| Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo |
En 1977, Nueva York vivía con la
electricidad a flor de piel. Eran los años del apagón, del pánico económico, de
los asesinos en serie y de los Mets perdiendo como si fuera un mandato bíblico.
En medio de esa vorágine, y contra toda previsión razonable, se inauguró el
edificio arquitectónicamente más improbable de Manhattan: el Citicorp Center,
una torre de acero y cristal levantada sobre unos “zancos” metálicos que
parecían las patas de un insecto futurista. Los neoyorquinos lo miraban con la
misma mezcla de fascinación y desconfianza con que se mira a un equilibrista al
que nadie había invitado.
La idea no había sido un capricho
arquitectónico, sino una concesión eclesiástica. En la esquina de Lexington
Avenue con la calle 53 se alzaba una pequeña iglesia luterana que se negó a
desaparecer bajo el peso del progreso. Los promotores aceptaron el desafío y
levantaron la torre sobre cuatro gigantescas columnas colocadas no en las
esquinas, como dicta la cordura, sino en el centro de cada lateral. Aquello
convertía el edificio en un cubo apoyado en cuatro zancos. Un experimento. Un
truco de magia. Una invitación al desastre, dirían más tarde algunos.
El responsable del milagro era
Bill LeMessurier, un ingeniero estructural con aspecto de profesor de física
que ha visto demasiadas tormentas y demasiado pocos reconocimientos. En los
planos, la torre parecía desafiar todo lo que la arquitectura moderna consideraba
sensato. Pero LeMessurier confiaba en sus cálculos. Había ajustado cada detalle
como quien afina un Stradivarius: diagonales, vigas, un sistema de
amortiguación interna que hacía bailar al rascacielos con los vientos sin
despeinarse. En aquellos años, cuando ser ingeniero en Nueva York equivalía a
jugar al ajedrez con la naturaleza, la torre se convirtió en su pieza favorita.
Y entonces llegó la llamada.
Era una tarde anodina, de esas en
que Manhattan parece contener la respiración. Una estudiante de doctorado en ingeniería
estructural, que preparaba un trabajo académico sobre edificios poco
convencionales, se atrevió a telefonear al mismísimo LeMessurier. Había
detectado un problema. Nada grave, suponía ella. Quizá un matiz, una duda
razonable, una de esas preguntas que los profesores responden con sonrisas
condescendientes. Pero LeMessurier, por pura cortesía, escuchó. Y lo que
escuchó fue una grieta en la realidad.
La estudiante sostenía que el
edificio podía ser vulnerable a los vientos diagonales, esos que golpean desde
los ángulos, no desde los puntos cardinales que suelen preocupar a los
ingenieros. En circunstancias normales, las columnas de una torre se colocan en
las esquinas para resistir justo ese tipo de embestidas. Pero el Citicorp
Center, con sus columnas desplazadas hacia el centro, era cualquier cosa menos
normal.
LeMessurier colgó el teléfono con una sensación incómoda que podría describirse como una sombra en la nuca. Volvió a sus cálculos, esos mismos cálculos que seis años antes habían sellado el destino de la torre. Revisó números, fórmulas, diagramas estructurales. Sudó un poco. Bebió más café del aconsejable. Y entonces lo vio. La maldita estudiante tenía razón.
No es frecuente que un hombre
inteligente detecte el momento exacto en que su vida profesional podría
derrumbarse como… bueno, como un rascacielos mal calculado. La primera reacción
de LeMessurier fue la que todos tendríamos: negarlo. No puede ser. No soy yo.
Es imposible. Pero las matemáticas, como los meteorólogos, no suelen tener
sentido del humor. El ingeniero descubrió que el edificio resistía sin
problemas el viento frontal, pero bajo ciertas condiciones de viento diagonal
podría sufrir un fallo estructural catastrófico. Y catastrófico, en una ciudad
como Nueva York, significa convertir varias manzanas en un poema apocalíptico de
acero retorcido.
Para complicarlo todo, la ciudad
se preparaba para la llegada de una tormenta veraniega de las que cambian de
color el cielo, ponen nerviosos a los perros y erizan el pelo de los gatos.
LeMessurier comprendió que no tenía tiempo. Y comprendió también que debía
hacer lo impensable: admitir el error. En la ingeniería moderna, confesar un
fallo es como declarar que uno ha fabricado un avión sin alas. Un gesto
suicida. Sin embargo, la alternativa era peor. Mucho peor.
Convocó a los responsables del
edificio en una reunión urgente donde, según algunos testigos, entró con la
serenidad de un monje zen y la expresión de quien está a punto de admitir un
pecado mortal. Explicó la situación con voz firme, como si hablara del proyecto
de otro. Desgranó cada cálculo, cada escenario meteorológico, cada posibilidad.
Dejó claro que la torre, en su estado actual, podría venirse abajo. Hubo
silencio. Hubo incredulidad. Hubo, sobre todo, un consenso inmediato: había que
actuar ya.
Durante las semanas siguientes,
mientras en la superficie de la ciudad la gente seguía con su vida —comprando bagels,
cogiendo taxis, escuchando discos de Billy Joel—, bajo la piel del Citicorp
Center se desarrollaba una operación clandestina que habría hecho palidecer a
cualquier trama de espionaje. Equipos de soldadores entraban de noche, como
comandos estructurales, y reforzaban las juntas del edificio con placas de
acero. Nadie debía saberlo. No por conspiración, sino por evitar el pánico. Si
los neoyorquinos supieran que un rascacielos recién inaugurado podía caer como
un castillo de naipes, dormirían peor que durante los días oscuros del apagón.
Cada madrugada, los operarios
trabajaban a contrarreloj mientras la ciudad, ajena a su propio destino,
roncaba. LeMessurier vivía pendiente del parte meteorológico. Cada mención a
una tormenta le encogía el estómago. El viento, ese enemigo invisible que tantas
veces había intentado domar, se había convertido en su juez. Uno malo.
La obra secreta duró tres meses.
Tres meses de nervios clandestinos, de cálculos revisados mil veces, de
silencios tensos y de cafés fríos. Hasta que, por fin, el edificio quedó
reforzado. El Citicorp Center, ese monstruo elegante con un techo inclinado que
parecía diseñado por un arquitecto aficionado al origami, había sobrevivido a
su propio nacimiento.
La historia no salió a la luz
hasta décadas después, cuando ya nadie corría peligro y la torre se había
convertido en uno de esos rascacielos que ves desde Queens y piensas: “Qué bien
queda ahí”. Fue entonces cuando el mundo descubrió que uno de los edificios más
emblemáticos de Nueva York estuvo, durante un tiempo, peligrosamente cerca de
protagonizar un capítulo oscuro en la historia de la ciudad. Y que un ingeniero
con más ética que orgullo había evitado una catástrofe con la ayuda
involuntaria de una estudiante anónima que, probablemente, todavía no se lo
cree.
Hoy, el Citicorp Center
—rebautizado hace años, porque a los rascacielos neoyorquinos les cambian el
nombre como a los estadios— parece un gigante tranquilo. Sus columnas laterales
siguen ahí, haciendo equilibrios como un bailarín que desafía a la gravedad. Y
cada vez que el viento sopla fuerte en Manhattan, uno podría imaginar a Bill
LeMessurier asintiendo en algún rincón del firmamento, satisfecho de haber
domado a la bestia.
El mito de los veinticuatro
dólares nos enseñó que Nueva York nació de un malentendido. El mito del
Citicorp Center nos recuerda que la ciudad sigue en pie gracias a personas que,
en momentos de duda extrema, deciden hacer lo correcto. A veces, por puro pánico;
otras, por responsabilidad; a menudo, por ambas cosas. Y quizá esa combinación
—miedo y decencia— sea lo más parecido a un cimiento sólido en una ciudad que
vive suspendida sobre su propio vértigo.