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miércoles, 22 de octubre de 2025

LOS MINEROS QUE SUBIERON AL MCKINLEY PALO EN RISTRE

 

Monte McKinley, el pico más alto de Norteamérica, es la montaña más alta del mundo desde la base hasta la cima (5.500 m), el tercer pico más prominente y el tercero más aislado de la Tierra, después del Monte Everest y el Aconcagua. El pueblo koyukon , que habita la zona que rodea la montaña, la ha llamado "Denali" durante siglos. En 1896, un buscador de oro la bautizó como "Monte McKinley" en apoyo al entonces candidato presidencial William McKinley, quien posteriormente se convirtió en el vigésimo quinto presidente.

El nombre de McKinley fue el nombre oficial reconocido por el gobierno federal de Estados Unidos desde 1917 hasta 2015. En agosto de 2015, el Departamento del Interior bajo la administración de Obama restituyó el nombre federal oficial de la montaña a Denali. En enero de 2025, el Departamento del Interior, bajo la administración de Trump, revirtió el nombre federal oficial de la montaña a Monte McKinley.

En el bar de Talkeetna, Alaska, entre un alce disecado con mirada ausente y una colección de matrículas oxidadas, hay unas fotografías que parecen la prueba de un milagro o de una borrachera particularmente ambiciosa. Muestran a cuatro hombres vestidos con gruesas chaquetas de lana y sombreros de ala caída arrastrando un poste por un glaciar. En una de las imágenes sonríen: o están a punto de conquistar la montaña más alta de Norteamérica, o de morir en el intento.

El camarero, un tipo de barba de oso y sonrisa de leñador, me explicó que aquellos hombres eran mineros. “Los Sourdoughs”, dijo, como si el nombre bastara para resumirlo todo. «Fueron los primeros en subir al McKinley, allá por 1910. Cargaron ese mástil hasta la cima». Detrás de la barra colgaban recortes de prensa amarillentos, con titulares heroicos: Miners Conquer Mount McKinley!, Flag Raised Above Alaska!

En ese instante tuve claro que había encontrado el tipo de historia que me fascina: una mezcla de épica, imprudencia y cerveza, mucha cerveza.

Un grupo de hombres frente al Hotel Sourdough en Dexter, Alaska, a principios del siglo XX. Otto Daniel Goetze/Dominio público

La historia oficial dice que la primera ascensión completa al McKinley (su pico sur, el más alto, mide 6 190 m) la lograron en 1913 Hudson Stuck, un arcediano anglicano; Harry Karstens, un guía curtido; el joven Walter Harper y Robert Tatum, que además de alpinista era seminarista. Subieron con cuerdas, crampones y disciplina británica, lo que suena mucho menos divertido que cuatro mineros con un palo.

Esta foto muestra a los miembros de la expedición de 1913 (excepto Hudson Stuck, que debió tomar la imagen). Los cinco hombres están de pie frente a una tienda de campaña, con árboles al fondo. A la izquierda se ven unas raquetas de nieve. Karstens (centro) empuña un rifle. La foto es una copia tomada del libro de Hudson Stuck de 1914, The Ascent of Denali (Mount McKinley).

Los Sourdoughs —Tom Lloyd, Pete Anderson, Billy Taylor y Charlie McGonagall— eran buscadores de oro en la zona de Fairbanks. En el invierno de 1909, según cuenta la leyenda, estaban en un bar cuando alguien comentó que nadie había logrado coronar el Denali. Lloyd, quizá después de trasegar el tercer güisqui y varias jarras de cerveza, apostó que él y sus compañeros lo harían. Nadie le tomó en serio, así que tuvieron que hacerlo.

Los miembros de la Expedición Sourdoughs de 1909-1910 fueron (de izquierda a derecha): Charley McGonagall, Pete Anderson, Tom Lloyd (sentado) y Billy Taylor. Colección Francis P. Farquhar, UAF.


Su equipo era digno de un manual de supervivencia escrito por un optimista: raquetas de nieve, mochilas de lona, algo de tocino, una cafetera y un tronco de abeto de más de cuatro metros que pensaban plantar en la cumbre “para que se viera desde Fairbanks”. El peso del mástil era tal que el propio Tom Lloyd prefirió quedarse en el campamento base “para coordinar la operación”, lo que en lenguaje minero probablemente significa “para vigilar la botella”.

Los tres restantes emprendieron la marcha en pleno invierno. No llevaban crampones ni cuerdas y su ropa era la misma que usaban para picar mineral. En los tramos más escarpados arrastraban el poste como si fuera un compañero caído. Tras semanas de penurias, aseguraron haber alcanzado la cumbre norte del Denali (—no la más alta, pero muy respetable— y haber erigido allí su mástil.

Cuando regresaron, medio congelados y con barba de profeta, la gente de Fairbanks los recibió como héroes, aunque muchos pensaban que su relato era una fanfarronada de taberna. No existían fotografías de la cima ni testigos, y durante un siglo la hazaña quedó en el limbo entre la gloria y el cuento.

Fotografía a 4 400 m en el glaciar Harper. Las sombras de la cabeza de un escalador y de un bastón en la esquina derecha indican que eran aproximadamente las 16 horas. la foto está mal etiquetada en 1911. Foto: Intsituto Geofísico de Alaska.

Hasta hace poco. En 2022, unos investigadores de la Universidad de Alaska encontraron un puñado de fotografías inéditas de la expedición. En ellas se ve a los mineros posando frente a un paisaje de hielo infinito, y sí, con su inseparable poste. Los estudios topográficos sugieren que pudieron llegar a la cumbre norte, lo que, en justicia, los convierte en los primeros hombres en subir “una parte significativa” del McKinley. No es poca cosa para cuatro tipos sin crampones ni patrocinadores.

Los geólogos actuales, con esa precisión que mata el romance, señalan que el mástil jamás habría sido visible desde Fairbanks. Pero a mí me gusta imaginar que, durante unos días de 1910, entre el hielo y el cielo, hubo un trozo de abeto al que el viento se aferraba como a un improbable estandarte.

Quizá la verdad no importe tanto. En Alaska, las historias suelen ser más grandes que los hechos: osos de cinco metros, mineros que suben montañas imposibles, hombres que desaparecen en la nieve para volverse leyenda. El McKinley sigue allí, majestuoso e indiferente, pero en un bar de Fairbanks todavía se brindan cervezas por aquellos cuatro locos que decidieron enfrentarse al techo del continente con un tronco y una apuesta.

Y uno no puede evitar pensar que, si los Sourdoughs vivieran hoy, serían influencers de montaña con patrocinio de ropa térmica y un dron para las fotos. Pero prefiero la versión antigua: la del bar, el güisqui y el poste de abeto que subió hasta el cielo.

martes, 21 de octubre de 2025

LA FLOR QUE PREDICABA SIN HABLAR

 

Passiflora vitifolia. Foto

Cuando los primeros misioneros europeos llegaron a América, descubrieron que el Nuevo Mundo tenía más colores de los que cabían en sus Biblias. Había árboles que lloraban goma, pájaros que parecían incendios y frutas que estallaban de perfume. Pero lo que más los desconcertó fue una flor. Una flor tan rara, tan meticulosa y simétrica, que debía de tener un propósito divino.

La encontraron en las selvas del actual Perú o quizás del Brasil —las crónicas discrepan— y la llamaron flos passionis Domini nostri Jesu Christi: la flor de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy la conocemos simplemente como flor de la pasión o, por su nombre científico, Passiflora.

El nombre, hay que decirlo, no tiene nada que ver con la pasión amorosa. Habla de otra pasión, más sangrienta y teológica: la Pasión de Cristo, con sus clavos, su corona de espinas y sus apóstoles confundidos.

Los misioneros, especialmente los jesuitas, estaban convencidos de que Dios había escondido un mensaje en aquella planta. Si los indígenas no entendían las palabras del Evangelio, tal vez entenderían las flores. Así que comenzaron a interpretarla con la minuciosidad de un entomólogo y la imaginación de un predicador.

El resultado fue una especie de manual botánico de la crucifixión. Cada parte de la flor representaba un elemento del drama sagrado:

Los cinco pétalos y cinco sépalos eran los diez apóstoles fieles (se excluían a Judas, el traidor, y a Pedro, que negó a Cristo).

Los cinco estambres simbolizaban las cinco llagas.

Los tres estilos con sus estigmas eran los tres clavos.

La corona de filamentos que rodea el centro se interpretó como la corona de espinas.

Los zarcillos, que la planta usa para trepar, recordaban los látigos de los soldados romanos.

Y las hojas lobuladas, afiladas, evocaban la lanza del centurión.

Era, decían, una flor que predicaba sin hablar. El relato encajaba de maravilla con el espíritu misionero de la época. El siglo XVI había convertido la botánica en una rama auxiliar de la teología: cada planta, cada raíz o pétalo podía ser una prueba del diseño divino. Que la flor más compleja del continente americano pareciera representar la Pasión de Cristo se consideró una señal del cielo.

Los pueblos indígenas, sin embargo, ya conocían la planta desde mucho antes de que llegaran los europeos. La usaban por razones más prácticas: sus frutos, los del maracuyá o granadilla, eran dulces y nutritivos; las hojas y raíces, sedantes y medicinales. En su mundo, la Passiflora no tenía nada de místico. Era una planta útil, no una metáfora del sufrimiento redentor.

Pero los europeos tenían un talento natural para la simbología retroactiva. Si algo en el Nuevo Mundo parecía hermoso o incomprensible, se le asignaba de inmediato un valor moral. La flor, por tanto, fue declarada prueba de la Providencia: Dios había plantado aquel emblema en América siglos antes para preparar el terreno a la fe cristiana.

Durante un tiempo, los misioneros la usaron como herramienta pedagógica. Mostraban la flor a los indígenas y explicaban, pétalo a pétalo, la historia de la crucifixión. La flor, decían, era un catecismo natural.

El nombre científico Passiflora lo fijó en el siglo XVII un grupo de naturalistas italianos, entre ellos Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei, y más tarde, en 1753, Linneo, que conservó el término en una clasificación que creó y que ha sido universalmente aceptada. Ninguno de ellos parecía dudar de la lectura simbólica. Europa, en el fondo, adoraba esas coincidencias entre botánica y religión: era una forma elegante de reconciliar el Jardín del Edén con el Herbario.

La ironía es que el mensaje que los misioneros vieron en la flor decía mucho más sobre ellos que sobre la planta. La Passiflora no representaba el sufrimiento, sino la exuberancia. Era una explosión de simetría y color en una naturaleza que se negaba a ser domesticada. Pero los europeos, que no sabían muy bien cómo interpretar aquella abundancia, la tradujeron en clave de culpa y redención. La flor se convirtió así en un espejo de dos mundos: para los americanos nativos era alimento y medicina; para los europeos, alegoría y sermón.

Aun así, el nombre sobrevivió, y con él la historia. La flor de la pasión sigue llamándose así en todos los idiomas del cristianismo. Pero con el paso del tiempo el sentido teológico se diluyó, y la palabra “pasión” recuperó su acepción más humana. En los jardines modernos, la Passiflora ya no recuerda a los clavos de Cristo, sino al calor de los trópicos. La flor que nació como símbolo de la crucifixión terminó convertida, por pura ironía, en emblema de la sensualidad.

Si uno la observa de cerca, entiende por qué. Sus filamentos son una geometría hipnótica de púrpuras y blancos, su estructura parece diseñada por un relojero místico, y su fruto, el maracuyá, tiene un aroma que no parece pertenecer a este planeta. Es como si la flor se hubiera burlado de siglos de interpretaciones piadosas y hubiera decidido seguir floreciendo por su cuenta, sin pedir permiso a nadie. 

Y sin embargo, algo de aquel viejo impulso misionero persiste. Cada vez que alguien pregunta por qué se llama “flor de la pasión”, repite —sin saberlo— una historia de evangelización, exotismo y asombro. Una historia en la que los europeos creyeron ver a Cristo en una flor americana, y los americanos vieron, simplemente, una flor.

lunes, 20 de octubre de 2025

EL CENTAURO Y EL PERFUMADO

 

Los generales Obregón (primero por la izquierda), Villa y Pershing se reúnen en El Paso, Texas. Inmediatamente detrás de Pershing, a su izquierda, se encuentra su ayudante, el entonces teniente George S. Patton.

En la primavera de 1915 México olía a tierra reseca, pólvora y cansancio. La Revolución llevaba ya cinco años mordiéndose la cola: los antiguos aliados se habían convertido en enemigos, los caudillos en presidentes, los presidentes en fugitivos. Era un país agotado y todavía furioso, lleno de trenes blindados, caballos famélicos y discursos sobre justicia social.

En medio de ese torbellino, dos hombres se dirigían a un encuentro que parecía inevitable: Pancho Villa, el Centauro del Norte, y Álvaro Obregón, el general de Sonora. Uno venía de las montañas y de la pobreza; el otro, de los valles cálidos y de la contabilidad. Se odiaban cordialmente. Y entre ambos, en el llano de Celaya, el destino preparaba su trampa.

Villa llegaba con su División del Norte, el ejército más formidable que había producido la Revolución. Sus hombres eran campesinos, arrieros, ex bandidos, mineros, antiguos soldados federales; una masa indisciplinada pero invencible, o eso creían todos. Villa no era un estratega, pero tenía el genio del movimiento. Entendía el campo de batalla como un caballo entiende el terreno.

En cambio, Obregón era metódico, paciente, un lector de manuales militares y de estadísticas. No creía en la inspiración, sino en la organización. Donde Villa veía la guerra como una tormenta, Obregón la veía como una ecuación.

Antes de Celaya, Villa había barrido todo a su paso. Había derrotado a Huerta, humillado a Carranza y ocupado la capital. Lo aclamaban en todas partes. Su nombre se cantaba en los corridos, su retrato se vendía en las plazas. Creía, hasta ese momento con razón, que era invencible. Y cuando escuchó que Carranza había enviado a Obregón contra él, soltó una carcajada:

—A ese perfumado, voy a enseñarle cómo pelean los hombres.

La palabra le salía con desprecio. Para Villa, Obregón representaba todo lo que él detestaba: la prudencia, el cálculo, la limpieza. Villa era sudor y polvo; Obregón, agua de colonia. Mientras uno recorría el campamento a caballo, gritando órdenes a voz en cuello, el otro pasaba las noches revisando croquis, estudiando informes, calculando distancias.

La primera batalla de Celaya comenzó el 6 de abril. El sol caía sobre la llanura sin piedad. Obregón había levantado un sistema de trincheras, protegido con alambradas y nidos de ametralladoras Maxim, traídas con dificultad desde Veracruz. Villa, confiado, ordenó el ataque frontal.

—¡A ellos, muchachos! ¡No hay quien nos detenga!

Pancho Villa. Foto.

Las columnas de caballería se lanzaron al galope. El suelo tembló bajo los cascos. Pero el estruendo de las ametralladoras detuvo el impulso. Los caballos se alzaban en el aire y caían atravesados por el plomo. Los jinetes se estrellaban contra el alambre y quedaban atrapados, convertidos en siluetas que se retorcían un instante antes de quedar inmóviles.

Los hombres que sobrevivieron contaron que el campo se volvió un hervidero de polvo, humo y gritos. El aire estaba tan cargado que apenas se veía el horizonte.

Obregón, mientras tanto, observaba desde su puesto de mando. Anotaba, corregía, mandaba mensajes por telégrafo. No levantaba la voz. Daba órdenes precisas, con una calma que irritaba a sus oficiales. Había aprendido en los periódicos europeos cómo peleaban los ejércitos modernos: trincheras, ametralladoras, fuego cruzado. «La valentía ya no basta», solía decir.

Villa no entendía eso. Volvió a atacar al día siguiente, y al otro. Cada carga era más desesperada que la anterior. Sus hombres gritaban “¡Viva Villa!” y caían antes de llegar a las líneas enemigas. Cuando por fin se retiró, el campo era un tapiz de cadáveres humanos y animales. Las moscas llegaron antes que los sepultureros. La primera batalla terminó en desastre.

Pero Villa no sabía rendirse. Una semana más tarde, el 13 de abril, regresó con todo lo que le quedaba. La segunda batalla de Celaya fue más larga y sangrienta. Obregón repitió su táctica. Esperó, midió, resistió. Cuando los villistas agotaron las municiones, envió la artillería. Los cañones convirtieron la llanura en un lodazal de fuego.

A los tres días, la División del Norte dejó de existir como fuerza organizada. Los sobrevivientes huyeron descalzos, dejando atrás armas, caballos y esperanzas. Obregón había ganado la guerra moderna. Su victoria fue metódica, impersonal, casi burocrática. En sus partes de guerra escribió con la sequedad de un actuario: «El enemigo ha sido completamente derrotado».

Carranza lo felicitó con un telegrama que comenzaba con la palabra “eficiencia”. Ninguno de los dos mencionó el olor. Pero Celaya olía a hierro, a sangre seca y a muerte reciente.

Villa, en su retirada, se negó a aceptar la derrota. Dijo que lo habían vencido las ametralladoras, no el perfumado. Pero en el fondo lo sabía. En Celaya había perdido algo más que una batalla: había perdido el siglo. Sus métodos, sus cargas gloriosas y su fe en el coraje pertenecían a un tiempo que se había terminado. En adelante, la Revolución tendría generales con relojes de bolsillo y oficinas con archivadores.

Obregón, el “perfumado”, emergió de Celaya convertido en figura nacional. Cinco años después sería presidente. Gobernó con pragmatismo y sin romanticismo. Su perfume, si es que lo usaba, era el del poder recién consolidado.

Villa, en cambio, se volvió leyenda. Se retiró al norte, a su hacienda en Canutillo, donde criaba caballos y recordaba viejas batallas. A veces recibía periodistas extranjeros, que le pedían que contara su versión. Les decía:

—Obregón me ganó porque pelea con el cerebro, y yo con los cojones.

Después sonreía, levantaba la copa y brindaba por los muertos de Celaya.

Aquel contraste —el del cerebro contra el coraje— se quedó grabado en la memoria de México. Obregón representaba el futuro racional, industrial, previsible. Villa, la pasión antigua, el México que aún creía en los héroes y en la palabra empeñada. Entre ambos se dibujó la frontera invisible que divide la leyenda de la administración.

Hoy, más de un siglo después, el campo de Celaya parece inofensivo. Los tractores arán la tierra donde cayeron los caballos. A veces, un campesino encuentra una bala oxidada o una herradura. El aire sigue siendo seco y, al atardecer, el viento levanta remolinos de polvo que parecen fantasmas.

Si uno se detiene un momento y escucha, puede oír todavía el eco de un galope, una ráfaga de ametralladora, una voz que grita “¡Adelante!”.

En las cantinas del norte aún se canta: «Obregón me ganó con mañas, / pero Villa ganó el corazón». Y tal vez sea verdad. Los hombres como Villa pierden las batallas, pero ganan las historias. Los hombres como Obregón ganan los gobiernos.

Y eso —visto desde lejos, o desde el polvo inmortal de Celaya— no siempre es el mejor perfume.

domingo, 19 de octubre de 2025

LOS CERDOS QUE SE QUEDARON A VIVIR CON NOSOTROS


A veces los grandes cambios de la historia ocurren sin ruido, sin espadas ni epopeyas. Hace unos ocho mil años, en algún lugar del sur de China, un jabalí decidió no marcharse. O quizá fue un grupo de humanos quienes decidieron no dejarlo escapar. De ese pacto silencioso nacería una de las asociaciones más duraderas entre dos especies: la del hombre y el cerdo.

Un estudio publicado en PNAS por Jia Jing Wang y su equipo en 2025 ha aportado nuevas pruebas de aquel encuentro inicial. El grupo analizó lo que quedaba atrapado en el cálculo dental —el sarro, para entendernos— de dos cerdos hallados en yacimientos neolíticos del bajo Yangtsé, fechados entre 8 300 y 7 000 años antes del presente. No parecen los protagonistas de una revolución, pero lo fueron.

En esos diminutos depósitos de sarro, los investigadores encontraron microfósiles de almidones, fragmentos vegetales y, curiosamente, huevos de tricocéfalo, un parásito intestinal que solo aparece cuando hay seres humanos cerca. En otras palabras: aquellos cerdos habían estado comiendo los restos de la comida y los desechos humanos. En su dieta había bellotas, arroz, ñame y hierbas silvestres, cocidas o procesadas de alguna manera. No eran los menús de un animal salvaje, sino los de un conviviente: un animal que merodeaba entre los hogares humanos, compartiendo su entorno y, a veces, sus residuos.


El sarro es un archivo involuntario del pasado. Lo que para un dentista moderno es una pesadilla, para un arqueólogo es un milagro: una cápsula de tiempo microscópica que conserva, a veces durante milenios, los restos de la dieta y del ambiente. Gracias a esa placa endurecida sobre los dientes de dos cerdos, hoy podemos reconstruir un capítulo fundamental de la historia agrícola del planeta.

Los análisis no solo confirmaron la convivencia entre humanos y cerdos, sino que mostraron que la domesticación comenzó en paralelo con el cultivo del arroz y la adopción de la vida sedentaria. En otras palabras, los cerdos se asentaron cuando lo hicimos los humanos.

La historia es tan simple como lógica: en torno a las aldeas neolíticas del bajo Yangtsé, los humanos empezaron a generar desechos orgánicos —granos caídos, restos de comida, heces— y los jabalíes locales descubrieron que merodear por los márgenes del poblado era más fácil que rebuscar en el bosque. La comida estaba servida. Con el tiempo, los menos ariscos se quedaron, y sus crías nacieron más mansas. Así empezó todo.

El cerdo, de todos los animales domesticados, es quizá el más adaptado al entorno humano. Come lo que comemos, se reproduce con rapidez y soporta bien la cercanía del hombre. Su domesticación no exigió una estrategia elaborada, sino una simple convivencia. Donde hubo grano, hubo cerdos.

El hallazgo chino sitúa el origen de esta relación en el bajo Yangtsé, hace unos ocho milenios, mucho antes de que los cerdos llegaran al Mediterráneo o a Mesopotamia. Desde allí se extendieron hacia el oeste, acompañando la expansión de la agricultura y los primeros asentamientos. A diferencia de otras especies domesticadas, como la oveja o la vaca, el cerdo no ofrecía lana ni leche: ofrecía carne y compañía, en un orden que a menudo se mezclaba.

Los restos analizados muestran diferencias morfológicas: algunos dientes pertenecían a animales más pequeños y de hocico corto, signos de domesticación; otros, a jabalíes salvajes. Durante siglos, convivieron ambos tipos, cruzándose una y otra vez. La frontera entre lo doméstico y lo salvaje era porosa, como lo sigue siendo hoy entre los pueblos y los bosques.

Lo que revela este estudio —más allá del cuándo y el dónde— es algo más profundo: el cerdo fue el primer reciclador de la historia humana. Su dieta estaba compuesta por lo que los humanos desechaban. Si la revolución agrícola se basó en aprender a aprovechar los excedentes del campo, el cerdo añadió una lección complementaria: aprovechar los residuos.

Es probable que los primeros cerdos domesticados vivieran en la periferia de los poblados, hozando en los vertederos primitivos, devorando restos de arroz fermentado y quizá ayudando, sin saberlo, a mantener el lugar más limpio. A cambio, los humanos se quedaban con un animal de carne abundante y comportamiento manejable. Una simbiosis en toda regla.

Desde aquel inicio en el Yangtsé, los cerdos acompañaron al ser humano en casi todas sus migraciones. Cruzaron continentes, mares y épocas. Aparecen en tablillas mesopotámicas, en banquetes romanos, en prohibiciones religiosas y en los menús de todos los días. Han sido símbolos de prosperidad y de gula, protagonistas de fábulas y metáforas, víctimas y cómplices de nuestra forma de comer.

Su domesticación cambió también los paisajes: los bosques se abrieron para plantar cultivos, los suelos se transformaron con la acción combinada de humanos y cerdos, y la ecología local nunca volvió a ser la misma. Cada manada domesticada era, en cierto modo, una revolución ecológica ambulante.

Si uno lo piensa bien, el cerdo es el espejo más sincero del ser humano. Come lo mismo, disfruta de la comodidad, se adapta, improvisa, y tiene una inteligencia práctica que a veces nos incomoda. El vínculo entre ambos ha sido tan estrecho que, en la genética moderna, el cerdo se utiliza como modelo para estudiar enfermedades humanas. Su fisiología es tan parecida a la nuestra que algunos órganos de cerdo se usan hoy en trasplantes experimentales.

Quizá sea un destino poético: aquel jabalí que hace ocho mil años se acercó a un poblado en busca de sobras terminó formando parte, literalmente, de nosotros. Vista así, la domesticación del cerdo no fue una conquista, sino una negociación. Ellos encontraron en nosotros una fuente inagotable de alimento; nosotros, en ellos, una fuente de proteína, grasa y sentido práctico. La línea entre la compañía y la utilidad fue difusa desde el principio.

El estudio de Wang y su equipo, basado en algo tan humilde como dos dientes fosilizados, ilumina ese momento decisivo en que los humanos dejaron de seguir a los animales y los animales empezaron a seguirnos. No hubo héroes ni inventores: solo el azar, la curiosidad y un cierto olfato para la oportunidad.

En los fragmentos de almidón encontrados en aquellos dientes hay una imagen poderosa: la de un cerdo neolítico masticando los restos de una comida cocida, quizá arroz, quizá ñame, mientras a pocos metros una familia humana hace lo mismo alrededor de un fuego. Los dos comparten el mismo paisaje y, de algún modo, el mismo destino. 

Ocho mil años después, seguimos compartiéndolo. Cada loncha de jamón, cada trozo de panceta, cada fiambre de supermercado es una versión moderna de aquel antiguo pacto. El cerdo se quedó a vivir con nosotros, y parece que no tiene prisa por irse.

DE LA PLACA PETRI AL PLATO DE ENSALADA

 Lo que no te cuentan sobre los “fármacos” naturales.


Acabo de presentar un libro titulado Una botica en el jardín, escrito junto a varios compañeros del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Además de la satisfacción de verlo impreso y oler su tinta nueva —ese olor que mezcla ciencia y papel recién nacido—, me ha permitido reflexionar sobre un asunto que me acompaña desde hace años: las plantas medicinales.

Tras tanto estudio, conferencias y laboratorios, he llegado a una conclusión que me gustaría compartir con el lector antes de que se me pase la inspiración: la naturaleza no es una farmacia en oferta. Me explico.

Que una molécula vegetal “mate células cancerosas” en una placa Petri de laboratorio no significa que cure el cáncer en una persona. La mayor parte de las moléculas prometedoras acaban en la papelera de la historia farmacéutica. Sin embargo, seguimos creyendo que el mundo natural esconde el remedio universal, como si el Jardín del Edén hubiera sido también una botica.

Hace poco me encontré en Facebook con un vídeo titulado El aguacate: el milagro verde. Un narrador entusiasta explicaba que las hojas del aguacate regulan el azúcar, sus semillas destruyen células cancerosas y sus compuestos amargos combaten infecciones. Todo dicho con la seguridad de quien acaba de descubrir la penicilina, pero con banda sonora tropical.

La idea de que la naturaleza nos ofrece todos los remedios resulta tentadora. En los discursos de la medicina alternativa, los productos naturales son siempre buenos, puros, armónicos, mientras que los compuestos artificiales son dudosos, cuando no directamente tóxicos. Quienes lo afirman suelen olvidar el curare, la cicuta o el estarmonio. También eran naturales, y no se recomienda tomarlos en infusión.

Tenga en cuenta que las plantas no fabrican sustancias pensando en nosotros. Sus moléculas sirven para defenderse de insectos, hongos o herbívoros, no para cuidar nuestro colesterol. Algunas pueden ser útiles, pero otras son tóxicas. La frontera entre ambas cosas suele ser una cuestión de dosis y de suerte. Y, sobre todo, una cuestión de contexto. Que un compuesto vegetal muestre propiedades anticancerígenas en una placa Petri no significa que haga lo mismo dentro de un organismo. Somos algo más complicados que un disco de plástico lleno de células.

Pongámoslo así: un compuesto que “funciona” en el laboratorio es como un niño que aprende a montar en triciclo en el pasillo de casa. Conducir un camión por la autopista —es decir, hacerlo funcionar dentro de un cuerpo humano— es otra historia. Para llegar a ser un fármaco, esa molécula debe recorrer un camino largo y empinado: primero hay que identificarla entre cientos de sustancias de una planta, aislarla, purificarla, comprobar su dosis, probarla en animales y, finalmente, ensayarla en humanos.

Y aquí viene el golpe de realidad: nueve de cada diez compuestos que funcionan en ratones fracasan en humanos. Lo publicó Nature Biotechnology. Nueve de cada diez. Solo uno de cada diez llega a las farmacias. Lo cual demuestra, entre otras cosas, que no somos ratas gigantes.

Buscar medicamentos en la naturaleza no es nuevo. La morfina se aisló de la adormidera a principios del siglo XIX. De la quina obtuvimos la quinina. Del tejo, el taxol. De la cafeína... bueno, el insomnio.Pero los frutos más evidentes ya se recogieron hace tiempo. Lo que queda por descubrir es más raro, más caro o difícil de aislar. Y, además, hoy ya no hace falta talar un bosque cada vez que se necesita una molécula nueva. Podemos sintetizarla en el laboratorio, incluso mejorarla.

Ahí está la aspirina: su ancestro natural es la salicina, presente en la corteza del sauce. Alguien de Bayer pensó que podía modificarla para que dejara de irritar el estómago. Lo hizo, y el resultado fue el ácido acetilsalicílico, más eficaz y menos dañino. La naturaleza inspira, pero la química afina.

Aun suponiendo que una planta tenga un compuesto útil, no basta con secarla, triturarla y meterla en cápsulas con etiqueta verde. Las plantas son seres vivos, y la cantidad de cada compuesto varía con el clima, el suelo o la cosecha.

Un grupo de investigadores quiso probar extracto de piel de uva moscatel en humanos. Encargaron varias botellas al mismo fabricante y descubrieron que cada lote era distinto: las uvas provenían de distintas fincas, con distintos suelos y distintas lluvias. Si el vino cambia según la añada, el extracto también. Y la ciencia no tolera añadas.

Luego está el pequeño obstáculo de la biodisponibilidad, es decir, qué parte del compuesto llega realmente a la sangre. Lo que en el laboratorio se rocía directamente sobre las células, en el cuerpo debe sobrevivir al ácido del estómago, a las enzimas de la saliva y al metabolismo del hígado. La mayoría no llega ni a la meta.

¿Qué hacen entonces los promotores de la “salud natural” con todos esos resultados prometedores que nunca llegan a buen puerto? Fácil: los convierten en suplementos dietéticos.

El truco está en las etiquetas. Llamarlo “medicamento” obligaría a demostrar eficacia y seguridad. Llamarlo “suplemento” permite prometer sin probar. Por eso los frascos rebosan frases como “ayuda a promover niveles saludables de presión arterial”. Traducido al lenguaje científico: “no hemos demostrado nada, pero suena convincente”.

La regulación es tan laxa como el lenguaje publicitario. Muchos suplementos vegetales están adulterados: la hierba molida que uno compra puede ser otra especie más barata o estar contaminada con pesticidas. Algunos causan reacciones alérgicas, daños hepáticos o renales. Pero, eso sí, todo muy natural.

Hay un vocabulario especialmente querido por quienes promocionan estas maravillas botánicas: puede, sugiere, posible, potencial. Una planta “puede” reducir el colesterol, “puede” proteger el cerebro o “puede” fortalecer el sistema inmunitario. Claro que también “puede no hacerlo”. Pero esa parte rara vez se menciona.

Cuando en un estudio serio se afirma algo, se utilizan expresiones como “se ha demostrado que” o “la evidencia confirma”. En los textos sobre plantas milagrosas, esas palabras brillan por su ausencia. Lo que encontramos son frases ambiguas, cuidadosamente diseñadas para sonar científicas sin decir nada comprobable.

La naturaleza sigue siendo una fuente inagotable de inspiración. Muchos medicamentos modernos nacieron en una raíz, una flor o un hongo. Pero entre el descubrimiento y la pastilla hay años de trabajo, millones de euros y una montaña de fracasos.

El problema no es la naturaleza, sino la interpretación apresurada de sus promesas. No deberíamos recomendar a un paciente con cáncer que coma un aguacate al día solo porque un compuesto del aguacate mató células cancerosas en una placa Petri.

El plato de Petri y el plato de ensalada pertenecen a mundos distintos. Y en ciencia, como en la vida, lo importante no es lo que puede ser, sino lo que ha sido demostrado.

sábado, 18 de octubre de 2025

EL LUMINOSO DÍA DEL ÁRBOL Y LA OSCURA NOCHE DEL OCÉANO

 

Amelia Earhart con su avión en 1932. Fotografía coloreada. Fuente.

Conduciendo por la interestatal 80 desde Salt Lake City hacia Kansas, el paisaje de Nebraska parece no tener fin. Es un océano de hierba y cielo que ni siquiera el horizonte se atreve a interrumpir. En un tramo particularmente recto —que en Nebraska significa casi siempre—, una valla anuncia con entusiasmo: “Home of Arbor Day!” y señala hacia Nebraska City. El eslogan no promete emoción, pero a esas alturas de la llanura cualquier excusa para desviarse parece razonable.

Sigo las indicaciones hasta el Arbor Lodge State Historical Park, un lugar de aspecto tan apacible que parece diseñado para convencer a cualquiera de plantar un árbol por pura inercia moral. Allí, entre praderas onduladas y un silencio casi vegetal, se levanta una imponente mansión de estilo palladiano, de esas que podrían confundirse con la Casa Blanca o Monticello. Fue el hogar de la familia Morton, y, más concretamente, de Julius Sterling Morton, periodista, político, botánico diletante y fundador del primer Día del Árbol.

En 1872, Morton propuso dedicar una jornada nacional a plantar árboles, no por romanticismo sino por pura necesidad: Nebraska se había quedado sin sombra, sin madera y sin lluvia. La idea tuvo un éxito inmediato. Aquel primer Arbor Day se plantaron casi un millón de árboles. Un millón. En un solo día. Me cuesta imaginar semejante entusiasmo forestal en nuestros tiempos, cuando apenas conseguimos que alguien riegue las macetas del portal.

Morton debió de sentirse un héroe civil. Hoy, su mansión es un museo donde los guías repiten con orgullo que su lema era “Other holidays repose upon the past; Arbor Day proposes for the future”. Mientras escucho la frase, observo un roble centenario que probablemente participó en la primera edición del festejo. Y pienso que Estados Unidos es uno de los pocos países capaces de convertir la plantación de un árbol en una epopeya patriótica.

Salgo del parque con la sensación de haber visitado el origen vegetal del optimismo americano. Pero la carretera —la I-29, en este tramo— me reserva una sorpresa unos kilómetros al sur, en Atchison, Kansas, una de esas ciudades medianas con más placas conmemorativas que habitantes. En la ladera de una colina, asomada al río Misuri, se encuentra una casa gótica de madera con tejado puntiagudo y contraventanas azules. Fue el hogar natal de Amelia Earhart, la mujer que quiso dar la vuelta al mundo y acabó convirtiéndose en uno de los grandes misterios del siglo XX.

La suya es, literalmente, una historia que no aterriza. El 2 de julio de 1937, en pleno vuelo sobre el Pacífico, desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, se han organizado casi veinte expediciones para encontrar los restos de su avión, y se prepara otra para 2025. Pocas figuras han alimentado tanto la mezcla de mito y melancolía americana: la aviadora intrépida, el océano infinito, el sueño roto a mitad del cielo.

En el libro The Aviator and the Showman, la directora de documentales Laurie Gwen Shapiro ofrece una versión menos heroica de lo habitual. Sin negar su valor ni su magnetismo, pinta a Earhart como una mujer ambiciosa pero limitada, impulsada por un marido que veía en ella una marca comercial. Su esposo, George Putnam, era editor, publicista y, según parece, un cazador de celebridades. Había hecho fortuna publicando el libro de Charles Lindbergh, y cuando conoció a Amelia pensó que había encontrado su versión femenina: Lady Lindy.

Earhart, nacida en 1897, tuvo una infancia itinerante y un padre alcohólico con talento para arruinar empleos y reputaciones. En contraste, ella cultivó desde niña una obstinada independencia y una curiosidad insaciable. A los ocho años se subió a su primer tobogán casero —una caja y una rampa improvisada— y se rompió la nariz. Más tarde diría que aquella caída fue su primer vuelo.

El flechazo con la aviación llegó en Los Ángeles, durante un festival aéreo al que su padre la llevó por capricho. Bastó un vuelo de prueba para que decidiera que el cielo era su lugar natural. Su madre, mujer práctica, le compró un biplano amarillo al que Amelia bautizó The Canary. En 1922 ya batía su primer récord, alcanzando una altura de 14 000 pies. No era la mejor piloto del país, pero sí la más decidida, y eso en los Estados Unidos vale tanto como la destreza.

Putnam la conoció cinco años después y la convenció de unirse a un vuelo trasatlántico promocionado por su editorial. Ella no pilotó, pero eso no impidió que la prensa la proclamara heroína nacional. «Solo fui un saco de patatas», declaró modestamente. A nadie le importó. En el verano de 1928, el país necesitaba esperanza y glamur, y Amelia ofrecía ambos.

Putnam y Earhart se casaron poco después. Él se convirtió en su agente, editor y estratega mediático; ella, en el rostro sonriente de la aviación femenina. Juntos entendieron que la fama podía financiar la aventura, y la aventura, a su vez, renovar la fama. Durante la Gran Depresión, esa ecuación fue su modo de vida.

En 1937, con cuarenta años y cinco récords mundiales, Amelia decidió embarcarse en la vuelta al mundo definitiva. Sería el vuelo más largo jamás intentado: 47 000 kilómetros a bordo de un Lockheed Electra 10E, una máquina elegante y nerviosa como un caballo de carreras. El plan era ambicioso, y el presupuesto, ajustado. Para financiarlo, hipotecaron una propiedad y recortaron gastos esenciales, incluida la radio de emergencia.

El primer intento, desde Hawái, terminó en desastre. Durante el despegue, el Electra hizo un violento trompo sobre la pista y acabó con el tren de aterrizaje partido. Milagrosamente, no explotó. La humillación fue instantánea y pública. Pero Amelia no era de las que se rendían. Dos meses más tarde, tras reparar el avión, lo intentó de nuevo, esta vez en sentido inverso, desde Miami hacia el este.

Durante semanas, el Electra cruzó sin incidentes América del Sur, África y Asia. En Indonesia, Earhart cayó enferma de disentería, pero siguió adelante. El navegante Fred Noonan, un tipo curtido en la aviación naval, compartía la cabina y las escasas horas de sueño. En Australia, un técnico le advirtió que su radiogoniómetro —el aparato que debía guiarles en el Pacífico— no funcionaba. Amelia sonrió. Según Shapiro, nunca había funcionado.


Earhart con el equipo inicial de su intento de vuelta al mundo en 1937, delante del avión Electra. Tras sufrir un accidente en Honolulu que retrasó la misión, solo el navegante Fred Noonan (a la derecha) —alcohólico reconocido— aceptó acompañarla. El 2 de julio de 1937, ambos desaparecieron en el Pacífico. Foto.

El 1 de julio de 1937 despegaron de Lae, en Nueva Guinea, rumbo a la diminuta isla Howland, un punto casi invisible en medio del océano. Llevaban veinte horas en el aire cuando las comunicaciones se cortaron. «Estamos a mil pies... debemos estar encima de ustedes... no podemos verlos», fue su último mensaje.

A partir de ahí, el océano los engulló. Ni rastros de combustible ni restos del fuselaje. Solo hipótesis, fotos granuladas, rumores de supervivencia, e incluso, según cierta teoría, cocoteros movidos por el viento que alguien confundió con hélices. Amelia Earhart desapareció y se convirtió en algo aún más duradero: un misterio rentable.

Frente a su casa natal en Atchison hay una réplica del Electra en miniatura, suspendida sobre un jardín lleno de flores. A pocos metros, un cartel recuerda que “la verdadera aventura nunca termina”. Me quedo un rato contemplando la maqueta y pienso en Julius Morton, el hombre de los árboles, y en Amelia, la mujer del aire. Uno plantó raíces; la otra las cortó para volar.

Quizá ese sea el equilibrio secreto de América: un país que celebra el Arbor Day y al mismo tiempo construye aviones para escapar del planeta. Donde se planta un árbol el lunes y se despega hacia el Pacífico el martes. Donde, de algún modo, el ala y la rama son la misma cosa.

EL GORDO, EL FLACO... Y LA MADERA

 

Los árboles han moldeado a Estados Unidos más que a casi cualquier otra nación. Después de todo, el país cuenta con algunos de los recursos forestales más espectaculares del planeta. Antes de la llegada de los colonos europeos, los bosques estadounidenses cubrían una superficie asombrosa de cuatro millones de kilómetros cuadrados: ocho veces el tamaño de España, casi la mitad de los estados contiguos.

La geografía misma parecía pensada para ellos. El norte ofrecía fríos inviernos para pinos y abetos, el sur era un paraíso húmedo para cipreses, magnolias y mangles, y el centro, con sus suelos ricos y su clima variable, era una enorme fábrica natural de nogales, álamos y robles. De las secuoyas de California a las hayas de Nueva Inglaterra, el país era un catálogo viviente de botánica.

Puede que el gran avance industrial del siglo XIX —el de los ferrocarriles, el telégrafo y la electricidad— se debiera a la chispa humana, pero dependía de un material muy poco glamuroso: la madera barata y abundante. Las traviesas de los trenes, los postes del telégrafo y las calderas de vapor estaban hechas de árboles. Incluso las minas que extraían carbón se apuntalaban con troncos. Hasta la electricidad tuvo raíces forestales: las primeras centrales eléctricas se alimentaban con leña.

La madera fue también, en cierto modo, un arma. Durante las dos guerras mundiales, los bosques estadounidenses se alistaron junto a los soldados. Los barcos Liberty, construidos a toda prisa para cruzar el Atlántico, dependían del pino sureño; los aviones se forraban con contrachapado de madera de balsa; y hasta las balas necesitaban cajas de embalaje de madera antes de ser enviadas al frente.

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la población se disparó y la clase media descubrió el sueño de la casa propia, la madera volvió a ser protagonista. Fue la base literal de los suburbios: un bosque domesticado convertido en millones de chalés idénticos con garaje, jardín y un arbolito plantado en el centro del césped, símbolo de prosperidad y buena conciencia ecológica.

Pero a medida que avanzaban los años cincuenta, la modernidad trajo nuevos materiales y un cambio de estética. Se acabaron la nevera de madera, la tabla de lavar de madera y la estufa de leña. El progreso olía a acero inoxidable, sonaba a formica y se anunciaba en technicolor. Sin embargo, los árboles se vengaron discretamente: comenzaron a infiltrarse en los objetos más insospechados.

La madera dejó de ser una simple materia prima y se convirtió en una presencia invisible. De sus fibras salían productos que nadie asociaba ya con los bosques. En las décadas de 1940 y 1950, los estadounidenses vivían rodeados de madera sin saberlo: estaba en los pañuelos de papel, en los plásticos, en los cosméticos, en las medias de rayón y hasta en los alimentos procesados (la celulosa microcristalina, aún hoy, se usa como antiaglomerante en el queso rallado).

El cambio comenzó un siglo antes, cuando la transición al papel barato de pulpa de madera, a partir de 1860, transformó la cultura del país. De repente, escribir y leer dejaron de ser lujos. Surgieron los penny papers, las dime novels y los panfletos de Thomas Paine y Benjamin Franklin. En cierto modo, los árboles dieron a luz la opinión pública estadounidense.

Pero fue en el siglo XX cuando la celulosa se convirtió en el verdadero oro blanco. La empresa Kimberly-Clark, fundada en Wisconsin en 1872, fue la gran pionera. En la Primera Guerra Mundial, sus investigadores desarrollaron un tejido absorbente a base de pasta de madera que inicialmente se usó para curar heridas en los hospitales de campaña. Las enfermeras, prácticas como siempre, descubrieron otro uso: las compresas higiénicas. Así nació Kotex, un producto que cambió discretamente la vida de millones de mujeres.

La siguiente genialidad fue el Kleenex, lanzado en los años treinta como un desmaquillante y reconvertido, casi por accidente, en pañuelo desechable. En la posguerra, Kimberly-Clark ya tenía una gama completa de artículos cotidianos sin los cuales la vida moderna parecía impensable: toallas, servilletas, platos, vasos, pañales. En 1920 el consumo anual de papel por persona era de unos 70 kilos; en 1960, superaba los 200, el más alto del mundo.

El estadounidense medio vivía literalmente entre árboles, aunque hubiera olvidado su origen. Y por si aún quedaban dudas, el Servicio Forestal decidió explicarlo a su manera. En 1942 produjo un cortometraje educativo titulado The Tree in a Test Tube —“El árbol en un tubo de ensayo”—, protagonizado por el dúo cómico más célebre del momento: Stan Laurel y Oliver Hardy, el Gordo y el Flaco.


La idea era sencilla: demostrar, con humor, que casi todo lo que usaban los estadounidenses provenía del bosque. Laurel y Hardy, vestidos con sus trencas y su aire perplejo, vaciaban una maleta en el suelo mientras una voz en off decía:

—“Madera, ¿entienden? Como la mayoría de la gente, no se dan cuenta de cuántos artículos hechos de madera llevan encima”.

Ambos empezaban a sacar objetos: una pluma estilográfica, una petaca, un peine, un reloj, un par de gafas… todos de plástico. El narrador, imperturbable, añadía:

—“Cerca del sesenta por ciento del plástico es harina de madera. Madera en polvo, amigos míos”.

Después venía un sombrero, una cartera, una bolsa de aseo, unas medias que Hardy extraía de la maleta de Laurel con gesto culpable.

—“Oh, claro, para su esposa, por supuesto”, decía el narrador. “De todos modos, son de rayón, otro producto de la madera”.

El corto terminaba con la voz en off bromeando:

—“Qué bien que estos muchachos no hayan venido con un baúl; estaríamos aquí días y días”.

Y tenía razón. Si hubieran sido mujeres, habrían sacado también una compresa —otro invento derivado de los árboles—, y si hubieran sido niños, algún lápiz o un rollo de papel higiénico. Era un país literalmente envuelto en pulpa de celulosa.

El film fue un éxito modesto, pero hoy es una cápsula de época: el Gordo y el Flaco al servicio de la educación forestal, explicando con la misma solemnidad con que antes tropezaban con escaleras o tartas de crema. Quizá fue la única vez en la historia en que un dúo de cómicos explicó la composición química del plástico sin que el público se durmiera.

A veces pienso que aquel corto es, en el fondo, una parábola sobre Estados Unidos. Un país que no suele mirar de dónde vienen las cosas mientras las tenga a mano; que puede deforestar medio continente y luego vender papel de envolver con conciencia ecológica; que convierte a los árboles en compresas, medias y pañuelos, y al mismo tiempo erige parques nacionales para proteger los últimos que quedan en pie.

Hoy, un estadounidense medio usa casi 700 kilos de papel al año, más que cualquier otro habitante del planeta. Pero los árboles, por ahora, siguen creciendo. Tal vez porque, como Laurel y Hardy, se lo toman todo con un cierto sentido del humor.

Al fin y al cabo, los bosques han sobrevivido a motosierras, ferrocarriles, guerras, pañales y Kleenex. Si la historia de Estados Unidos fuera una película, los árboles serían los personajes secundarios que nunca se quejan, que aguantan el plano largo mientras los protagonistas hacen el payaso, y que al final, cuando se apaga la cámara, siguen ahí, quietos, creciendo. 

Y uno imagina al Gordo y al Flaco mirándolos desde el cielo del celuloide, todavía aturdidos, preguntándose cómo demonios puede caber tanto bosque en un tubo de ensayo.