No hay experiencia más española
que quedarse atrapado detrás de un camión cargado de melones. Ni más manchega.
Ocurrió una tarde de agosto, cerca de Manzanares, con el aire temblando a
cuarenta grados y el asfalto tan blando que las líneas blancas parecían
derretirse. El camión, un monstruo blanco con toldo verde y las palabras Frutas
Paquito pintadas en letras alegres, avanzaba a paso de penitente. En su
interior, a juzgar por el vaivén de la lona, se movía todo un océano de
melones. Miles de ellos.
Yo iba detrás, resignado, mirando
cómo las luces traseras del tráiler se encendían con desgana. Tenía tiempo para
pensar, y eso siempre es peligroso. En algún momento, entre bostezo y bostezo,
me pregunté: ¿cuánto pesa un camión de melones? No en sentido poético, sino
físico. Es decir, si los melones tuvieran báscula propia, ¿qué marcaría la
aguja?
Un melón de tipo piel de sapo, el
orgullo de La Mancha, pesa de media unos tres kilos. El camión, a ojo, podía
llevar al menos dos mil. Seis toneladas de fruta, más el vehículo, más el
conductor. Siete, ocho toneladas en total. Era como seguir de cerca a un
elefante hecho de azúcar vegetal.
Me imaginé los neumáticos
soportando esa carga, cada uno con más de una tonelada encima, mientras el aire
del verano trataba de disolverse entre el polvo y el gasóleo. En ese momento,
con el cerebro empezando a hervir, recordé una fórmula que me enseñaron en el
colegio:
Peso = masa × gravedad.
La gravedad en la Tierra es de
unos 9,8 metros por segundo al cuadrado, lo que significa que cada melón de
tres kilos ejerce sobre el planeta una fuerza de casi 30 newtons. Multiplicado
por miles, el camión entero tiraba hacia abajo con la intensidad de sesenta mil "melones de fuerza", si es que eso existiera como unidad.
Pensé que sería divertido —en un
sentido puramente teórico— imaginar ese mismo camión en otros planetas. En la
Luna, por ejemplo, cada melón pesaría una sexta parte: medio kilo. Sería el
sueño de cualquier agricultor: melones gigantes y ligeros, que podrían apilarse
hasta el cielo sin que nadie se quejara de la espalda. En Júpiter, en cambio,
el pobre Paquito no podría ni arrancar. La gravedad allí es dos veces y media
mayor, así que un solo melón pesaría como si lo hubieran rellenado de plomo.
Conducir detrás de un camión da
para mucho pensamiento inútil, pero también para cierta filosofía. Por ejemplo:
el melón, pese a su masa respetable, flota. Es una fruta modesta con vocación
náutica. Su densidad —la cantidad de materia por unidad de volumen— es inferior
a la del agua, de modo que, si uno lanza un melón a una piscina, este asoma la
cabeza, orgulloso, como diciendo “¿ves? también sé nadar”. Es pura física: si
el empuje del agua (la famosa fuerza de Arquímedes) es mayor que el peso del
objeto, el objeto flota.
Durante siglos, los melones
flotaron también por el Mediterráneo, de forma más figurada: desde Persia, su
probable origen, hasta Egipto, luego a Grecia, y más tarde a Roma, que los
adoptó con entusiasmo. Los romanos los consideraban afrodisíacos, lo cual
demuestra que la ciencia antigua era, ante todo, optimista. En algún momento de
la Edad Media, los melones se establecieron en La Mancha, donde encontraron el
clima perfecto: mucho sol, poca agua y agricultores testarudos.
Hoy, varios pueblos españoles presumen de ser la
capital del melón. Cada verano celebran su feria con concursos, catas y un
campeonato de “peso máximo”, donde los ejemplares ganadores pueden alcanzar
diez o doce kilos. Se exhiben como si fueran obras de arte o crías de dinosaurio.
Y con razón: un melón de diez kilos contiene en su interior una arquitectura de
fibras, azúcares y agua que resiste la gravedad con elegante fragilidad.
Pero volvamos a la carretera.
Detrás del camión, seguía calculando. Si cada melón contiene un 90% de agua, y
el agua tiene una densidad de un kilogramo por litro, entonces seis toneladas
de melones equivalen a unos seis mil litros de líquido. Es decir, lo mismo que
una piscina pequeña. Y si Paquito frenaba de golpe, toda esa masa líquida
tendería, por inercia, a seguir su camino, aplastando los melones del fondo y
convirtiendo el camión en un cóctel de zumo manchego.
Ahí entra en juego otra ley
física: la inercia, esa costumbre que tienen las cosas de seguir haciendo lo
que estaban haciendo. Cuanto más pesa algo, más se resiste a cambiar de estado.
Es el principio que explica por qué un melón lanzado por la ventanilla a 100
km/h (hipotéticamente, claro) no cae junto al coche, sino mucho más adelante.
En física, como en la vida, detener algo en movimiento requiere esfuerzo.
A esas alturas, el tráfico se
había despejado un poco y el camión aceleró hasta unos sesenta por hora. Desde
mi ventanilla vi los melones temblando bajo la lona como si trataran de
escapar. Pensé en los que iban al fondo, soportando el peso de todos los demás.
Si los melones pudieran quejarse, los del fondo serían los más amargados del
mundo. Pero esa es la ley de la naturaleza: el peso se reparte mal.
Mi mente, ya completamente
perdida, se preguntó si los melones saben que son pesados. La respuesta, por
suerte, es no. Pero nosotros sí. Vivimos bajo el mismo campo gravitatorio, cada
uno con nuestros melones personales: cargas, problemas, responsabilidades. Y,
como el camión de Frutas Paquito, avanzamos despacio, cuidando de no perder la
carga en las curvas.
Cuando por fin la carretera se
abrió y pude adelantar, miré el camión al pasar. En la cabina, el conductor
llevaba el brazo colgando por la ventanilla, indiferente al peso de su
mercancía y al calor que derretía el horizonte. Me dio por pensar que quizá el
secreto de la física, y de la vida, sea el mismo: aceptar el peso sin quejarse
demasiado.
El camión quedó atrás,
empequeñecido por la distancia. Bajo el sol, los melones seguían su lento viaje
hacia algún mercado o frigorífico. Yo seguí el mío, un poco más sabio y un poco
más sediento, pensando que la física, en el fondo, no es más que el arte de
entender por qué las cosas pesan… y por qué seguimos arrastrándolas con tanta
dignidad.