Monte McKinley, el pico más alto
de Norteamérica, es la montaña más alta del mundo desde la base hasta la cima
(5.500 m), el tercer pico más prominente y el tercero más aislado de la Tierra,
después del Monte Everest y el Aconcagua. El pueblo koyukon , que habita la
zona que rodea la montaña, la ha llamado "Denali" durante siglos. En
1896, un buscador de oro la bautizó como "Monte McKinley" en apoyo al
entonces candidato presidencial William McKinley, quien posteriormente se
convirtió en el vigésimo quinto presidente.
El nombre de McKinley fue el
nombre oficial reconocido por el gobierno federal de Estados Unidos desde 1917
hasta 2015. En agosto de 2015, el Departamento del Interior bajo la
administración de Obama restituyó el nombre federal oficial de la montaña a Denali.
En enero de 2025, el Departamento del Interior, bajo la administración de
Trump, revirtió el nombre federal oficial de la montaña a Monte McKinley.
En el bar de Talkeetna, Alaska, entre un alce
disecado con mirada ausente y una colección de matrículas oxidadas, hay unas
fotografías que parecen la prueba de un milagro o de una borrachera
particularmente ambiciosa. Muestran a cuatro hombres vestidos con gruesas
chaquetas de lana y sombreros de ala caída arrastrando un poste por un glaciar.
En una de las imágenes sonríen: o están a punto de conquistar la montaña más
alta de Norteamérica, o de morir en el intento.
El camarero, un tipo de barba de oso y sonrisa de leñador, me explicó que aquellos hombres eran mineros. “Los Sourdoughs”, dijo, como si el nombre bastara para resumirlo todo. «Fueron los primeros en subir al McKinley, allá por 1910. Cargaron ese mástil hasta la cima». Detrás de la barra colgaban recortes de prensa amarillentos, con titulares heroicos: Miners Conquer Mount McKinley!, Flag Raised Above Alaska!
En ese instante tuve claro que
había encontrado el tipo de historia que me fascina: una mezcla de épica,
imprudencia y cerveza, mucha cerveza.
La historia oficial dice que la
primera ascensión completa al McKinley (su pico sur, el más alto, mide 6 190 m)
la lograron en 1913 Hudson Stuck, un arcediano anglicano; Harry Karstens, un
guía curtido; el joven Walter Harper y Robert Tatum, que además de alpinista
era seminarista. Subieron con cuerdas, crampones y disciplina británica, lo que
suena mucho menos divertido que cuatro mineros con un palo.
Esta foto muestra a los miembros de la expedición de 1913
(excepto Hudson Stuck, que debió tomar la imagen). Los cinco hombres están de
pie frente a una tienda de campaña, con árboles al fondo. A la izquierda se ven
unas raquetas de nieve. Karstens (centro) empuña un rifle. La foto es una copia
tomada del libro de Hudson Stuck de 1914, The Ascent of Denali (Mount
McKinley).
Los Sourdoughs —Tom Lloyd, Pete Anderson, Billy Taylor y Charlie McGonagall— eran buscadores de oro en la zona de Fairbanks. En el invierno de 1909, según cuenta la leyenda, estaban en un bar cuando alguien comentó que nadie había logrado coronar el Denali. Lloyd, quizá después de trasegar el tercer güisqui y varias jarras de cerveza, apostó que él y sus compañeros lo harían. Nadie le tomó en serio, así que tuvieron que hacerlo.
Los miembros de la Expedición Sourdoughs de 1909-1910
fueron (de izquierda a derecha): Charley McGonagall, Pete Anderson, Tom Lloyd
(sentado) y Billy Taylor. Colección Francis P. Farquhar, UAF.
Su equipo era digno de un manual
de supervivencia escrito por un optimista: raquetas de nieve, mochilas de lona,
algo de tocino, una cafetera y un tronco de abeto de más de cuatro metros que
pensaban plantar en la cumbre “para que se viera desde Fairbanks”. El peso del
mástil era tal que el propio Tom Lloyd prefirió quedarse en el campamento base
“para coordinar la operación”, lo que en lenguaje minero probablemente
significa “para vigilar la botella”.
Los tres restantes emprendieron
la marcha en pleno invierno. No llevaban crampones ni cuerdas y su ropa era la
misma que usaban para picar mineral. En los tramos más escarpados arrastraban
el poste como si fuera un compañero caído. Tras semanas de penurias, aseguraron
haber alcanzado la cumbre norte del Denali (—no la más alta, pero muy
respetable— y haber erigido allí su mástil.
Cuando regresaron, medio
congelados y con barba de profeta, la gente de Fairbanks los recibió como
héroes, aunque muchos pensaban que su relato era una fanfarronada de taberna.
No existían fotografías de la cima ni testigos, y durante un siglo la hazaña quedó
en el limbo entre la gloria y el cuento.
Hasta hace poco. En 2022, unos
investigadores de la Universidad de Alaska encontraron un puñado de fotografías
inéditas de la expedición. En ellas se ve a los mineros posando frente a un
paisaje de hielo infinito, y sí, con su inseparable poste. Los estudios
topográficos sugieren que pudieron llegar a la cumbre norte, lo que, en
justicia, los convierte en los primeros hombres en subir “una parte
significativa” del McKinley. No es poca cosa para cuatro tipos sin crampones ni
patrocinadores.
Los geólogos actuales, con esa
precisión que mata el romance, señalan que el mástil jamás habría sido visible
desde Fairbanks. Pero a mí me gusta imaginar que, durante unos días de 1910,
entre el hielo y el cielo, hubo un trozo de abeto al que el viento se aferraba
como a un improbable estandarte.
Quizá la verdad no importe tanto.
En Alaska, las historias suelen ser más grandes que los hechos: osos de cinco
metros, mineros que suben montañas imposibles, hombres que desaparecen en la
nieve para volverse leyenda. El McKinley sigue allí, majestuoso e indiferente,
pero en un bar de Fairbanks todavía se brindan cervezas por aquellos cuatro
locos que decidieron enfrentarse al techo del continente con un tronco y una
apuesta.
Y uno no puede evitar pensar que,
si los Sourdoughs vivieran hoy, serían influencers de montaña con
patrocinio de ropa térmica y un dron para las fotos. Pero prefiero la versión
antigua: la del bar, el güisqui y el poste de abeto que subió hasta el cielo.