El vinagre de sidra de manzana,
esa estrella rutilante del firmamento “saludable”, volvió a los titulares
gracias a un estudio científico que aseguraba una pérdida de peso espectacular
con solo unas cucharadas al día. Por un momento, pareció que la salvación
estaba al alcance del frasco. Luego, la revista retiró el artículo al descubrir
“irregularidades metodológicas”, lo que es una forma elegante de decir que los
resultados no se sostenían ni con un milagro.
Llevo oyendo hablar del vinagre
de sidra de manzana desde hace casi veinte años, cuando cayó en mis manos un
librito con un título inolvidable: Apple Cider Vinegar: Miracle Health
System, de los doctores Paul C. Bragg y Patricia Bragg, suegro y nuera, respectivamente.
Lo de “doctores” es un decir: ambos procedían de instituciones naturopáticas con
menos acreditaciones que el palo de una escoba y con títulos tan sólidos como
un flan al sol. Paul Bragg había muerto en 1976, pero su espíritu seguía
flotando sobre las estanterías de las tiendas naturistas, junto con su promesa
de que el vinagre de sidra de manzana podía hacerlo todo: adelgazar, purificar
la sangre, rejuvenecer el alma y, probablemente, planchar las camisas.
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Paul y Patricia Bragg difundiendo su salutífero mensaje. Foto. |
No era una idea nueva. Ya en
tiempos de Hipócrates se recomendaban mezclas de miel y vinagre para la tos, y
según una leyenda bastante dudosa, durante la peste negra del siglo XV unos
ladrones saquearon tumbas sin contagiarse gracias a máscaras empapadas en
vinagre. Más tarde, en pleno siglo XIX, un vinagre de sidra, el Dr. Walker’s
Vinegar Bitters prometía vigor, longevidad y limpieza interior, que en
el lenguaje de la época significaba principalmente irse por la pata abajo.
En los años sesenta del siglo
pasado, un médico rural de Vermont, el Dr. DeForest
Clinton Jarvis, publicó Folk Medicine, un éxito de ventas en el que
elogiaba el vinagre de sidra de manzana y la miel como si fueran la tutía y el
bálsamo de Fierabrás en una misma botella. El libro dio origen a una moda que
todavía colea, prueba de que la esperanza humana es un recurso renovable.
Jarvis sostenía que el cuerpo funcionaba mejor “cuando era ligeramente ácido”,
frase que suena científica hasta que uno recuerda que el ácido, en exceso,
también disuelve la pintura.
Yo, la verdad, no había prestado
demasiada atención al asunto hasta que publiqué
un artículo sobre las manzanas y otro
par de ellos sobre la sidra, y, para mi desgracia, varios lectores me
preguntaron por “el vinagre milagroso”. Lo que oí sonaba sospechosamente a
dieta con wifi, así que decidí investigar. Leí el panfleto de los Bragg, hojeé
el libro del doctor Jarvis y repasé blogs de autoayuda con la misma sensación
de incredulidad que produce ver a alguien intentar arreglar una tostadora con pegamento
Imedio.
Las “pruebas” eran, como suele
ocurrir, historias difusas y anécdotas personales elevadas a la categoría de
verdad universal. Así que dejé el tema. Hasta que, en 2025, el vinagre
reapareció de la mano de una miniserie de Netflix titulada, sin rodeos, Apple
Cider Vinegar. La protagonista involuntaria era Belle Gibson, una influencer
australiana que fingió tener cáncer cerebral y dijo haberse curado con remedios
naturales, entre ellos el omnipresente vinagre. Gibson acumuló más de 200 000
seguidores en Instagram —lo cual es más que notable, teniendo en cuenta que la
plataforma aún gateaba por entonces— y hasta publicó un libro, The Whole
Pantry, que se convirtió en éxito internacional antes de que se descubriera
que su historia era tan falsa como su enfermedad. Fue condenada por estafa,
aunque el vinagre, una vez más, salió ileso.
Mi reencuentro más reciente con
el tema vino a principios de 2024, cuando apareció en el British Medical
Journal Nutrition un estudio titulado Vinagre de sidra de manzana para
el control del peso en adolescentes y adultos jóvenes libaneses con sobrepeso y
obesidad: un estudio aleatorizado, doble ciego y controlado con placebo (les ahorro su título original
en inglés). No era el boletín de una herboristería ni el blog de un coach
nutricional, sino una revista con revisión por pares. El estudio describía un
ensayo en el que se administraban 5, 10 o 15 mililitros diarios de vinagre o,
por el contrario, de placebo a grupos de jóvenes con sobrepeso. Los resultados
eran espectaculares: hasta siete kilos perdidos en doce semanas. ¡Siete kilos!
En tres meses. Con vinagre ¡Ni el Ozempic, y eso que el Ozempic
cuesta tanto como un coche usado!
Lo más desconcertante era que el
efecto no dependía mucho de la dosis. Los que tomaban 5 mililitros perdían casi
lo mismo que los de 15. No había ninguna explicación fisiológica convincente,
pero los números estaban ahí, en letra impresa y con la bendición de una
revista seria. Por una vez, parecía que los Bragg, Jarvis y compañía iban a
tener su revancha.
Hasta que llegaron las cartas al
editor. Primero una, luego varias, todas con un tono cortés pero inequívoco:
algo no cuadraba. Los sesudos expertos solicitados por la revista como árbitros
revisaron los datos y encontraron errores estadísticos, inconsistencias en la
metodología y conclusiones que, en resumen, no podían sostenerse. Un año
después, el artículo fue retirado oficialmente.
Por supuesto, los entusiastas del
vinagre de sidra de manzana no se dieron por vencidos. Sostienen que el estudio
fue víctima de un complot de la “industria farmacéutica”, lo cual es una
acusación bastante seria para una industria que gana miles de millones sin
necesidad de conspirar contra un potingue.
Por mi parte, la historia me dejó con la misma curiosidad que produce ver un coche aparcado en una zanja: uno quiere entender cómo llegó allí. Así que compré una botella de Bragg Apple Cider Vinegar, orgullosamente etiquetada como “tu dosis diaria de bienestar”. La probé con una ensalada. No me hizo ningún daño, tampoco me iluminó el espíritu, y descubrí que sigo prefiriendo el vinagre de Jerez.
Lo cierto es que vivimos una
época extraña. En algunos supermercados comienza a haber más espacio dedicado a
productos “funcionales” que a las verduras de toda la vida, y cada mes aparece
un nuevo elixir prometiendo curar la fatiga, el estrés, el sobrepeso y, con
suerte, la mediocridad. El vinagre de sidra de manzana no es el peor de ellos
—al menos no lleva colágeno, ni polvo de unicornio, ni aleta de tiburón—, pero
forma parte del mismo credo: si algo pica al tragar, debe de estar haciendo
efecto.
Hay algo casi enternecedor en
nuestra fe en los remedios naturales. En el fondo, preferimos creer que la
salud se encuentra en la despensa antes que en una consulta médica. Es una
fantasía consoladora: basta con ingerir un líquido marrón y todo se arregla. Si
funciona, diremos que la naturaleza es sabia. Si no, diremos que el cuerpo
necesitaba “detox”.
El problema, supongo, es que cualquier cosa fermentada parece prometer redención. Si alguien descubriera mañana que el vinagre de pepinillo prolonga la vida o que inhalar el vapor de la kombucha cura el insomnio, habría colas en los herbolarios antes del mediodía. Desconfiamos de los médicos, pero confiamos ciegamente en los frascos con etiquetas cursis y promesas en beige.
Tal vez esa sea la moraleja: si algo promete curarlo todo, probablemente no cure nada… salvo, quizás, el aburrimiento. Y en ese sentido, el vinagre de sidra de manzana cumple lo que promete: es agrio, inofensivo y, puestos a escribir de él, terriblemente entretenido.