Un zeptosegundo es el tiempo que tarda la realidad en pestañear a escala atómica.
| Medición exacta del zeptosegundo |
Si usted cree que llega tarde
cuando pierde el autobús por treinta segundos, espere a conocer al
zeptosegundo, una unidad de tiempo tan diminuta que haría parecer razonable al
tipo de la ventanilla que le dice «vuelva usted mañana». El zeptosegundo es,
literalmente, el tiempo llevado al extremo del absurdo: una trillonésima de
trillonésima parte de un segundo, o lo que es lo mismo, 10⁻²¹ segundos. Es tan
corto que, durante mucho tiempo, la ciencia sospechó de su existencia práctica
del mismo modo que uno sospecha de los unicornios: con simpatía, pero sin
demasiada fe.
Para situarnos: si un segundo
fuese la edad del universo, un zeptosegundo sería el tiempo que tarda usted en
arrepentirse de haber dicho algo inconveniente… dividido por varios millones.
En un zeptosegundo no se puede parpadear, ni estornudar, ni siquiera dudar. En
un zeptosegundo la realidad apenas tiene tiempo de aclararse la garganta.
La razón de que sepamos que algo
tan ridículamente breve existe no es porque alguien haya tenido un cronómetro
lo bastante preciso —no lo ha tenido—, sino porque la naturaleza, con su
habitual desdén por nuestra escala humana, hace cosas a esa velocidad. En
particular, los electrones. Los electrones son criaturas inquietas, impacientes
y claramente incapaces de quedarse quietos para una fotografía. Cuando la luz
golpea un átomo y expulsa uno de estos diminutos revoltosos, todo ocurre en un
lapso que se mide en zeptosegundos. No es que ocurra rápido: ocurre antes de
que la palabra “rápido” tenga sentido.
Durante décadas, los científicos
se conformaron con unidades más respetables. El femtosegundo (10⁻¹⁵) ya parecía
un exceso. El attosegundo (10⁻¹⁸) sonaba directamente a broma privada entre
físicos. Pero el progreso científico tiene una cualidad implacable: siempre
quiere mirar un poco más de cerca, un poco más rápido, un poco más adentro. Así
que, inevitablemente, alguien dijo: “¿Y si vamos todavía más abajo?”. Y así
nació el zeptosegundo como unidad útil, no solo como curiosidad lingüística.
El truco para “medir” algo que
dura menos que la paciencia de un electrón no consiste en pulsar un botón en el
momento justo —eso sería ingenuo—, sino en inferir el tiempo a partir del
espacio. La luz tiene una velocidad conocida. Si usted puede observar cuánto
recorre la luz mientras sucede un proceso, puede deducir cuánto tiempo ha
pasado. Es una solución elegante y ligeramente tramposa, muy en la tradición
científica: si no puedes medir el tiempo directamente, mídelo de lado.
En 2020, un grupo de
investigadores logró justamente eso al estudiar cómo la luz interactúa con los
electrones de un átomo. El resultado fue una
medición indirecta de un proceso que duraba unos pocos cientos de
zeptosegundos. El récord no fue tanto haber cronometrado el tiempo más breve
jamás registrado, sino haber demostrado que incluso en esos intervalos absurdos
la naturaleza sigue reglas comprensibles. O, al menos, reglas que podemos fingir
que comprendemos mientras asentimos con gesto grave.
Todo esto plantea una pregunta
inevitable: ¿para qué sirve saber algo así? La respuesta honesta es que no
sirve para llegar antes al trabajo, ni para cocer mejor los espaguetis. Sirve
para entender cómo se comporta la materia en su nivel más íntimo. Las reacciones
químicas, la conductividad de los materiales, los procesos fundamentales de la
vida dependen de movimientos electrónicos que ocurren en escalas de tiempo
ridículas. Comprenderlas puede llevar —con el tiempo, ese concepto ya casi
entrañable— a nuevos materiales, tecnologías más eficientes o avances médicos
inesperados.
También sirve, aunque nadie lo
diga en las solicitudes de financiación, para poner a la humanidad en su sitio.
Vivimos obsesionados con la prisa, convencidos de que todo ocurre demasiado
rápido, cuando en realidad existimos en una especie de cámara lenta cósmica. Un
segundo, visto desde la perspectiva de un electrón, es una eternidad
burocrática. Un minuto es una condena perpetua.
El zeptosegundo pertenece a una
familia de prefijos que suenan como personajes secundarios de ciencia ficción:
femto, atto, zepto, yocto. Son palabras que parecen inventadas por alguien con
exceso de café y poco respeto por el diccionario, pero están cuidadosamente
definidas y son tan oficiales como el metro o el kilogramo. Que existan dice
algo interesante sobre nuestra especie: no nos basta con entender el mundo;
queremos medirlo hasta el último decimal, aunque ese decimal dure menos que un
suspiro subatómico.
Hay algo profundamente
reconfortante en todo esto. El hecho de que podamos hablar con naturalidad de
un intervalo de tiempo tan breve que ni siquiera la luz se mueve mucho durante
él sugiere que, pese a nuestras torpezas evidentes, somos capaces de una precisión
asombrosa. Medimos lo que no podemos sentir, nombramos lo que no podemos
experimentar y, en el proceso, ampliamos un poco más el mapa de la realidad.
Así que la próxima vez que alguien le diga que “no tiene ni un segundo”, piense en el zeptosegundo. Piense que incluso en el lapso más insignificante que podamos imaginar, el universo está haciendo algo complejo, elegante y perfectamente indiferente a nuestras prisas. Y recuerde que, comparados con un electrón, todos vivimos a la velocidad de un domingo por la tarde.