva perspectiva sobre la adaptación de las plantas al cambio climático global. Dado que muchas briofitas son sensibles al aumento de las temperaturas, comprender su termotolerancia es crucial para predecir qué especies podrían desaparecer y cuáles podrían sobrevivir. Al mostrar una resistencia tan extraordinaria, Bryum atenense demuestra que la evolución ya ha encontrado soluciones ingeniosas para soportar el calor. Sus tubérculos invisibles albergan no solo la próxima generación, sino también la historia de la resistencia de un ecosistema forjado en el calor y, quizás, las claves para el futuro de las plantas en un planeta en calentamiento.

LA PLANTA QUE SOSTUVO AL MUNDO O DE CÓMO UN ÁRBOL BOHEMIO SE CONVIRTIÓ EN UN FUNCIONARIO EJEMPLAR

 Una pequeña historia del caucho en tiempos de guerra.

Si uno pasea hoy por cualquier ciudad moderna, rodeado de coches, bicicletas, cables, juntas de puertas y pelotas de tenis que rebotan en patios escolares, es fácil olvidar que durante mucho tiempo todo ese universo dependió de un árbol que crecía, caprichosamente, en un rincón remoto y húmedo de la Amazonia. Hevea brasiliensis, el árbol del caucho, no aparenta gran cosa. A la distancia, parece un primo tímido del castaño, un vegetal sin ambición que preferiría, con toda sinceridad, no ser molestado. Y sin embargo, a comienzos del siglo XX fue quizá la especie vegetal más estratégica del planeta.

La historia se vuelve especialmente interesante cuando llega la Primera Guerra Mundial y el caucho —esa savia lechosa que brota como una lágrima vegetal— pasa de ser un producto industrial útil a un recurso tan esencial como el carbón o el acero. Nada funcionaba sin caucho. Los neumáticos de los camiones militares, los cables que aislaban las comunicaciones, las botas de los soldados, los cinturones de transmisión de las fábricas, las válvulas, las juntas de las turbinas, las primitivas máscaras antigás… Y de pronto, las naciones beligerantes descubrieron que toda su modernidad descansaba en un hilo de látex procedente del otro lado del mundo.

Lo extraordinario es que esto no era nuevo. Los indígenas amazónicos ya lo habían descubierto siglos antes. Cuando los europeos llegaron con sus barcos, armas y una confianza excesiva en sí mismos, vieron a los nativos fabricar pelotas elásticas y botas impermeables con aquel material mágico que brotaba de los troncos. La fascinación fue inmediata. En el siglo XIX, el caucho ya se había convertido en un sueño industrial, impulsado por dos inventos clave: la vulcanización con azufre (que lo hacía resistente al calor y a la deformación), y el neumático. Ahí empezó la euforia.

Pero el problema —siempre hay uno— es que Hevea brasiliensis crecía únicamente en la cuenca amazónica y, para colmo, se negaba tercamente a ser cultivado allí en plantaciones ordenadas. Cada vez que se intentaba agrupar árboles en filas, aparecían hongos, plagas o enfermedades que arruinaban el experimento. Los árboles parecían haber firmado, de forma tácita, un pacto de dispersión anárquica. Era su peculiar manera de decir: “Queréis caucho? Venid a buscarlo”.

Y fue así como un día de 1876 apareció en escena un personaje de novela: Henry Wickham, un explorador británico con vocación de contrabandista botánico. Wickham, convencido de que ayudaba al progreso humano (y a su propia reputación), robó cerca de 70 000 semillas del árbol de caucho en el área de Santarém, Brasil, en 1876, las empacó en decenas de cajas marcadas con la ambigua etiqueta “Botanical Samples”, las subió a un barco en el Amazonas y las llevó a Londres, donde se repartieron discretamente entre jardines botánicos. De allí fueron enviadas a Ceilán (hoy Sri Lanka) y luego a Malasia. Y para sorpresa de todos, las semillas prosperaron. Hevea brasiliensis, que en Brasil se comportaba como un poeta bohemio incapaz de seguir un horario, en Asia se convirtió en un funcionario ejemplar: crecía recto, disciplinado y en perfecta alineación geométrica.

Así nació la era de las plantaciones asiáticas, que para 1910 ya suministraban la mayor parte del caucho mundial. Y, sin proponérselo, Henry Wickham había decretado la ruina del monopolio amazónico.

Entonces llegó la Gran Guerra. Y con ella, la súbita revelación de que el mundo dependía casi por completo de las plantaciones controladas por el Imperio Británico. Alemania, que tenía muchas ambiciones y poco caucho, comprendió de inmediato el problema. Las reservas alemanas no alcanzaban ni para un mes de guerra moderna. Sin neumáticos no había camiones, sin camiones no había logística, y sin logística no había ejército que aguantara más de una semana.

En un esfuerzo que iba de lo admirable a lo desesperado, los científicos alemanes se lanzaron a fabricar un sustituto sintético. Lo lograron, en parte, pero el producto era tan rígido que nadie hubiese querido ponerlo en un neumático, ni siquiera en un triciclo. Uno imagina a los químicos alemanes golpeando muestras de caucho sintético sobre la mesa y diciendo “Ja, perfecto”, mientras algún técnico se escabullía por la puerta intentando no reírse.

Estados Unidos también sufrió su propia crisis de caucho. Antes de la guerra, había crecido feliz y despreocupado, confiando en que nada faltaría en la Tierra de la Abundancia. Pero de pronto se encontró dependiendo de un recurso que no controlaba. Eso, en la mentalidad estadounidense de comienzos del siglo XX, era tan humillante como revelador.

Así nacieron las expediciones de búsqueda de caucho, una mezcla de aventura científica y safari agrícola. El Departamento de Agricultura envió botánicos a recorrer Centroamérica, México, el Caribe y hasta rincones aislados del Sudeste Asiático en busca de especies que pudieran producir caucho en cantidades razonables. Allí entró en escena un arbusto discreto, de nombre casi medicinal: el guayule (Parthenium argentatum), una planta del norte de México capaz de producir un caucho modesto pero útil. No tenía la elegancia elástica de Hevea, pero podía crecer en zonas áridas, sin necesidad de selvas húmedas ni mosquitos del tamaño de pelícanos.

Flores de Parthenium argentatum

Durante un tiempo, el guayule se convirtió en la esperanza estadounidense, el plan B nacional. Se hicieron experimentos, se escribieron informes entusiastas, se tejieron alianzas con empresarios texanos. Pero el guayule, aunque prometedor, no podía competir con la producción masiva y barata de las plantaciones británicas en Asia.

Así que Estados Unidos cambió de estrategia: si no podía crear una nueva fuente de caucho, compraría una. Empresas norteamericanas adquirieron enormes extensiones de terreno en Filipinas, Indonesia y Malasia. Para muchos inversores, aquello era simplemente un buen negocio; para los estrategas, era una forma de garantizar que nunca más una guerra sorprendería al país sin caucho.

La guerra terminó, como todas las guerras, tarde y mal. Pero dejó una enseñanza clara: el caucho era un recurso tan estratégico como el petróleo. La demanda siguió creciendo y las plantaciones asiáticas se expandieron hasta niveles colosales, alimentando la industria automovilística del periodo de entreguerras.

Lo irónico es que esta carrera por asegurar el suministro de caucho no alcanzó su clímax hasta décadas después, con la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón ocupó el Sudeste Asiático y dejó a Estados Unidos sin acceso a la mayor parte del caucho del planeta. El país recuperó entonces todas aquellas investigaciones de la Primera Guerra Mundial: desempolvó archivos sobre guayule, reactivó proyectos agrícolas, llamó a los químicos para que perfeccionaran el caucho sintético… Y esta vez sí lo lograron. En cuestión de meses, una industria gigantesca se levantó casi de la nada. El caucho sintético se convirtió en una de las proezas industriales del siglo XX.

Pero en cierto modo, todo esto —la carrera científica, las expediciones botánicas, la creación de plantaciones asiáticas, las guerras y las revoluciones industriales— comenzó con un árbol amazónico que jamás pidió protagonismo. Hevea brasiliensis, un vegetal que prefería pasar desapercibido, se convirtió sin quererlo en la columna vertebral de la modernidad.

Y si algo nos enseña su historia es que la civilización, por muy sólida que parezca, descansa a veces en detalles tan frágiles como una gota de látex blanco que resbala lentamente por la corteza de un árbol perdido en la selva.

lunes, 8 de diciembre de 2025

¿QUÉ LLEVA UNA VACA POR DENTRO? SPOILER: UN IMÁN

 

Hay inventos cuya existencia revela algo profundo —y a veces perturbador— sobre la humanidad. La fregona, por ejemplo, o el mando a distancia. Pero ninguno me produce tanta admiración como el imán que se introduce dentro de las vacas. Sé que suena a chiste malo contado por un veterinario en una boda rural, pero es real: millones de vacas en el mundo llevan un imán en el estómago. Y no para orientarse hacia el norte, ni para captar satélites, ni para transformarse en algún tipo de Pokémon bovino, sino para algo bastante más prosaico: evitar morir por culpa de nuestra desastrosa gestión de la chatarra.

Las vacas, a diferencia de los seres humanos, no inspeccionan su comida. No la huelen, no la examinan, no se preguntan si ese trozo de alambre conviene dejarlo aparte. Las vacas pastan a la manera de un paciente de dentista bajo anestesia general: abriendo la boca y confiando en que el universo sea benévolo. Para su desgracia, el universo rara vez lo es. El campo moderno está lleno de alambres de espino rotos, clavos perdidos, grapas suicidas, tornillos y otros restos de maquinaria agrícola que han decidido retirarse de la vida activa. Todo eso termina, tarde o temprano, en los morros de una vaca.


Una vez dentro, el metal atraviesa un recorrido que haría palidecer a Dédalo. Los rumiantes tienen un sistema digestivo con más compartimentos que una maleta de marca: rumen, retículo, omaso y abomaso. Para el fragmento metálico, el más problemático es el retículo, que tiene la mala costumbre de contraerse con fuerza. Imagine usted una lata de sardinas que se cierra sobre un clavo. Ahora imagínelo dentro de una vaca. No es agradable.

El resultado suele ser la temida “reticulitis traumática”, que básicamente consiste en una vaca agujereada por dentro como consecuencia de haberse tragado el equivalente a la ferretería de un pueblo pequeño. Esto, como podrá imaginar, arruina el día de cualquier vaca y de su ganadero.

Y aquí es cuando entra nuestro héroe: el imán ruminal. El nombre suena a profesor de filosofía medieval, pero es simplemente un cilindro metálico potente que se administra a la vaca por la boca mediante un instrumento que recuerda sospechosamente a un lanzador de cohetes. Una vez dentro, el imán se acomoda en el retículo y espera pacientemente a que el universo deje caer sobre él clavos, tornillos y limaduras. Lo hace sin quejarse, sin pedir vacaciones, sin exigir un convenio. Un héroe silencioso.

Los primeros imanes de este tipo se hacían de Alnico, una aleación de aluminio, níquel y cobalto, que a menudo incluye hierro, cobre y titanio, utilizada principalmente para fabricar imanes permanentes; era un artefacto magnético muy digno en el que confiaba medio planeta durante la Guerra Fría. Hoy se fabrican también de ferrita o neodimio, pero recubiertos de materiales resistentes para soportar un entorno más corrosivo que un consejo de administración de Ribera Salud. El dispositivo permanece en el interior de la vaca durante toda su vida, convertido para siempre en una especie de electroimán de bolsillo. Excepto que el bolsillo es su estómago.

Cuando, por razones científicas, veterinarias o morbosas, se examina uno de esos imanes recuperados, el efecto es espectacular. Donde usted esperaba ver un cilindro limpio, aparece una especie de erizo metálico compuesto por clavos torcidos, tornillos mellados, fragmentos de valla, restos de grapas y, ocasionalmente, algún objeto que plantea preguntas que es mejor no formular. Es como encontrar un pequeño museo de los horrores agrícolas. Y, sin embargo, allí está, salvando vacas y preservando granjas de pérdidas inasumibles.

Alambres y metales capturados por imán en un animal sacrificado

Lo más sorprendente es que este invento ha sido aceptado en el mundo rural con la naturalidad con la que uno acepta que las ovejas den lana o que los tractores nunca funcionen a la primera. Los veterinarios lo prescriben sin pestañear, y no es raro que los ganaderos llamen a empresas de imanes industriales preguntando si “de casualidad” tienen imanes para vacas, como quien pide pilas AAA. Imagino la cara del comercial del otro lado del teléfono tratando de seguir la conversación sin preguntar, por ejemplo, si el imán viene con manual de instrucciones para rumiantes.

Resulta tentador pensar que esto es una excentricidad moderna, pero en realidad es un fenómeno global. En Estados Unidos, Canadá, Australia y buena parte de Europa los imanes ruminales son tan comunes como los rotuladores permanentes en las oficinas. Y su eficacia es indiscutible: gracias a ellos, cientos de miles de vacas evitan cada año convertirse en protagonistas involuntarias de tragedias veterinarias.

Lo mejor del asunto es que la idea es tan simple que parece sacada de un libro de física para niños: cuando un objeto metálico se mueve hacia un imán, el imán gana. No hay algoritmos, ni inteligencia artificial, ni sensores, ni apps móviles para comprobar cuánta chatarra ha ingerido la vaca hoy. Solo magnetismo puro y duro. Muy duro.

En un mundo obsesionado con soluciones tecnológicas complejas, reconforta pensar que a veces basta con volver a lo básico. Que un simple imán pueda rescatar a millones de bovinos de una muerte absurda es una buena noticia para las vacas… y una pequeña lección para nosotros: quizá, solo quizá, la física elemental sigue sabiendo más que toda la ingeniería reunida.

Y así, mientras discutimos sobre inteligencia artificial, coches autónomos y colonias en Marte, millones de vacas siguen ahí fuera, rumiando pacíficamente con un imán en el estómago, funcionando mejor que muchos electrodomésticos modernos. La próxima vez que vea una vaca mirándole fijamente desde un prado, recuerde que quizá esté pensando en algo muy simple: «Ojalá este humano no pierda ningún tornillo… porque me lo voy a tragar yo».

En cierto modo, las vacas nos han ganado. Esa capacidad de adaptación, esa serenidad ante el caos, esa mirada bovina que parece decir “sí, el mundo es absurdo, ¿y qué?” quizá sea la auténtica lección. Al final, uno sospecha que, si algún día llega el Apocalipsis, las únicas criaturas realmente preparadas serán las cucarachas… y las vacas con imán.

UN PODER DEPREDADOR, YA SIN MÁSCARAS

 

En Washington, cada cierto tiempo, alguien decide reescribir el mundo. Esta vez le ha tocado a la Administración Trump, que presenta una Estrategia de Seguridad Nacional concebida, según la nota de prensa, para “capitalizar el momento”. No es exactamente una sorpresa. Lo llamativo es la envoltura: un documento que promete un planeta “libre, abierto, seguro y próspero”, en palabras del secretario de Estado Antony J. Blinken, como si todavía hiciera falta sostener la ficción del idealismo.

Blinken, que escribe con la serenidad de quien cree que el público no lee más allá del primer párrafo, asegura que la visión no es solo estadounidense, sino compartida por todos los países amantes de la autodeterminación, la circulación libre de información y las oportunidades económicas globales. La retórica clásica del liderazgo benigno, pero con una novedad: se articula mientras la Casa Blanca practica un matonismo diplomático que ni siquiera intenta disimular.

Tras el preámbulo, Blinken recuerda que la fuerza de Estados Unidos sigue residiendo en su red “incomparable” de aliados. Acto seguido, la estrategia hace exactamente lo contrario de lo que esperaría cualquier aliado sensato: trata a Europa como si fuera un estorbo, un pariente político al que conviene propinar sermones, aranceles y empujones. En nombre de la seguridad internacional, Washington señala como amenaza no tanto a Rusia ni a China, sino a la propia Unión Europea, culpable —faltaría más— de tener criterio propio y apoyar a Ucrania frente a la invasión rusa.

Con esto, el trumpismo liquida sin complejos la doctrina que desde Roosevelt daba por sentado que una “Europa fuerte y libre” era un interés vital estadounidense. El nuevo guion prescinde del ropaje democrático y se alinea sin pudor con las derechas iliberales del planeta. No extraña que partidos como Vox, que quieren encajar en la geopolítica como un guante, hayan decidido declararse abiertamente trumpistas.

La estrategia refiere tres años de mandato por delante, aunque no falta quien sospecha que la intención es más duradera. En ese periodo, la Casa Blanca ya ha impuesto aranceles unilaterales, exigido aumentos de gasto militar en la OTAN y relegado a Europa en las negociaciones sobre Gaza y Ucrania. A estas alturas, el mensaje es transparente: Washington no quiere aliados, quiere vasallos. Ni siquiera los halagos del secretario general de la OTAN, Mark Rutte, o de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, han servido para suavizar el garrote.

El desprecio a Europa viene acompañado de un goteo constante de abandonos: la erosión del compromiso transatlántico, el desarme normativo exigido a la UE para beneficio de las tecnológicas estadounidenses y la paralización de la ampliación de la OTAN para complacer a Vladimir Putin. Todo ello, mientras se desempolva el viejo lema “América para los americanos”, que en Latinoamérica siempre significó “América para Estados Unidos”.

El documento estratégico lo dice sin rodeos: Washington quiere “restaurar la preeminencia” estadounidense en el hemisferio occidental. Para ello, se apoya en gobiernos afines, populistas o ultraliberales, según el caso. En Venezuela, la política adquiere un tono particularmente crudo. La Casa Blanca ha “cerrado” el espacio aéreo venezolano sin base legal, desplegado la mayor fuerza naval en el Caribe desde la crisis de los misiles y ejecutado operaciones letales en alta mar con el argumento del narcotráfico. Trump, que indulta a expresidentes corruptos condenados por narcotráfico como el de Honduras, busca precipitar la caída de Maduro y, si cae petróleo en el proceso, tanto mejor. El límite, por ahora, no existe.

La imagen televisiva de lanchas saltando por los aires resume bien la nueva diplomacia: una mezcla de obsesiones personales —drogas, migración, negocios— y mano dura sin supervisión. Y lo más preocupante: una comunidad internacional que, mientras no le toque a un aliado simpático, prefiere mirar hacia otro lado. Presionar diplomáticamente es una cosa; tolerar ejecuciones extrajudiciales y zonas de exclusión aérea improvisadas es otra. Sobre todo, cuando el mismo presidente exige amnistías generales para borrar los crímenes de guerra de Putin y Netanyahu, y persigue a los jueces de la Corte Penal Internacional.

La verdadera utilidad del documento quizá no sea práctica, sino histórica. Servirá para explicar un tiempo en que el trumpismo, cada vez más cómodo en el borde del fascismo, proclamó que Estados Unidos es «la nación más grande y exitosa de la historia de la humanidad y la patria de la libertad en la Tierra». Una frase que, escrita en un informe oficial, adquiere un tinte inquietante: dice más sobre la ansiedad del poder que sobre su fortaleza.

La estrategia revela un mundo que se reparte como botín entre depredadores. Los valores democráticos, que antes se mencionaban por convención, han dejado de figurar siquiera como coartada. Lo que cuenta ahora son los intereses económicos de las élites globales: multimillonarios rusos, árabes y norteamericanos que apoyan al presidente y esperan rendimientos acordes.

Todo ocurre a plena luz del día. Casi nadie comenta nada. El silencio puede tener explicación: las herramientas diplomáticas sirven de poco ante un poder que ya ni siquiera se molesta en disimular. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional no es solo un programa; es un espejo sin filtros. Y su reflejo debería inquietar especialmente a quienes, en Europa y en Latinoamérica, aún confían en que, como los niños que se esconden bajo las sábanas, basta con no mirar para que el peligro desaparezca. Pero un poder sin máscaras solo necesita una cosa para expandirse: que los demás sigamos fingiendo que no sabemos lo que sabemos.

domingo, 7 de diciembre de 2025

TRATAMIENTOS FACIALES DE ESPERMA Y PENE

 Ni son de esperma ni son de pene, pero sí aligeran la cartera.


Los (y las) influencers influyen de verdad. Cuando Kim Kardashian reveló que había probado un "tratamiento facial de esperma de salmón", los dermatólogos y las clínicas estilistas que lo ofrecen comprobaron un espectacular aumento de ventas. Lo mismo ocurrió cuando las actrices Sandra Bullock y Cate Blanchet elogiaron un “tratamiento facial de pene" que recibieron en una clínica dermatológica neoyorquina de alta gama dirigida por la estilista del famoseo Georgia Louise.

Comencemos con el tratamiento facial de esperma de salmón. Lo primero que hay que aclarar es que ni se unta ni se inyecta esperma de salmón en la cara. Los supuestos ingredientes rejuvenecedores de la piel son fragmentos descompuestos de ADN conocidos como "polidesoxirribonucleótidos (PDRN)". Estos fragmentos se producen al someter el ADN extraído del esperma de salmón a ciertas enzimas. En realidad, cualquier ADN sirve, ya que el ADN del salmón no tiene nada de especial salvo su fácil disponibilidad en la "milt", la gran glándula reproductora del salmón macho llena de esperma.

En lo que se llama aviesa e intencionadamente "tratamiento facial de esperma", lo que se inyecta en la piel con agujas diminutas es una mezcla de PDRN purificados. Pero "tratamiento facial de esperma" suena más exótico y natural que ”tratamiento con polidesoxirribonucleótidos”, que es un poco trabalenguas y suena demasiado "químico". Sin embargo, la pregunta clave no es cómo debería llamarse el tratamiento, sino si la imagen reflejada en el espejo después del mismo resulta más atractiva. Quizás sea así. Pero no será una experiencia novedosa.

Anatomía de un salmón macho

Los experimentos con PDRN datan de la década de 1980, cuando los científicos teorizaban que estos compuestos proporcionarían los componentes básicos para la síntesis de nuevo ADN según lo necesitaran las células a medida que se multiplican para sanar heridas. De hecho, se comprobó un efecto regenerador beneficioso en cicatrices y quemaduras traumáticas. Además, los investigadores también notaron una mejor hidratación de la piel, una reducción de la inflamación y un aumento de fibroblastos, las células que producen colágeno, la proteína que proporciona a la piel estructura, firmeza y elasticidad.

Esas observaciones estimularon los ensayos de PDRN para uso cosmético. Los resultados han sido mixtos. La aplicación tópica de polinucleótidos en la piel no es más efectiva que las cremas hidratantes estándar (y mucho más baratas), pero cuando se combina con microagujas, un procedimiento mínimamente invasivo que utiliza agujas extraordinariamente delgadas para hacer pequeños orificios en la piel, los polinucleótidos producen alguna leve y muchas veces casi imperceptible mejora inversamente proporcional a lo que cuesta.

Esta mejora se atribuye a dos factores. Las enzimas de la piel descomponen los PDRN en sus nucleótidos componentes, y luego en nucleósidos más simples que las células utilizan para construir el nuevo ADN necesario para la multiplicación celular. Sin embargo, uno de los nucleósidos, la adenosina, cumple otra función: estimula un receptor que activa una cascada de reacciones que conducen a la formación de nuevos vasos sanguíneos que aportan nutrición y oxígeno a la piel.

Por muy optimista que se sea, el resultado difícilmente puede describirse como espectacular, pero puede resultar satisfactorio, al menos para quien ha invertido una cantidad considerable en el tratamiento y no puede reconocer que le ha servido para poco… salvo para aligerarle el bolsillo. Cuando se realiza en una clínica, el "facial con esperma de salmón" parece estar libre de riesgos, ya que el extracto de esperma no contiene células vivas, se esteriliza y se elimina cualquier proteína potencialmente alergénica. Cabe destacar, sin embargo, que la microaguja por sí sola también puede mejorar el aspecto de la piel sin dejarse una pasta en el asalmonado intento.

Ahora, hablemos del "tratamiento facial de pene". Esta frase, que tanto llama la atención, fue utilizada por primera vez en broma por Sandra Bullock en el programa de Ellen DeGeneres. Aunque la descripción es absurda, existe una conexión con el pene, aunque el término más apropiado para el procedimiento sería "tratamiento facial con factor de crecimiento epidérmico (EGF)".

El EGF es una proteína que promueve el crecimiento celular y se encuentra en los fibroblastos, las células clave en el tejido conectivo, como la piel y los tendones, que actúan como "constructores" de la estructura corporal, porque secretan proteínas fundamentales como el colágeno y la elastina para dar soporte, firmeza y elasticidad a los tejidos. Al principio, los fibroblastos necesarios se aislaban del prepucio de bebés coreanos después de la circuncisión, y de ahí la conexión con el pene.

Estas células se clonaban y se establecían líneas celulares que podían cultivarse en un medio del que posteriormente se extraía el EGF. Como alternativa, el gen que codifica el EGF puede aislarse e insertarse en bacterias que luego producirán la proteína EGF. Este es el procedimiento que se emplea actualmente. En cualquier caso, el suero final utilizado para el facial no contiene células, es solo una solución proteica. La idea es que al inyectar el suero en la pielcon microagujas se impulse la renovación celular, aumente la producción de colágeno y mejore la textura y la firmeza de la piel.

Aunque los tratamientos faciales con esperma de salmón y pene pueden resultar atractivos por su novedad y los testimonios de famosos, la evidencia indica que sus efectos, en el mejor de los casos, son modestos y se quedan atrás de las inyecciones de ácido hialurónico y la terapia tópica con retinoides.

El ácido hialurónico rellena la piel y mejora los surcos de expresión, lo que acarrea como resultado una apariencia facial más suave. Los retinoides como el retinol y la tretinoína son aún más efectivos porque modifican la expresión genética y aumentan la síntesis de colágeno. El resultado con estos tratamientos puede describirse legítimamente como "con efectos antienvejecimiento clínicamente probados con el uso regular".

Por supuesto, el ácido hialurónico y los retinoides pueden combinarse con tratamientos faciales con polinucleótidos o EGF con la esperanza de que los efectos aditivos de unos con otros logren un brillo juvenil. Es posible. Aun así, la mejor manera de prevenir el envejecimiento de la piel no es sumando, sino restando. Lo que hay que restar es la exposición solar. Son los rayos ultravioleta solares los que causan el "fotoenvejecimiento".

Si necesita pruebas, compare la piel de su rostro con la de su trasero. No tendrás problemas para determinar cuál está menos arrugada, aunque es posible que tengas que obtener esta opinión visual de un prójimo de confianza.

sábado, 6 de diciembre de 2025

LA TORRE QUE NO DEBÍA CAER

 

Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo

En 1977, Nueva York vivía con la electricidad a flor de piel. Eran los años del apagón, del pánico económico, de los asesinos en serie y de los Mets perdiendo como si fuera un mandato bíblico. En medio de esa vorágine, y contra toda previsión razonable, se inauguró el edificio arquitectónicamente más improbable de Manhattan: el Citicorp Center, una torre de acero y cristal levantada sobre unos “zancos” metálicos que parecían las patas de un insecto futurista. Los neoyorquinos lo miraban con la misma mezcla de fascinación y desconfianza con que se mira a un equilibrista al que nadie había invitado.

La idea no había sido un capricho arquitectónico, sino una concesión eclesiástica. En la esquina de Lexington Avenue con la calle 53 se alzaba una pequeña iglesia luterana que se negó a desaparecer bajo el peso del progreso. Los promotores aceptaron el desafío y levantaron la torre sobre cuatro gigantescas columnas colocadas no en las esquinas, como dicta la cordura, sino en el centro de cada lateral. Aquello convertía el edificio en un cubo apoyado en cuatro zancos. Un experimento. Un truco de magia. Una invitación al desastre, dirían más tarde algunos.

El responsable del milagro era Bill LeMessurier, un ingeniero estructural con aspecto de profesor de física que ha visto demasiadas tormentas y demasiado pocos reconocimientos. En los planos, la torre parecía desafiar todo lo que la arquitectura moderna consideraba sensato. Pero LeMessurier confiaba en sus cálculos. Había ajustado cada detalle como quien afina un Stradivarius: diagonales, vigas, un sistema de amortiguación interna que hacía bailar al rascacielos con los vientos sin despeinarse. En aquellos años, cuando ser ingeniero en Nueva York equivalía a jugar al ajedrez con la naturaleza, la torre se convirtió en su pieza favorita.

Y entonces llegó la llamada.

Era una tarde anodina, de esas en que Manhattan parece contener la respiración. Una estudiante de doctorado en ingeniería estructural, que preparaba un trabajo académico sobre edificios poco convencionales, se atrevió a telefonear al mismísimo LeMessurier. Había detectado un problema. Nada grave, suponía ella. Quizá un matiz, una duda razonable, una de esas preguntas que los profesores responden con sonrisas condescendientes. Pero LeMessurier, por pura cortesía, escuchó. Y lo que escuchó fue una grieta en la realidad.

La estudiante sostenía que el edificio podía ser vulnerable a los vientos diagonales, esos que golpean desde los ángulos, no desde los puntos cardinales que suelen preocupar a los ingenieros. En circunstancias normales, las columnas de una torre se colocan en las esquinas para resistir justo ese tipo de embestidas. Pero el Citicorp Center, con sus columnas desplazadas hacia el centro, era cualquier cosa menos normal.

LeMessurier colgó el teléfono con una sensación incómoda que podría describirse como una sombra en la nuca. Volvió a sus cálculos, esos mismos cálculos que seis años antes habían sellado el destino de la torre. Revisó números, fórmulas, diagramas estructurales. Sudó un poco. Bebió más café del aconsejable. Y entonces lo vio. La maldita estudiante tenía razón.

No es frecuente que un hombre inteligente detecte el momento exacto en que su vida profesional podría derrumbarse como… bueno, como un rascacielos mal calculado. La primera reacción de LeMessurier fue la que todos tendríamos: negarlo. No puede ser. No soy yo. Es imposible. Pero las matemáticas, como los meteorólogos, no suelen tener sentido del humor. El ingeniero descubrió que el edificio resistía sin problemas el viento frontal, pero bajo ciertas condiciones de viento diagonal podría sufrir un fallo estructural catastrófico. Y catastrófico, en una ciudad como Nueva York, significa convertir varias manzanas en un poema apocalíptico de acero retorcido.

Para complicarlo todo, la ciudad se preparaba para la llegada de una tormenta veraniega de las que cambian de color el cielo, ponen nerviosos a los perros y erizan el pelo de los gatos. LeMessurier comprendió que no tenía tiempo. Y comprendió también que debía hacer lo impensable: admitir el error. En la ingeniería moderna, confesar un fallo es como declarar que uno ha fabricado un avión sin alas. Un gesto suicida. Sin embargo, la alternativa era peor. Mucho peor.

Convocó a los responsables del edificio en una reunión urgente donde, según algunos testigos, entró con la serenidad de un monje zen y la expresión de quien está a punto de admitir un pecado mortal. Explicó la situación con voz firme, como si hablara del proyecto de otro. Desgranó cada cálculo, cada escenario meteorológico, cada posibilidad. Dejó claro que la torre, en su estado actual, podría venirse abajo. Hubo silencio. Hubo incredulidad. Hubo, sobre todo, un consenso inmediato: había que actuar ya.

La siluesta bitriangular de la iglesia evangélica luterana de San Pedro se ve a la izquierda, debajo del rascacielos. La ubicación de la iglesia exigió la extrañadisposición de columnas en el centro de cada fachada, en lugar de en las esquinas.

Durante las semanas siguientes, mientras en la superficie de la ciudad la gente seguía con su vida —comprando bagels, cogiendo taxis, escuchando discos de Billy Joel—, bajo la piel del Citicorp Center se desarrollaba una operación clandestina que habría hecho palidecer a cualquier trama de espionaje. Equipos de soldadores entraban de noche, como comandos estructurales, y reforzaban las juntas del edificio con placas de acero. Nadie debía saberlo. No por conspiración, sino por evitar el pánico. Si los neoyorquinos supieran que un rascacielos recién inaugurado podía caer como un castillo de naipes, dormirían peor que durante los días oscuros del apagón.

Cada madrugada, los operarios trabajaban a contrarreloj mientras la ciudad, ajena a su propio destino, roncaba. LeMessurier vivía pendiente del parte meteorológico. Cada mención a una tormenta le encogía el estómago. El viento, ese enemigo invisible que tantas veces había intentado domar, se había convertido en su juez. Uno malo.

La obra secreta duró tres meses. Tres meses de nervios clandestinos, de cálculos revisados mil veces, de silencios tensos y de cafés fríos. Hasta que, por fin, el edificio quedó reforzado. El Citicorp Center, ese monstruo elegante con un techo inclinado que parecía diseñado por un arquitecto aficionado al origami, había sobrevivido a su propio nacimiento.

La historia no salió a la luz hasta décadas después, cuando ya nadie corría peligro y la torre se había convertido en uno de esos rascacielos que ves desde Queens y piensas: “Qué bien queda ahí”. Fue entonces cuando el mundo descubrió que uno de los edificios más emblemáticos de Nueva York estuvo, durante un tiempo, peligrosamente cerca de protagonizar un capítulo oscuro en la historia de la ciudad. Y que un ingeniero con más ética que orgullo había evitado una catástrofe con la ayuda involuntaria de una estudiante anónima que, probablemente, todavía no se lo cree.

Hoy, el Citicorp Center —rebautizado hace años, porque a los rascacielos neoyorquinos les cambian el nombre como a los estadios— parece un gigante tranquilo. Sus columnas laterales siguen ahí, haciendo equilibrios como un bailarín que desafía a la gravedad. Y cada vez que el viento sopla fuerte en Manhattan, uno podría imaginar a Bill LeMessurier asintiendo en algún rincón del firmamento, satisfecho de haber domado a la bestia.

El mito de los veinticuatro dólares nos enseñó que Nueva York nació de un malentendido. El mito del Citicorp Center nos recuerda que la ciudad sigue en pie gracias a personas que, en momentos de duda extrema, deciden hacer lo correcto. A veces, por puro pánico; otras, por responsabilidad; a menudo, por ambas cosas. Y quizá esa combinación —miedo y decencia— sea lo más parecido a un cimiento sólido en una ciudad que vive suspendida sobre su propio vértigo.