Vistas de página en total

martes, 26 de agosto de 2025

SOMBRAS QUE ILUMINAN: LECCIONES DE UN PEZ CIEGO

La naturaleza, decía Darwin en una carta de 1860 dirigida a Asa Gray, nunca deja de sorprender cuando se obstina en repetir variaciones. (Lo hacía a propósito del ojo, que tanto le incomodaba explicar en El origen de las especies). Si le resultaba difícil imaginar la construcción gradual de un órgano tan complejo, ¿qué pensaría al ver cómo ciertos animales lo pierden con entusiasmo? Quizás porque como escribió Borges en Siete noches: «Un escritor […] debe pensar que cuanto le ocurre es un instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin…»

Ese es el caso del tetra mexicano (Astyanax mexicanus), un pez que ofrece lo que cabría llamar un “experimento natural repetido”. En los ríos y lagos de México y Texas nada como un pez cualquiera. Pero en cuevas sin luz, sus descendientes han perdido los ojos, no una, sino varias veces, siguiendo rutas genéticas diferentes. La paradoja no podría ser más atractiva: el órgano que solemos considerar pináculo de la evolución, extinguido porque resultaba demasiado caro.

Un ojo que nace para morir

Durante mucho tiempo, los naturalistas del XIX —entre ellos Alpheus Packard, explorador de cavernas y discípulo del gran Louis Agassiz— pensaron que los animales cavernícolas eran testimonio de la “ley de uso y desuso” de Lamarck: los ojos, al no usarse, se atrofiaban. Hoy preferimos otra explicación, más darwiniana: los ojos son muy costosos en términos de recursos y energía y en la oscuridad son un lujo. La selección natural favoreció a quienes no gastaban recursos en lo inútil. 

El detalle biológico raya en lo teatral: los embriones de peces cavernícolas comienzan a formar ojos, como sus primos de superficie, pero en cuestión de horas las células del cristalino se suicidan y el órgano entero colapsa. Es un ojo prometido que nunca llega a cumplir.


Aunque el desarrollo ocular comienza en los embriones de los tetras de las cuevas, el proceso finalmente se estanca. Al principio, se observan claras diferencias en los patrones de actividad de los genes (imagen superior) implicados en el desarrollo ocular. Como resultado, en los embriones de pez caverna, la vesícula óptica a partir de la cual se desarrolla el ojo siempre es más pequeña. Unas 24 horas después del desarrollo, las células del cristalino y la cúpula óptica, que generalmente se convierte en el resto del ojo, comienzan a morir. Después de unos cinco días, también mueren los tejidos fotosensibles en la parte posterior del ojo. Modificada a partir del original de Khrisnan & Rohner (2017). Philosophical Transactions of the Royal Society B.

Un célebre experimento del año 2000 lo demostró con contundencia. Al trasplantar un cristalino de un embrión de pez de superficie a uno de caverna, los científicos lograron rescatar un ojo completo, como si hubieran encendido una luz en medio de la penumbra. Al revés, un cristalino de caverna bastaba para condenar al ojo de superficie. El destino, parecía decirnos la biología, se escribe en miniatura.

Ganar perdiendo

Pero los tetras no son un relato de decadencia. El sacrificio ocular liberó espacio y energía para otros sentidos: más papilas gustativas, más células sensoriales en la piel, un cerebro reorganizado para procesar señales de presión y de química del agua. Aquí la evolución nos recuerda una de sus constantes: nada se pierde del todo, se transforma. 

El metabolismo del hambre 

La vida en cuevas es un laboratorio de escasez. Los peces sobreviven con excrementos de murciélago y restos orgánicos que se cuelan en época de lluvias. Han desarrollado un metabolismo voraz: almacenan grasa en exceso, muestran mutaciones que en nosotros se traducen en obesidad y diabetes, y sin embargo evitan las consecuencias fatales de esas mismas mutaciones.

Los peces presentan al menos dos mutaciones asociadas con la diabetes y la obesidad en humanos. Sin embargo, en los peces cavernícolas, estas mutaciones podrían ser la base de algunos rasgos muy útiles para un pez que a veces tiene mucha comida, pero a menudo no. Al comparar peces cavernícolas con peces de superficie mantenidos en el laboratorio en las mismas condiciones, los peces cavernícolas alimentados con cantidades regulares de alimento estándar para peces "engordan” y presentan niveles altos de azúcar en sangre, pero, sorprendentemente, no desarrollan signos evidentes de enfermedad diabética. 

Las grasas pueden ser tóxicas para los tejidos, por lo que se almacenan en las células grasas. Pero cuando estas células crecen demasiado, pueden reventar, razón por la cual observamos con frecuencia inflamación crónica en humanos y otros animales que han almacenado mucha grasa en sus tejidos. Sin embargo, un estudio de 2020 reveló que incluso los peces cavernícolas bien alimentados presentaban menos signos de inflamación en sus tejidos grasos que los peces de superficie.

Incluso en las escasas condiciones de sus cuevas, los peces de cueva salvajes a veces pueden engordar mucho. Esto se debe probablemente a que, cuando la comida acaba en la cueva, los peces la consumen al máximo, ya que puede que no haya nada más durante mucho tiempo. Irónicamente, su grasa suele ser de un amarillo brillante debido a los altos niveles de carotenoides, la sustancia de las zanahorias que tu abuela solía decir que era buena para la vista.

Lo primero que nos viene a la mente, por supuesto, es que acumulaban estos carotenoides porque no tenían ojos. En esta especie, estas ideas pueden comprobarse: los científicos pueden comparar peces de superficie (con ojos) con peces cavernícolas (sin ojos) y observar cómo son sus crías. Una vez hecho esto, los investigadores no ven ninguna relación entre la presencia o el tamaño de los ojos y la acumulación de carotenoides. Algunos peces cavernícolas sin ojos tenían grasa prácticamente blanca, lo que indica niveles más bajos de carotenoides.

En cambio, cabe pensar que estos carotenoides pueden ser otra adaptación para suprimir la inflamación, lo que podría ser importante en la naturaleza, ya que los peces de las cavernas probablemente comen en exceso cuando disponen de comida.

Otros estudios publicados en 2020 y 2022, han descubierto otras adaptaciones que parecen ayudar a controlar la inflamación. Las células de los peces cavernícolas producen niveles más bajos de ciertas moléculas llamadas citocinas que promueven la inflamación, así como niveles más bajos de especies reactivas de oxígeno (especies reactivas de oxígeno), subproductos del metabolismo que dañan los tejidos y que suelen estar elevados en personas con obesidad o diabetes.

Los tetras mexicanos que viven en aguas superficiales (izquierda) se ven radicalmente diferentes a las poblaciones que fueron arrastradas a cuevas hace generaciones (derecha). Estas diferencias no se limitan al exterior.  Foto de Daniel Castranova.

Un recurso para la ciencia

Astyanax es valioso porque mantiene ambas formas: la de superficie y la cavernícola. Esa dualidad lo convierte en un modelo de comparación directa, casi un fósil viviente en dos versiones. La mayoría de las especies cavernícolas no ofrece esa ventaja. De ahí que preservar a los tetras ciegos en su hábitat sea más que un gesto conservacionista: es proteger un laboratorio natural de la evolución.

En El origen, Darwin confesaba que imaginar el ojo como producto de selección natural lo hacía «titubear en confesar su creencia».  El tetra mexicano parece contestarle desde el eco de las cavernas: la vista no es un triunfo inmutable, sino una estrategia local. Donde sobra, se pierde. Y en perderla, surgen otras posibilidades.

Esa es la lección: la historia natural no sigue un guion ascendente hacia la perfección, sino que improvisa, retrocede, borra y reescribe. El ojo, tan alabado, se revela prescindible. Y en su desaparición, estos peces encuentran la forma de vivir. 

CÓMO PERDER LA CABEZA CON UNA ROSA

 

Acuarela de una rosa ciempiés de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), famoso por sus láminas botánicas, especialmente de rosas. El nombre ciempiés proviene de la gran cantidad de pétalos.

Un consejo práctico: nunca confíes en un botánico en un jardín. Tarde o temprano alguien señalará el parterre más cercano y preguntará con aire inocente: “¿Cómo se llama esta planta?”. El botánico, por educación profesional, responde con rapidez. Pero si la pregunta se refiere a una rosa cultivada, la sonrisa se congela. No porque falte conocimiento, sino porque el mundo de las rosas es un laberinto más enrevesado que el laberinto de Creta, cuya complejidad era tal que quien entraba no podía encontrar la salida.

El problema es simple: cada rosa tiene nombre, pero ninguno sirve de nada. Son bautismos caprichosos, un catálogo de excentricidades: Souvenir de la Malmaison, Madame Hardy, Peace. La taxonomía —esa disciplina que pretende dar orden al caos vegetal— se estrella contra el muro de la floricultura. No hay norma, no hay sistema. Sólo imaginación desatada, como si los cultivadores hubieran hecho una apuesta: “A ver quién consigue el nombre más rimbombante”. Si Linneo levantara la cabeza, pediría otra cerveza y renunciaría al intento.

Rosa "Clair Matin", una rosa trepadora floribunda de la rosaleda del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Foto de Luis Monje.

El XIX: el siglo de los rosómanos

La culpa, como en tantas otras neurosis modernas, es del siglo XIX. Durante siglos, las rosas habían sido discretas: cinco pétalos, una floración al año, un aroma más o menos agradable. Cumplían su función medicinal, adornaban procesiones religiosas y daban tema a los poetas. Nada que pudiera alterar el pulso del planeta.

Y de repente, Europa entra en modo rosomanía. Francia, por supuesto, lidera la bacanal floral. La emperatriz Josefina de Beauharnais, esposa de Napoleón, convierte su jardín de Malmaison en un festival de rosales. Reúne variedades con el fervor de un coleccionista de cromos de fútbol, salvo que aquí los cromos huelen y pinchan. En pocas décadas pasamos de un centenar de variedades a unas ocho mil. Los jardineros franceses se pusieron a hibridar como si de ello dependiera la salvación de la patria.

Lo notable es que la fiebre no solo multiplicó las variedades: también las deformó. De pronto, tener cinco pétalos era de mal gusto. La moda eran las centifolias, unas rosas con tantos pétalos que parecían haber pasado por una imprenta defectuosa. Pero como todo exceso genera resaca, la segunda mitad del siglo devolvió cierto prestigio a la sencillez: hubo cultivadores que, con sorna, seleccionaron nuevas variedades de… cinco pétalos. Lo que confirma que la horticultura es, a menudo, un espejo de la moda humana: primero los pantalones campana, luego los pitillo, mañana quién sabe.

A la izquierda, una rosa natural o "botánica", con cinco pétalos, como por ejemplo Rosa canina. A la derecha, una variedad centifolia como Rosa floribunda, con numerosos pétalos.

El milagro del reflorecer (y otras herejías chinas)

El mayor avance no fue visible, sino temporal. Hasta entonces, las rosas eran de primavera: florecían una vez y se retiraban dignamente, como estrellas de rock que sólo daban un concierto al año. Pero los cultivadores, insaciables, querían un tour más largo. Y lo consiguieron cruzando con variedades chinas que tenían un truco bajo la manga genética: podían reflorecer.

De repente, los rosales europeos, antes de una sola función, se convirtieron en artistas incansables que repetían función en verano y hasta en otoño. Hoy lo damos por hecho, pero en el siglo XIX fue casi un milagro. Como si de pronto los fuegos artificiales de la verbena primaveral volvieran a encenderse en otoño, sin previo aviso.

Gracias a un estudio de las características de las variedades y a las modernas herramientas genómicas, los biólogos y genetistas franceses Thibault Leroy y Jeremy Clotault acaban de reconstruir la historia de la evolución de las rosas modernas, marcada por importantes cruces entre rosas asiáticas y antiguas rosas europeas. De esta unión nació una diversidad que continúa dando forma a nuestros jardines contemporáneos.

Cambios estéticos en las rosas durante el siglo XIX, basados en un selección de variedades disponibles en una rosaleda especializada en rosas antiguas. Modificada de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

Cuando la belleza trae factura

Claro que los milagros tienen precio. Al seleccionar rosas cada vez más bellas, los horticultores también seleccionaron debilidades. La mancha negra, esa plaga fúngica que convierte las hojas en mapas de lunares tristes, se volvió más común. Las rosas del XIX eran más bonitas, sí, pero también más enfermizas. Un poco como esas razas de perro diseñadas para ganar concursos de estética, aunque no puedan respirar.

Los genetistas de hoy pueden ver esas cicatrices en el ADN. El cromosoma 3, por ejemplo, aparece marcado por la presión selectiva en el gen de la refloración. Otros cromosomas también muestran señales de manipulación, pero aún no sabemos en qué consistían exactamente los “retoques”. Los rosales decimonónicos son, en resumen, organismos tuneados a base de ensayo, error y bastante azar: un laboratorio en el que la biología y la moda iban de la mano, como dos bailarines borrachos.

El aroma que se perdió en el camino

Y está el perfume. Nada hay más decepcionante que acercarse a una rosa perfecta, abrir los pulmones… y descubrir que huele a plástico. La leyenda urbana dice que el aroma de las rosas se perdió en el siglo XIX. El estudio de Leroy y Clotault demuestra que no: todavía olían, y mucho. Las moléculas responsables del perfume clásico —geraniol y 2-feniletanol— estaban ahí. El crimen lo cometió el siglo XX, cuando la industria decidió que lo importante era que la rosa cortada durara en el florero como mínimo hasta la boda de oro de los novios. Y el perfume, ese lujo intangible, se sacrificó sin remordimientos.

Genomas como novelas familiares

El ADN de las rosas conserva, como un diario íntimo, la memoria de aquellos cruces. Basta analizarlo para reconstruir quién fue madre, quién fue padre y qué azar intervino en cada combinación. Y el azar tuvo mucho que decir: hasta mediados del XIX, los cruces eran más bien orgías de polen que matrimonios concertados. No había jeringuillas ni fertilización artificial, sino viento, abejas y suerte. El resultado fue una genealogía enrevesada, con pocos ancestros fundadores pero muchísimos descendientes.

La historia del cultivo de rosas del siglo XIX, rastreada mediante la genómica, contribuyó al desarrollo de los híbridos de té, las primeras rosas modernas, que están directamente en el origen de la mayoría de las variedades cultivadas actuales. Esta red indica el grado de parentesco entre una veintena de variedades (nodos de red) conectados por enlaces que van del amarillo (parentesco bastante fuerte) al rojo (parentesco muy fuerte). Modificada a partir de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

El dilema de la diversidad

Hay una moraleja genética en todo esto. Al seleccionar intensivamente ciertas características —más pétalos, refloración, colores nuevos— se perdió algo de diversidad genética. No lo suficiente para condenar al rosal, pero sí para recordarnos que cada mejora estética trae un peaje evolutivo. Aún estamos a tiempo de revertir esa pérdida gracias a colecciones vivas de rosas antiguas. El genoma, a diferencia de las modas, puede conservarse intacto durante siglos si se lo cuida.

Epílogo: el arte de no saber

Así que la próxima vez que alguien me pregunte cómo se llama una rosa, creo que voy a sonreír con aire misterioso y contestar: “Depende de a quién le preguntes. Y depende de en qué siglo vivas”. Porque una rosa no es solo un nombre: es un mapa de decisiones humanas, un compendio de caprichos imperiales, modas pasajeras y genes rebeldes.

Stephen Jay Gould, que tenía la rara virtud de mezclar ciencia con humor, seguramente habría visto en esta historia un reflejo de nuestras propias manías. Al fin y al cabo, lo que hicimos con las rosas en el XIX no es tan distinto de lo que hacemos con nosotros mismos en el XXI: diseñarnos, retocarnos, aspirar a ser más bellos, aunque a veces eso nos haga más frágiles. La rosa, como siempre, sigue siendo espejo y metáfora. Y la pregunta por su nombre, un buen recordatorio de que ni siquiera los botánicos saben todas las respuestas.

BREVE HISTORIA DE LA HUMANIDAD: ARMAS, GÉRMENES Y ACERO

 

En el principio no fueron los dioses, ni las musas, ni los héroes de bronce los que decidieron el destino de los pueblos. Fue el trigo. Fue la cabra. Fue el eje caprichoso de un continente. Jared Diamond, un profesor de geografía con alma de novelista, escribió un libro para recordarnos que la historia de la humanidad no la dictan las epopeyas, sino el terreno bajo nuestros pies y los animales que conseguimos meter en un corral.

Armas, gérmenes y acero es un viaje donde el héroe principal no es Alejandro Magno ni Cristóbal Colón, sino el clima. A lo largo de sus páginas, Diamond cuenta que las grandes desigualdades entre los pueblos no nacieron del genio ni de la sangre, sino de la fortuna de haber nacido en un valle fértil, rodeado de animales domesticables, o en una meseta donde crecía el trigo como si fueran monedas cayendo del cielo.

Las sociedades que vivieron en continentes con un eje este-oeste —Eurasia, por ejemplo— tenían a favor un clima homogéneo, a cuyo amparo las semillas viajaban sin congelarse ni abrasarse y los animales podían reproducirse sin sobresaltos. Eso fue suficiente para que unos pueblos se llenaran de cosechas, de establos y de hierro, mientras otros, cuyos destinos se alineaban en ejes norte-sur, se enredaban en climas imposibles, selvas y desiertos que cortaban cualquier progreso.

La geografía, ese paisaje que creemos contemplar desde el coche como si fuera un cuadro de Sorolla, en realidad nos contempla a nosotros y dicta el curso de la historia.

El festín de los vencedores

Diamond no se anda por las ramas: quien tuvo caballos, trigo y acero acabó con quien no los tenía. Así de simple. La conquista de América fue un festín desigual: los españoles bajaron de los barcos con espadas, armaduras y gérmenes invisibles que diezmaron poblaciones enteras antes de que las flechas cruzaran el aire. Los pueblos originarios eran refinados en sus calendarios, en su arquitectura, en su arte, pero carecían de caballos, de hierro, de armas de pólvora. La historia, cruel y sin metáforas, la escribieron los que llegaron armados hasta los dientes.

No fue cuestión de raza ni de ingenio. Fue cuestión de herramientas. Fue cuestión de gérmenes.

Una sinfonía de hierro y cebada

En el libro, la tecnología no aparece como un invento luminoso, salido del cerebro privilegiado de un sabio. No. La rueda, la pólvora, la escritura misma son consecuencias de un terreno dócil, de un rebaño disponible, de una semilla que germina con facilidad. Diamond lo muestra con la paciencia de un orfebre: cada civilización que prosperó lo hizo porque el azar de la geografía puso en sus manos hierro maleable o animales que obedecían a la brida.

Lo demás —imperios, conquistas, religiones, bibliotecas— vino después, como una sinfonía compuesta sobre un pentagrama de cebada y acero.

Advertencia para el presente

Pero Diamond no se detiene en el pasado. Su relato, escrito con la sequedad de un científico y la amplitud de un moralista, nos lanza una advertencia: seguimos atrapados en la misma lógica. Hoy los recursos, la energía y la tecnología siguen decidiendo qué pueblos dominan y cuáles padecen. Las desigualdades del planeta no son una maldición bíblica ni una tara cultural: son herencias de esa lotería geográfica que ahora, multiplicada por la globalización, amenaza con reproducirse en clave climática.

Una lección incómoda

Leer Armas, gérmenes y acero es aceptar una verdad incómoda: los vencedores de la historia no siempre fueron los más sabios, sino los mejor situados en el mapa. Y, sin embargo, en medio de esa constatación geográfica y materialista, hay algo de consuelo. Si el destino lo dictan las montañas, los vientos y los ríos, entonces ninguna cultura puede proclamarse superior. Solo más afortunada.

Diamond convierte esa idea en un fresco monumental donde la humanidad aparece como un ejército de hormigas moviéndose por continentes caprichosos. Y al cerrar el libro, uno tiene la sensación de que el mundo moderno, con su tecnología brillante, sus ciudades y sus imperios de plástico, sigue siendo en el fondo un jardín regido por la misma vieja ley: la de la tierra, el clima y los animales que nos acompañan.

lunes, 25 de agosto de 2025

DOS DÍAS DE AGOSTO: LA NOCHE EN QUE PARÍS HABLÓ ESPAÑOL

 

París siempre supo representar sus días grandes con cierta teatralidad. El 14 de julio, la Bastilla; el 11 de noviembre, el Armisticio. Y el 25 de agosto de 1944, la Liberación. Pero la función empezó unas horas antes, la noche del 24, con una escena que durante décadas quedó fuera del guion oficial: cuando los primeros blindados aliados que entraron en la ciudad llevaban nombres de batallas españolas y estaban tripulados por exiliados republicanos.

La ciudad llevaba cinco días en armas. Desde el 19 de agosto, los ferroviarios habían cortado las vías, los policías se habían rebelado y la Resistencia levantaba barricadas con tranvías y adoquines. París vivía a medias entre el júbilo y el miedo: júbilo por el inminente derrumbe de la ocupación, miedo porque Hitler había dado la orden de arrasar la capital antes de entregarla. El general alemán Dietrich von Choltitz, encargado de obedecer, dudaba. Le pesaba más la perspectiva de ser recordado como el verdugo de París que la fidelidad al Führer.

En ese clima de pólvora y campanas, los parisinos escucharon el rugido de motores que venían del sur. Eran blindados ligeros, semiorugas, con nombres pintados en blanco: Guadalajara, Teruel, Jarama, Madrid, Ebro. No eran caprichos exóticos: eran recuerdos. Cada nombre correspondía a una batalla perdida en España entre 1936 y 1939. Los conductores eran los mismos que habían combatido allí, que habían huido después de la derrota, que habían conocido los campos de concentración franceses, que habían cruzado a pie el desierto del Sáhara para enrolarse en las tropas coloniales del general Leclerc.

Blindados de La Nueve entrando en París junto al Arco de Triunfo en una instantánea icónica del momento en que los semiorugas con nombres como Teruel o Guadalajara avanzan por la ciudad.

Eran hombres duros, curtidos, incrédulos. Muchos eran anarquistas, socialistas, comunistas. La compañía, oficialmente llamada la 9ª Compañía de la División Blindada Leclerc, era conocida por todos como La Nueve. De sus 160 hombres, más de 130 eran españoles. La mayoría soñaba con que, tras liberar París, la marcha continuara hasta cruzar los Pirineos y acabar con Franco.

La entrada en la ciudad fue casi un asalto. El capitán Raymond Dronne, francés, mandaba sobre ellos, pero se fiaba de sus veteranos ibéricos. La Resistencia había pedido que los Aliados entraran cuanto antes: temían que los nazis cumplieran su amenaza de destruir puentes y monumentos. Así que la orden llegó de improviso. Dronne tomó una docena de blindados, casi todos tripulados por españoles, y se lanzó hacia la capital.

Al caer la noche del 24 de agosto, los parisinos vieron aparecer aquellos vehículos. Las campanas de Notre Dame repicaron con furia, las ventanas se abrieron, llovieron flores y vino. Fue un delirio breve y feroz. Los combatientes de La Nueve, con el uniforme raído, las caras afiladas por años de guerra y exilio, apenas creían lo que veían. El pueblo francés los recibía como libertadores. Uno de ellos, Amado Granell, valenciano, fue fotografiado en el Hôtel de Ville junto a los líderes de la Resistencia: la primera imagen oficial de la liberación mostraba a un republicano español en primera fila.

El amanecer del 25 consolidó la victoria. El grueso de la División Leclerc y la 4ª División de Infantería estadounidense entraron en París. Los combates continuaron en algunos puntos —los alemanes se atrincheraron en el Hôtel Meurice, cuartel general de Von Choltitz—, pero a media tarde todo estaba decidido. Von Choltitz firmó la rendición en la Prefectura de Policía. París era libre.

Retrato de grupo de los miembros de La Nueve. Una imagen solemne y colectiva de los combatientes republicanos españoles que formaron parte de esta unidad.

Al día siguiente, 26 de agosto, Charles de Gaulle desfiló por los Campos Elíseos. Lo hizo a pie, erguido, solemne, como un actor que reclama el papel protagonista. El pueblo lo vitoreó, aunque entre disparos aislados que recordaban que la guerra no había terminado. En esa representación, no hubo hueco para los españoles de La Nueve. Oficialmente, la liberación fue francesa, con ayuda de los aliados estadounidenses.

Durante décadas, la memoria oficial ignoró a los republicanos españoles. Ni discursos, ni manuales, ni placas los mencionaban. Los hombres que habían bautizado sus blindados con nombres de derrotas españolas se convirtieron ellos mismos en derrotados de la historia. Sus nombres circularon apenas en círculos familiares, en memorias dispersas, en los márgenes de los libros.

Y sin embargo, allí estuvieron. Los que entraron los primeros, los que abrieron el camino, los que celebraron con los parisinos la noche más larga. Soldados como Granell, Campos, Montoya, Pujol, Martín Bernal. Hombres que habían perdido una guerra y seguían peleando otra con la esperanza, siempre aplazada, de ganar la suya propia.

No liberaron España, y lo sabían. La decepción llegó pronto. Tras la liberación de París, la marcha siguió hacia Alsacia, hacia Alemania. Sus blindados no giraron hacia los Pirineos. Washington y Londres no estaban dispuestos a abrir el melón español en plena posguerra. Franco sobrevivió, sostenido por su neutralidad calculada y por el inicio de la Guerra Fría.

Los veteranos de La Nueve continuaron luchando hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos murieron en el camino. Al terminar, volvieron al anonimato, al exilio permanente, a una vida de derrotados orgullosos. Francia les debía gratitud, pero la gratitud, como la historia, es caprichosa.

Hoy, casi ochenta años después, París ha recuperado parte de esa memoria. En la esplanada del Hôtel de Ville, una placa recuerda a los españoles de La Nueve. El Ayuntamiento, que aquel 24 de agosto fue testigo de su llegada, los homenajea con flores y discursos cada aniversario. La ciudad que los recibió entre campanas y abrazos ha acabado reconociendo su deuda. 

Cuando cae la tarde en esa plaza, uno puede imaginar de nuevo aquellos semiblindados con nombres de batallas lejanas avanzando entre la multitud. París, aquella noche, habló español. Y durante unas horas, los republicanos sintieron que la derrota de 1939 quedaba vengada. Fue un espejismo, sí, pero un espejismo glorioso.

domingo, 24 de agosto de 2025

PARCHES ANTIMOSQUITOS: MILAGRO, MARKETING O UNA SIMPLE PEGATINA PERFUMADA

 

Si buscas protección real contra los mosquitos, confía en el DEET y no en un parche perfumado. Aunque nada impide pegárselo al bebé si quieres que huela a baño de sales mientras duerme.

El otro día, mientras paseaba por la playa, tuve en brazos a un bebé de siete meses que era, como se puede imaginar, un imán de sonrisas y arrumacos. Lo curioso no era la criatura en sí —regordeta, risueña, con ese olorcillo a galleta de arroz que tienen los bebés felices— sino un parche rosa pegado en su camiseta. La abuela, a la que conozco desde hace años y sabe de mi friquismo mosquitero, me explicó, orgullosa, que se trataba de un parche antimosquitos “natural”. Una especie de talismán químico que, al parecer, protegía a la criatura de todo insecto alado en un radio de varios metros.

El entusiasmo era general. La niña iba de brazo en brazo entre familiares que juraban que, mientras la sostenían, ni un mosquito se atrevía a acercarse. Nadie reparaba en el pequeño detalle de que era mediodía, momento en el que la mayoría de los mosquitos están tan activos como un adolescente el domingo a las siete de la mañana. Pero yo callé, en parte porque no quería arruinar la magia familiar y en parte porque me moría de curiosidad. ¿Funcionan de verdad estos parches o estamos ante otro producto digno de un catálogo de avión, al lado de los cojines cervicales inflables y las linternas que prometen alumbrar hasta el infinito?

La guerra contra las ronchas

Todos sabemos lo molesto que es un picotazo de mosquito. Primero está el momento ridículo en que uno se da cuenta: ese rascado compulsivo de tobillo bajo la mesa, la sospecha de que un bicho del tamaño de un grano de arroz depauperado ha dejado un recuerdo ardiente y feo. Y luego está el misterio de por qué algunos son objetivos preferentes mientras otros apenas reciben una picadura simbólica.

Durante años, mi madre atribuía su desgracia a tener “la sangre más dulce” de la familia. Resultó ser una explicación tan científica como las fases de la luna para la fertilidad: romántica pero incorrecta. La realidad es que los mosquitos nos eligen en función de cosas bastante más prosaicas: el olor corporal, el color de la ropa que vestimos, la cantidad de dióxido de carbono que exhalamos, e incluso factores genéticos. El grupo sanguíneo influye un poco (los del grupo O parecen ser los preferidos del menú), pero no lo suficiente como para justificar el mito de la sangre endulzada.

Por supuesto, no se trata solo de ronchas y anécdotas familiares. Los mosquitos son, con diferencia, los animales más mortíferos del planeta. No por ellos mismos, sino porque son vectores de enfermedades como malaria, dengue, zika, fiebre amarilla. En comparación, tiburones y serpientes son poco más que mascotas juguetonas. Así que, en efecto, protegerse de ellos no es un capricho: es una cuestión de salud pública.

Cuando la “naturaleza” se vende en parches

El mercado de los repelentes es amplio y variopinto. Hay sprays, cremas, velas, brazaletes, camisetas tratadas con químicos, collares ultrasónicos y ahora, claro, parches adhesivos de aceites esenciales. Estos últimos están especialmente dirigidos a un público sensible: padres que buscan opciones “naturales” para sus hijos pequeños.


La promesa suena atractiva: pegas un bonito parchecito perfumado en la ropa del niño y te olvidas de sprays pegajosos, de olores agresivos y de la sensación de estar embadurnado en productos con nombres que suenan a laboratorio de villanos. Las diferentes marcas, el gigante es Nat Pat, venden estos parches como si fueran el colmo de la innovación. Hablan de “métodos inteligentes” para enmascarar el dióxido de carbono que emitimos al respirar. Lo cual, sobre el papel, suena tan elegante como una fórmula matemática del mismísimo Einstein. El problema es que no explican cómo demonios lo hacen.

En la web de la marca, me encontré con lo que podríamos llamar un ensayo literario más que un argumento científico. Citan un estudio de 2023 que supuestamente probó la eficacia del producto. No dicen quién lo hizo, dónde, ni en qué condiciones. Lo único concreto de ese estudio: que los parches ofrecían 43 minutos de protección efectiva. Menos de lo que dura un episodio de Los Soprano.

La contradicción aumenta cuando, en la misma tienda online, recomiendan reemplazar los parches cada ocho horas. O cada siete días. Depende de la página que consultes. Es como esos restaurantes donde la carta dice que la sopa del día es de verduras, el cartel de la entrada promete pescado y el camarero insiste en que es de pollo.

Aceites esenciales: entre mito y mosquitera rota

La base de estos productos mágicos terror de los mosquitos son los aceites esenciales citronela, eucalipto limón, lavanda y otros aromas que recuerdan más a un baño de sales o a un spa que a eficacia antimosquitos. Se repite hasta la saciedad que estos aceites se han usado “desde hace cientos de años” como repelentes. Lo cual es cierto en el mismo sentido en que durante cientos de años se usaron sanguijuelas para curar las fiebres.

En realidad, la citronela ha demostrado ser más un reclamo turístico para mosquitos que un escudo. En un experimento publicado en el Journal of Insect Science, las velas de citronela no solo no redujeron las picaduras: en algunos casos las aumentaron: de hecho, casi el 91 % de los insectos se dirigieron hacia la persona, aun con la vela encendida.

En otro artículo se señala que, en algunas pruebas, la vela —junto con una persona como cebo— atrajo más mosquitos que la persona sola. Uno sospecha que los mosquitos lo perciben como un cartel de neón que anunciara: “Buffet gratis aquí”.

El eucalipto limón tiene mejores credenciales, pero la eficacia real en parches o pulseras es escasa. La concentración suele ser demasiado baja y la volatilidad demasiado alta como para mantener alejados a los insectos más allá de unos minutos.

Un demonio llamado DEET

Frente a estas dudosas alternativas, aparece el eterno villano de la película: el DEET (N,N-Dietil-meta-toluamida). Solo con pronunciarlo suena a algo que debería llevar traje protector. Y, sin embargo, es el repelente más probado y efectivo de la historia moderna.

La Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos concluyó que, usado correctamente, no representa riesgos para humanos ni para el medio ambiente. La Academia Americana de Pediatría incluso lo recomienda para niños pequeños, con dosis moderadas. Y no, no derrite plásticos ni hace que los murciélagos caigan muertos a tu alrededor, como sugieren algunos foros alarmistas.

La ironía es que el rechazo al DEET —basado en la moderna quimiofobia, ese miedo a cualquier cosa con sílabas raras— lleva a muchos padres a confiar en soluciones que son menos eficaces y, en última instancia, más peligrosas, porque dejan a los niños expuestos.

El verdadero negocio

Lo más ingenioso de todo este asunto es la astucia comercial. Si el parche no funciona, el mosquito pica. Pero no pasa nada: la misma empresa vende parches calmantes para la picazón. Es como vender paraguas agujereados y, justo al lado, ofrecer toallas para secarse. Negocio redondo.

No quiero ser demasiado irónico. Entiendo el atractivo de lo natural, del gesto simple de pegar un parchecito en la ropa de un niño. La idea tiene encanto. Pero encanto no equivale a eficacia. En la práctica, es un poco como ponerse un amuleto contra los resfriados: quizá no haga daño, pero tampoco sirve de mucho más allá del consuelo psicológico.

Al final, el episodio del bebé con parche me dejó una sonrisa y una lección. Por un lado, hay algo entrañable en la fe que ponemos en objetos pequeños y vistosos para proteger a quienes queremos. Por otro, conviene recordar que la ciencia no funciona por decreto publicitario ni por los colores de una pegatina.

Los mosquitos seguirán ahí, implacables, zumbando en la oscuridad, recordándonos que son los animales más peligrosos de la Tierra. Y la mejor defensa, hasta ahora, no viene en formato de parche con dibujos graciosos, sino en frascos con nombres largos y sospechosamente poco “naturales”. Puede que no suene poético, pero en este caso, la poesía está sobrevalorada. 

En resumen: si buscas protección real, confía en el DEET y no en un parche perfumado. Aunque, claro, nada impide pegárselo al bebé si quieres que huela a spa portátil mientras duerme la siesta.

EL POLVO QUE NOS HACE LLORAR… Y, SIENDO MUY OPTIMISTAS, QUIZÁS SALVE AL PLANETA

 

Hace doscientos años, en la campiña inglesa, un médico observaba con frustración a sus pacientes. Cada primavera, sin falta, volvían con los mismos síntomas: estornudos interminables, ojos enrojecidos, secreción nasal, una especie de resfriado sin virus. El hombre, desconcertado, lo bautizó con un nombre pintoresco: hay fever, fiebre del heno. Nadie sabía entonces que el heno no tenía nada que ver; el verdadero culpable era el polen, ese polvillo microscópico que las plantas liberan en cantidades portentosas. Aquellos granitos invisibles se habían convertido en el primer enemigo estacional de la medicina moderna.

El diagnóstico se quedó, la alergia también, y la palabra “polen” pasó a tener un lugar ambiguo en nuestra vida: algo entre el milagro de la reproducción vegetal y la maldición primaveral. Porque el polen es eso: polvo mágico y polvo maldito a la vez. Una partícula de polen es, básicamente, una cápsula blindada cuyo único propósito es transportar material genético masculino de una planta a otra. En otras palabras, es el sistema de mensajería instantánea de la naturaleza, diseñado con un embalaje tan resistente que algunos granos han sobrevivido millones de años atrapados en fósiles. Una especie de SEUR microscópico con servicio de urgencia y garantía de entrega.

Químicamente, el polen es fascinante. Su envoltura externa, la exina, está hecha de esporopolenina, un biopolímero tan resistente que se ha descrito como “el diamante del mundo vegetal”. Dentro, como si fuera un pícnic embotellado, esconde proteínas, aminoácidos esenciales, azúcares, vitaminas, minerales y lípidos. Este cóctel nutritivo convierte al polen en un manjar para abejas y otros insectos, pero para los humanos suele significar pañuelos arrugados y estornudos. Cada especie vegetal fabrica su polen con una firma proteica particular, lo que explica por qué alguien puede sufrir frente al polen del abedul y quedarse tan tranquilo bajo un pino.

Hasta aquí, nada sorprendente: el polen como gran protagonista de la primavera, de la agricultura y de la industria farmacéutica de antihistamínicos. Pero la historia da un giro inesperado en Singapur, donde un grupo de científicos decidió mirar más allá de los estornudos.

En el laboratorio de Nam-Joon Cho, en la Universidad Tecnológica de Nanyang, no se estudia el polen como alergeno ni como elemento de reproducción, sino como materia prima. La escena podría confundirse con cualquier otro centro de investigación: bata blanca, tubos de ensayo, zumbido de máquinas. La diferencia está en los montones amarillos que manchan la ropa de los investigadores. Allí no se buscan vacunas ni antihistamínicos: se busca transformar el polen en un nuevo tipo de material, maleable, útil y, sobre todo, sostenible.

La clave está en domar la cáscara indestructible de esos granos. Durante décadas, la esporopolenina fue un muro imposible: ni ácidos ni enzimas lograban abrirlo. Pero en 2020, Cho y su equipo encontraron un atajo: incubar el polen en una solución de hidróxido de potasio a 80 grados Celsius. El resultado fue casi alquímico: los granos, antes duros como canicas, se transformaron en un microgel blando, maleable como plastilina. Con esa pasta se podía moldear papel, películas delgadas, esponjas porosas, e incluso materiales capaces de reaccionar a cambios de pH o humedad.

Para aplicaciones técnicas, los granos de polen se despojan primero de su capa pegajosa que induce alergias, mediante un proceso de desengrasado. A continuación, si se tratan con ácido, forman cápsulas huecas de esporopolenina que pueden utilizarse para administrar fármacos. Si, en cambio, se tratan con una solución alcalina, los granos de polen desgrasados se transforman en un microgel blando que puede utilizarse para fabricar películas delgadas, papel y esponjas.

De pronto, el polen dejaba de ser polvo estacional para convertirse en algo mucho más intrigante: un biomaterial versátil con aplicaciones insospechadas.

La lista es larga. Papeles resistentes pero flexibles que podrían reemplazar al papel tradicional —ese que devora árboles y agua en cantidades escandalosas—. Esponjas porosas capaces de detener hemorragias, absorber petróleo o servir de andamio para cultivar tejidos humanos. Cápsulas diminutas, ahuecadas y biocompatibles, que podemos imaginar como vehículos para administrar fármacos a los ojos, pulmones o estómago. Y más allá: películas sensibles que podrían funcionar como sensores de salud portátiles o incluso en dispositivos solares, gracias a la protección natural contra los rayos UV que ya posee el polen.

Si se mira bien, es una especie de revancha de la biología. Ese polvo que nos hace llorar podría terminar salvando recursos naturales y ofreciendo alternativas limpias a industrias contaminantes.

Además, el polen es un recurso abundante y renovable. Una sola flor de girasol puede producir entre 25.000 y 67.000 granos cada verano y hablo de una sola flor, de las que un girasol posee centenares. El equipo de Cho suele comprar polen de abeja —una mezcla recolectada en colmenas comerciales— a bajo precio, principalmente de China. Y subrayan un detalle clave: al aprovechar el polen, no se destruye la planta ni la flor. A diferencia de otros biomateriales como el quitosano (que exige sacrificar crustáceos) o la celulosa (que implica talar árboles), el polen se libera de forma natural. Basta recogerlo.

La ironía histórica es deliciosa. Durante siglos, el polen ha sido el enemigo invisible de las primaveras humanas. Provocó el nacimiento de la alergología, alimentó industrias farmacéuticas y arruinó incontables paseos campestres. Y ahora resulta que podría ayudarnos a reducir la tala de bosques, a fabricar materiales biodegradables, a mejorar la medicina y hasta a producir energía más limpia.

Es como si la naturaleza nos estuviera diciendo: “Sí, os he hecho estornudar durante milenios, pero si aprendéis a mirarme de otro modo, puedo ser vuestra aliada”.

En el fondo, es un recordatorio del genio de lo pequeño. Hemos construido civilizaciones enteras a partir de rocas, metales y árboles; pero tal vez el futuro pase por granos invisibles de polvo amarillo. Un material que parecía condenado a irritarnos los ojos podría convertirse en la base de nuevas industrias sostenibles.

Y aquí es donde uno no puede evitar sonreír. El polen, ese enemigo íntimo de los alérgicos, tiene un doble rostro: verdugo de nuestras narices y, a la vez, posible salvador de nuestros bosques. Tal vez llegue el día en que, en lugar de maldecir los estornudos de primavera, demos las gracias por cada nube amarilla flotando en el aire.

Al fin y al cabo, lo que antes nos hacía llorar podría, literalmente, ayudarnos a secar las lágrimas del planeta.


viernes, 22 de agosto de 2025

LA “MCMIGRAINE MEAL”: ENTRE LA OCURRENCIA VIRAL Y LA CIENCIA DESCONFIADA

 

Las redes sociales, además de darnos vídeos de señoras bailando con aspiradoras y gatos que parecen tocar el piano, tienen otra gran especialidad: inventar remedios milagrosos con la misma facilidad con la que uno cambia de calcetines. El último en llegar, y que no lo vi venir, es la llamada “McMigraine Meal”. ¿En qué consiste? En beber un refresco de cola cargado de azúcar mientras devoras unas patatas fritas con sal. Todo ello, dicen, es capaz de mitigar los síntomas de la migraña.

Me enteré de la existencia del invento en un rebote que me llegó de TikTok, que, como todos sabemos, es la biblioteca de Alejandría del siglo XXI pero con más coreografías. Al principio pensé que era una broma: un nombre en inglés, un aire irónico, y la promesa de curar una dolencia que lleva siglos fastidiando a la humanidad con un menú de gasolinera. Pero no. Resulta que había gente que lo defendía en serio. Y lo más curioso: médicos que se lo tomaban lo bastante en serio como para discutirlo.

Antes de que imagines a un ejército de neurólogos abalanzándose sobre las patatas fritas, conviene recordar que la migraña no es un dolor de cabeza normal. Es una especie de complot interno, un sabotaje del sistema nervioso que afecta a uno de cada ocho españoles y que llega acompañado de náuseas, vómitos, sensibilidad a la luz, al ruido, visión borrosa y, en algún caso que conozco, una irresistible necesidad de encerrarse en un cuarto oscuro con la esperanza de que el mundo deje de existir un rato.

Las migrañas son una afección difícil de abordar para pacientes y médicos, ya que los desencadenantes pueden ser muy individuales. Por ejemplo, una persona puede sufrir migrañas inducidas por olores o humos fuertes, mientras que otra puede tener desencadenantes alimentarios, y en otra, el desencadenante puede ser ambos o algo completamente diferente. Y para complicar aún más las cosas, no todos responden a los mismos tratamientos.

Hay quienes encuentran alivio con medicamentos recetados como triptanes o antiinflamatorios no esteroideos para detener un ataque, mientras que otros mejoran con opciones preventivas como betabloqueantes, antidepresivos tricíclicos o incluso inyecciones de bótox. Encontrar la combinación adecuada de tratamiento y cambios en el estilo de vida a menudo acarrea un largo proceso de ensayo y error, y posiblemente una pequeña libreta llena de anotaciones crípticas como "carne + vino + viento = migraña de 48 horas".

Quien sufre migrañas crónicas —más de quince días al mes, que ya es casi un trabajo a jornada completa— vive a la caza de remedios. Así que no sorprende que algo tan simple como un refresco con patatas se convierta en la esperanza de haber encontrado la tutía árabe o el cristiano bálsamo de Fierabrás. Un amigo, en un momento de debilidad, probó la receta. Se senté con su vaso burbujeante y su bolsa de patatas grasientas como si estuviera a punto de invocar a los dioses de la neurología. El resultado fue confuso, me dice: el dolor seguía allí, aunque ligeramente más repartido, quizá porque el curamigrañas estaba ocupado en darle acidez de estómago.

Eso sí, tiene cierta lógica. La cafeína de la cola puede contraer vasos sanguíneos y modificar la actividad cerebral, lo que en teoría ayuda al comienzo de una crisis. Y el sodio de las patatas, sospechan algunos, podría también tener algún efecto en el sistema nervioso. Hay pacientes que juran sentir alivio con algo salado cuando la migraña amenaza. Pero claro, dicen que jurar cosas cuando uno tiene migraña es casi un deporte de riesgo: juras que jamás volverás a beber vino, juras que nunca volverás a mirar una pantalla, y al día siguiente estás con un Rioja y el móvil a todo volumen.

El problema es que muchos de estos ultraprocesados incluyen tiramina, un sospechoso clásico de provocar crisis en personas sensibles. Así que lo que a ti te calma, a tu vecino lo puede mandar directo a la cama. Es como un juego de ruleta rusa, pero con snacks.

Los médicos, sensatos como suelen ser, no recomiendan basar tu tratamiento en el menú de TikTok. La “McMigraine Meal” es, en el mejor de los casos, una curiosidad simpática. En el peor, un camino directo a más episodios, porque el exceso de cafeína es un conocido generador de migrañas. No hay estudios que lo avalen, no hay protocolos que lo incluyan, y la única ventaja clara es que al menos sabe mejor que tragar una pastilla en ayunas.

En resumen: es comprensible que los enfermos busquen alivio donde sea, incluso en un vaso de cola con hielo y unas patatas grasientas. Pero confiar en este remedio como estrategia a largo plazo es como intentar tapar una gotera con un chicle: tarde o temprano, todo se derrumba.

Eso sí, reconozco que, al menos durante unos minutos, mi amigo se sintió parte de una gran hermandad digital de migrañosos compartiendo trucos absurdos. Y quizá ese sea el único beneficio real de la “McMigraine Meal”: la ilusión de no estar solo.