El 8 de junio de 2024 amaneció con ese aire limpio y cortante que solo tiene Wyoming después de una noche de tormenta. Después de tomar unas cervezas en el Hootie Owl Saloon en Red Lodge, Montana, y de dormir una noche de tormenta en un motel de madera que olía a café de puchero y cuero viejo, nos dirigíamos hacia Yellowstone cuando decidimos desviarnos unos kilómetros para visitar en Cody el Old Trail Town, un pequeño museo al aire libre que conserva cabañas, tiendas y tumbas de los viejos tiempos del Oeste. No esperaba encontrarme nada más que polvo, bisontes disecados y la melancolía habitual de los lugares donde el pasado se conserva como un decorado.
Pero al llegar, frente al portal
de troncos, nos topamos con una pequeña multitud reunida en silencio alrededor de
una verja negra de hierro forjado que rodeaba una escultura sostenida en un
pedestal revestido de arenisca pétrea. Un grupo de veteranos con sombreros de
ala ancha sostenía banderas; un hombre de barba blanca pronunciaba un breve
discurso mientras el viento jugaba con las cintas de los estandartes. Un cartel improvisado revelaba el
motivo:
“50th Anniversary of the Burial of John
‘Liver-Eating’ Johnson.”
Me quedé quieto, entre turistas y
lugareños, escuchando cómo el viento hacía sonar las banderas y el nombre del
Comehígados volvía a resonar entre las montañas. No todos los días uno tropieza
con una ceremonia dedicada a un mito.
El monumento quiere ser
imponente, pero no lo consigue: encaramado en un caballo que marcha a un paso que,
un tanto fuera de lugar, parece de rejoneo, una escultura de bronce muestra a
Johnson con su rifle y su abrigo de piel, mirando hacia el horizonte, con esa
expresión hierática de los hombres que ya solo existen en las leyendas. A sus
pies, una gran placa grabada con letras doradas proclama “Jeremiah Johnson”, el
nombre que le dio Hollywood. No era su verdadero nombre, pero a estas alturas
da igual: la ficción ha terminado por sepultar a la historia, igual que los dos
camiones de hormigón que se vertieron sobre su tumba para evitar que nadie
profanara los restos. Johnson no se irá a ninguna parte.
El Old Trail Town está a las
afueras de Cody, una población que vive a medio camino entre museo y parque
temático. Todo en ella rinde homenaje a la frontera: las fachadas de madera,
las pistolas en las tiendas de recuerdos, los restaurantes con nombres como The
Irma Hotel o Buffalo Bill’s Barbecue. Cody fue fundada por William
F. Cody, el mismísimo Buffalo Bill, que convirtió su propia biografía en
espectáculo antes de que el cine inventara los créditos. Es apropiado que
Johnson, otro personaje devorado por su leyenda, repose aquí, en una ciudad que
aprendió a vivir del mito.
John “Liver-Eating” Johnson
—nacido como John Garrison en 1824, probablemente en Nueva Jersey o Pensilvania,
vaya usted a saber— fue un personaje tan real como improbable. Marinero,
cazador, soldado y trampero, pasó décadas recorriendo las Montañas Rocosas
cuando la frontera aún no estaba trazada. Según la tradición, cuando una banda
de cuervos (los indios Crow) mató a su esposa nativa, Johnson juró vengarse de
todos ellos. Durante años, dicen, los cazó uno a uno, arrancando y devorando
sus hígados como advertencia. Nadie sabe cuánta verdad hay en ello, pero el
mito prendió como el fuego que cada año prendía en las praderas.
Quizá no hacía falta que fuera
verdad. El Oeste americano se alimentó de historias como esa: hombres
solitarios que se enfrentan a un territorio más grande que ellos, que
sobreviven a todo menos a la posteridad. En realidad, el propio Johnson
participó en la Guerra Civil, trabajó como leñador, como guardia de prisión y
hasta como alguacil. Pero el público nunca quiso oír hablar del empleado o del
viejo soldado. Querían al vengador, al salvaje, al último hombre libre antes de
que llegara el ferrocarril.
Murió en 1900, pobre y olvidado,
en un asilo de veteranos de Los Ángeles. Fue enterrado allí, sin honores, bajo
una lápida anónima. Y allí permaneció hasta que, setenta años después, un grupo
de estudiantes de secundaria de Montana descubrió su historia en un libro de
historia local y decidió traerlo “de vuelta al Oeste”. La idea era romántica y
absurda —como casi todo lo que en América acaba funcionando—, pero encontraron
aliados poderosos. Uno de ellos fue Robert Redford, que acababa de interpretar
a Johnson en la película Jeremiah Johnson (1972).
Redford no solo apoyó la
repatriación: fue uno de los portadores del féretro cuando los restos de
Johnson llegaron a Cody en 1974. Aquella imagen —el actor que representó al
mito, cargando sus huesos reales— fue una de esas escenas en las que la
historia y el cine se funden en un mismo plano. Para muchos, fue como si el
propio hombre de las montañas regresara por fin a casa, escoltado por su doble
de celuloide.
La película de Redford había
sido, en muchos sentidos, el renacimiento del personaje. Rodada en los parajes
salvajes de Utah y Arizona, mostraba a un hombre que huía de la civilización
para encontrar la paz en la montaña, solo para descubrir que el silencio
también tiene sus propias trampas. Redford contó después que el rodaje fue «un
trabajo duro y peligroso, pero ese era el objetivo: queríamos que se sintiera
tan crudo y real como la vida de este hombre». Jeremiah Johnson
transformó al Comehígados en un símbolo más sereno: no ya el vengador, sino el
ermitaño que busca redención en la naturaleza.
Mientras los asistentes a la
ceremonia colocaban flores y algunos jóvenes practicaban la peste de los selfies
junto a la estatua, pensé en la ironía de aquel entierro reforzado con
hormigón. Johnson, que había pasado su vida moviéndose de valle en valle,
descansaba ahora bajo toneladas de cemento. El hombre que devoraba hígados para
infundir miedo había sido finalmente domesticado, convertido en una atracción
junto a la carretera.
Y sin embargo, había algo
profundamente humano en todo aquello. Los mitos del Oeste no mueren; se
transforman. Hoy viven en parques temáticos, en tazas de recuerdo, en películas
que se repiten los domingos por la tarde. Pero bajo esa capa de cartón piedra
late todavía la vieja fascinación: la idea de que, en algún momento, en algún
lugar de las montañas, un hombre pudo ser completamente libre, aunque fuera
solo por un instante.
Cuando me alejé de Old Trail
Town, el viento levantaba remolinos de polvo sobre el camino. Miré hacia las
montañas de Absaroka, al horizonte de nieve donde empezaba Yellowstone. Pensé
que quizá el Comehígados había encontrado, por fin, lo que buscaba: un sitio
donde quedarse quieto. O quizá no.
En América, los mitos nunca
descansan del todo.