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viernes, 26 de diciembre de 2025

EL TIEMPO QUE APENAS ALCANZA A SER TIEMPO

Un zeptosegundo es el tiempo que tarda la realidad en pestañear a escala atómica.

Medición exacta del zeptosegundo

Si usted cree que llega tarde cuando pierde el autobús por treinta segundos, espere a conocer al zeptosegundo, una unidad de tiempo tan diminuta que haría parecer razonable al tipo de la ventanilla que le dice «vuelva usted mañana». El zeptosegundo es, literalmente, el tiempo llevado al extremo del absurdo: una trillonésima de trillonésima parte de un segundo, o lo que es lo mismo, 10⁻²¹ segundos. Es tan corto que, durante mucho tiempo, la ciencia sospechó de su existencia práctica del mismo modo que uno sospecha de los unicornios: con simpatía, pero sin demasiada fe.

Para situarnos: si un segundo fuese la edad del universo, un zeptosegundo sería el tiempo que tarda usted en arrepentirse de haber dicho algo inconveniente… dividido por varios millones. En un zeptosegundo no se puede parpadear, ni estornudar, ni siquiera dudar. En un zeptosegundo la realidad apenas tiene tiempo de aclararse la garganta.

La razón de que sepamos que algo tan ridículamente breve existe no es porque alguien haya tenido un cronómetro lo bastante preciso —no lo ha tenido—, sino porque la naturaleza, con su habitual desdén por nuestra escala humana, hace cosas a esa velocidad. En particular, los electrones. Los electrones son criaturas inquietas, impacientes y claramente incapaces de quedarse quietos para una fotografía. Cuando la luz golpea un átomo y expulsa uno de estos diminutos revoltosos, todo ocurre en un lapso que se mide en zeptosegundos. No es que ocurra rápido: ocurre antes de que la palabra “rápido” tenga sentido.

Durante décadas, los científicos se conformaron con unidades más respetables. El femtosegundo (10⁻¹⁵) ya parecía un exceso. El attosegundo (10⁻¹⁸) sonaba directamente a broma privada entre físicos. Pero el progreso científico tiene una cualidad implacable: siempre quiere mirar un poco más de cerca, un poco más rápido, un poco más adentro. Así que, inevitablemente, alguien dijo: “¿Y si vamos todavía más abajo?”. Y así nació el zeptosegundo como unidad útil, no solo como curiosidad lingüística.

El truco para “medir” algo que dura menos que la paciencia de un electrón no consiste en pulsar un botón en el momento justo —eso sería ingenuo—, sino en inferir el tiempo a partir del espacio. La luz tiene una velocidad conocida. Si usted puede observar cuánto recorre la luz mientras sucede un proceso, puede deducir cuánto tiempo ha pasado. Es una solución elegante y ligeramente tramposa, muy en la tradición científica: si no puedes medir el tiempo directamente, mídelo de lado.

En 2020, un grupo de investigadores logró justamente eso al estudiar cómo la luz interactúa con los electrones de un átomo. El resultado fue una medición indirecta de un proceso que duraba unos pocos cientos de zeptosegundos. El récord no fue tanto haber cronometrado el tiempo más breve jamás registrado, sino haber demostrado que incluso en esos intervalos absurdos la naturaleza sigue reglas comprensibles. O, al menos, reglas que podemos fingir que comprendemos mientras asentimos con gesto grave.

Todo esto plantea una pregunta inevitable: ¿para qué sirve saber algo así? La respuesta honesta es que no sirve para llegar antes al trabajo, ni para cocer mejor los espaguetis. Sirve para entender cómo se comporta la materia en su nivel más íntimo. Las reacciones químicas, la conductividad de los materiales, los procesos fundamentales de la vida dependen de movimientos electrónicos que ocurren en escalas de tiempo ridículas. Comprenderlas puede llevar —con el tiempo, ese concepto ya casi entrañable— a nuevos materiales, tecnologías más eficientes o avances médicos inesperados.

También sirve, aunque nadie lo diga en las solicitudes de financiación, para poner a la humanidad en su sitio. Vivimos obsesionados con la prisa, convencidos de que todo ocurre demasiado rápido, cuando en realidad existimos en una especie de cámara lenta cósmica. Un segundo, visto desde la perspectiva de un electrón, es una eternidad burocrática. Un minuto es una condena perpetua.

El zeptosegundo pertenece a una familia de prefijos que suenan como personajes secundarios de ciencia ficción: femto, atto, zepto, yocto. Son palabras que parecen inventadas por alguien con exceso de café y poco respeto por el diccionario, pero están cuidadosamente definidas y son tan oficiales como el metro o el kilogramo. Que existan dice algo interesante sobre nuestra especie: no nos basta con entender el mundo; queremos medirlo hasta el último decimal, aunque ese decimal dure menos que un suspiro subatómico.

Hay algo profundamente reconfortante en todo esto. El hecho de que podamos hablar con naturalidad de un intervalo de tiempo tan breve que ni siquiera la luz se mueve mucho durante él sugiere que, pese a nuestras torpezas evidentes, somos capaces de una precisión asombrosa. Medimos lo que no podemos sentir, nombramos lo que no podemos experimentar y, en el proceso, ampliamos un poco más el mapa de la realidad.

Así que la próxima vez que alguien le diga que “no tiene ni un segundo”, piense en el zeptosegundo. Piense que incluso en el lapso más insignificante que podamos imaginar, el universo está haciendo algo complejo, elegante y perfectamente indiferente a nuestras prisas. Y recuerde que, comparados con un electrón, todos vivimos a la velocidad de un domingo por la tarde.