La naturaleza, decía Darwin en una carta de 1860 dirigida a Asa Gray, nunca deja de sorprender cuando se obstina en repetir variaciones. (Lo hacía a propósito del ojo, que tanto le incomodaba explicar en El origen de las especies). Si le resultaba difícil imaginar la construcción gradual de un órgano tan complejo, ¿qué pensaría al ver cómo ciertos animales lo pierden con entusiasmo? Quizás porque como escribió Borges en Siete noches: «Un escritor […] debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin…»
Ese es el caso del tetra mexicano (Astyanax mexicanus), un pez que ofrece lo que cabría llamar un “experimento natural repetido”. En los ríos y lagos de México y Texas nada como un pez cualquiera. Pero en cuevas sin luz, sus descendientes han perdido los ojos, no una, sino varias veces, siguiendo rutas genéticas diferentes. La paradoja no podría ser más atractiva: el órgano que solemos considerar pináculo de la evolución, extinguido porque resultaba demasiado caro.
Un ojo que nace para morir
Durante mucho tiempo, los naturalistas del XIX —entre ellos Alpheus Packard, explorador de cavernas y discípulo del gran Louis Agassiz— pensaron que los animales cavernícolas eran testimonio de la “ley de uso y desuso” de Lamarck: los ojos, al no usarse, se atrofiaban. Hoy preferimos otra explicación, más darwiniana: los ojos son muy costosos en términos de recursos y energía y en la oscuridad son un lujo. La selección natural favoreció a quienes no gastaban recursos en lo inútil.
El detalle biológico raya en lo teatral: los embriones de peces cavernícolas comienzan a formar ojos, como sus primos de superficie, pero en cuestión de horas las células del cristalino se suicidan y el órgano entero colapsa. Es un ojo prometido que nunca llega a cumplir.
Un célebre experimento del año 2000 lo demostró con contundencia. Al trasplantar un cristalino de un embrión de pez de superficie a uno de caverna, los científicos lograron rescatar un ojo completo, como si hubieran encendido una luz en medio de la penumbra. Al revés, un cristalino de caverna bastaba para condenar al ojo de superficie. El destino, parecía decirnos la biología, se escribe en miniatura.
Ganar perdiendo
Pero los tetras no son un relato de decadencia. El sacrificio ocular liberó espacio y energía para otros sentidos: más papilas gustativas, más células sensoriales en la piel, un cerebro reorganizado para procesar señales de presión y de química del agua. Aquí la evolución nos recuerda una de sus constantes: nada se pierde del todo, se transforma.
El metabolismo del hambre
La vida en cuevas es un laboratorio de escasez. Los peces sobreviven con excrementos de murciélago y restos orgánicos que se cuelan en época de lluvias. Han desarrollado un metabolismo voraz: almacenan grasa en exceso, muestran mutaciones que en nosotros se traducen en obesidad y diabetes, y sin embargo evitan las consecuencias fatales de esas mismas mutaciones.
Los peces presentan al menos dos mutaciones asociadas con la diabetes y la obesidad en humanos. Sin embargo, en los peces cavernícolas, estas mutaciones podrían ser la base de algunos rasgos muy útiles para un pez que a veces tiene mucha comida, pero a menudo no. Al comparar peces cavernícolas con peces de superficie mantenidos en el laboratorio en las mismas condiciones, los peces cavernícolas alimentados con cantidades regulares de alimento estándar para peces "engordan” y presentan niveles altos de azúcar en sangre, pero, sorprendentemente, no desarrollan signos evidentes de enfermedad diabética.
Las grasas pueden ser tóxicas para los tejidos, por lo que se almacenan en las células grasas. Pero cuando estas células crecen demasiado, pueden reventar, razón por la cual observamos con frecuencia inflamación crónica en humanos y otros animales que han almacenado mucha grasa en sus tejidos. Sin embargo, un estudio de 2020 reveló que incluso los peces cavernícolas bien alimentados presentaban menos signos de inflamación en sus tejidos grasos que los peces de superficie.
Incluso en las escasas condiciones de sus cuevas, los peces de cueva
salvajes a veces pueden engordar mucho. Esto se debe probablemente a que,
cuando la comida acaba en la cueva, los peces la consumen al máximo, ya que
puede que no haya nada más durante mucho tiempo. Irónicamente, su grasa suele
ser de un amarillo brillante debido a los altos niveles de carotenoides, la
sustancia de las zanahorias que tu abuela solía decir que era buena para la
vista.
Lo primero que nos viene a la mente, por supuesto, es que acumulaban estos carotenoides
porque no tenían ojos. En esta especie, estas ideas pueden comprobarse: los
científicos pueden comparar peces de superficie (con ojos) con peces
cavernícolas (sin ojos) y observar cómo son sus crías. Una vez hecho esto, los
investigadores no ven ninguna relación entre la presencia o el tamaño de los
ojos y la acumulación de carotenoides. Algunos peces cavernícolas sin ojos
tenían grasa prácticamente blanca, lo que indica niveles más bajos de
carotenoides.
En cambio, cabe pensar que estos carotenoides pueden ser otra adaptación para
suprimir la inflamación, lo que podría ser importante en la naturaleza, ya que
los peces de las cavernas probablemente comen en exceso cuando disponen de
comida.
Otros estudios publicados en 2020 y 2022, han descubierto otras adaptaciones que parecen ayudar a controlar la inflamación. Las células de los peces cavernícolas producen niveles más bajos de ciertas moléculas llamadas citocinas que promueven la inflamación, así como niveles más bajos de especies reactivas de oxígeno (especies reactivas de oxígeno), subproductos del metabolismo que dañan los tejidos y que suelen estar elevados en personas con obesidad o diabetes.
Los tetras
mexicanos que viven en aguas superficiales (izquierda) se ven radicalmente
diferentes a las poblaciones que fueron arrastradas a cuevas hace generaciones
(derecha). Estas diferencias no se limitan al exterior. Foto de Daniel Castranova.
Un recurso para la ciencia
Astyanax es valioso porque mantiene ambas formas: la de superficie y la cavernícola. Esa dualidad lo convierte en un modelo de comparación directa, casi un fósil viviente en dos versiones. La mayoría de las especies cavernícolas no ofrece esa ventaja. De ahí que preservar a los tetras ciegos en su hábitat sea más que un gesto conservacionista: es proteger un laboratorio natural de la evolución.
En El origen, Darwin confesaba que imaginar el ojo como producto de selección natural lo hacía «titubear en confesar su creencia». El tetra mexicano parece contestarle desde el eco de las cavernas: la vista no es un triunfo inmutable, sino una estrategia local. Donde sobra, se pierde. Y en perderla, surgen otras posibilidades.
Esa es la lección: la historia natural no sigue un guion ascendente hacia la perfección, sino que improvisa, retrocede, borra y reescribe. El ojo, tan alabado, se revela prescindible. Y en su desaparición, estos peces encuentran la forma de vivir.