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sábado, 6 de diciembre de 2025

LA TORRE QUE NO DEBÍA CAER

 

Vista del Citicorp en 1977, por entonces el octavo rascacielos más alto del mundo

En 1977, Nueva York vivía con la electricidad a flor de piel. Eran los años del apagón, del pánico económico, de los asesinos en serie y de los Mets perdiendo como si fuera un mandato bíblico. En medio de esa vorágine, y contra toda previsión razonable, se inauguró el edificio arquitectónicamente más improbable de Manhattan: el Citicorp Center, una torre de acero y cristal levantada sobre unos “zancos” metálicos que parecían las patas de un insecto futurista. Los neoyorquinos lo miraban con la misma mezcla de fascinación y desconfianza con que se mira a un equilibrista al que nadie había invitado.

La idea no había sido un capricho arquitectónico, sino una concesión eclesiástica. En la esquina de Lexington Avenue con la calle 53 se alzaba una pequeña iglesia luterana que se negó a desaparecer bajo el peso del progreso. Los promotores aceptaron el desafío y levantaron la torre sobre cuatro gigantescas columnas colocadas no en las esquinas, como dicta la cordura, sino en el centro de cada lateral. Aquello convertía el edificio en un cubo apoyado en cuatro zancos. Un experimento. Un truco de magia. Una invitación al desastre, dirían más tarde algunos.

El responsable del milagro era Bill LeMessurier, un ingeniero estructural con aspecto de profesor de física que ha visto demasiadas tormentas y demasiado pocos reconocimientos. En los planos, la torre parecía desafiar todo lo que la arquitectura moderna consideraba sensato. Pero LeMessurier confiaba en sus cálculos. Había ajustado cada detalle como quien afina un Stradivarius: diagonales, vigas, un sistema de amortiguación interna que hacía bailar al rascacielos con los vientos sin despeinarse. En aquellos años, cuando ser ingeniero en Nueva York equivalía a jugar al ajedrez con la naturaleza, la torre se convirtió en su pieza favorita.

Y entonces llegó la llamada.

Era una tarde anodina, de esas en que Manhattan parece contener la respiración. Una estudiante de doctorado en ingeniería estructural, que preparaba un trabajo académico sobre edificios poco convencionales, se atrevió a telefonear al mismísimo LeMessurier. Había detectado un problema. Nada grave, suponía ella. Quizá un matiz, una duda razonable, una de esas preguntas que los profesores responden con sonrisas condescendientes. Pero LeMessurier, por pura cortesía, escuchó. Y lo que escuchó fue una grieta en la realidad.

La estudiante sostenía que el edificio podía ser vulnerable a los vientos diagonales, esos que golpean desde los ángulos, no desde los puntos cardinales que suelen preocupar a los ingenieros. En circunstancias normales, las columnas de una torre se colocan en las esquinas para resistir justo ese tipo de embestidas. Pero el Citicorp Center, con sus columnas desplazadas hacia el centro, era cualquier cosa menos normal.

LeMessurier colgó el teléfono con una sensación incómoda que podría describirse como una sombra en la nuca. Volvió a sus cálculos, esos mismos cálculos que seis años antes habían sellado el destino de la torre. Revisó números, fórmulas, diagramas estructurales. Sudó un poco. Bebió más café del aconsejable. Y entonces lo vio. La maldita estudiante tenía razón.

No es frecuente que un hombre inteligente detecte el momento exacto en que su vida profesional podría derrumbarse como… bueno, como un rascacielos mal calculado. La primera reacción de LeMessurier fue la que todos tendríamos: negarlo. No puede ser. No soy yo. Es imposible. Pero las matemáticas, como los meteorólogos, no suelen tener sentido del humor. El ingeniero descubrió que el edificio resistía sin problemas el viento frontal, pero bajo ciertas condiciones de viento diagonal podría sufrir un fallo estructural catastrófico. Y catastrófico, en una ciudad como Nueva York, significa convertir varias manzanas en un poema apocalíptico de acero retorcido.

Para complicarlo todo, la ciudad se preparaba para la llegada de una tormenta veraniega de las que cambian de color el cielo, ponen nerviosos a los perros y erizan el pelo de los gatos. LeMessurier comprendió que no tenía tiempo. Y comprendió también que debía hacer lo impensable: admitir el error. En la ingeniería moderna, confesar un fallo es como declarar que uno ha fabricado un avión sin alas. Un gesto suicida. Sin embargo, la alternativa era peor. Mucho peor.

Convocó a los responsables del edificio en una reunión urgente donde, según algunos testigos, entró con la serenidad de un monje zen y la expresión de quien está a punto de admitir un pecado mortal. Explicó la situación con voz firme, como si hablara del proyecto de otro. Desgranó cada cálculo, cada escenario meteorológico, cada posibilidad. Dejó claro que la torre, en su estado actual, podría venirse abajo. Hubo silencio. Hubo incredulidad. Hubo, sobre todo, un consenso inmediato: había que actuar ya.

La siluesta bitriangular de la iglesia evangélica luterana de San Pedro se ve a la izquierda, debajo del rascacielos. La ubicación de la iglesia exigió la extrañadisposición de columnas en el centro de cada fachada, en lugar de en las esquinas.

Durante las semanas siguientes, mientras en la superficie de la ciudad la gente seguía con su vida —comprando bagels, cogiendo taxis, escuchando discos de Billy Joel—, bajo la piel del Citicorp Center se desarrollaba una operación clandestina que habría hecho palidecer a cualquier trama de espionaje. Equipos de soldadores entraban de noche, como comandos estructurales, y reforzaban las juntas del edificio con placas de acero. Nadie debía saberlo. No por conspiración, sino por evitar el pánico. Si los neoyorquinos supieran que un rascacielos recién inaugurado podía caer como un castillo de naipes, dormirían peor que durante los días oscuros del apagón.

Cada madrugada, los operarios trabajaban a contrarreloj mientras la ciudad, ajena a su propio destino, roncaba. LeMessurier vivía pendiente del parte meteorológico. Cada mención a una tormenta le encogía el estómago. El viento, ese enemigo invisible que tantas veces había intentado domar, se había convertido en su juez. Uno malo.

La obra secreta duró tres meses. Tres meses de nervios clandestinos, de cálculos revisados mil veces, de silencios tensos y de cafés fríos. Hasta que, por fin, el edificio quedó reforzado. El Citicorp Center, ese monstruo elegante con un techo inclinado que parecía diseñado por un arquitecto aficionado al origami, había sobrevivido a su propio nacimiento.

La historia no salió a la luz hasta décadas después, cuando ya nadie corría peligro y la torre se había convertido en uno de esos rascacielos que ves desde Queens y piensas: “Qué bien queda ahí”. Fue entonces cuando el mundo descubrió que uno de los edificios más emblemáticos de Nueva York estuvo, durante un tiempo, peligrosamente cerca de protagonizar un capítulo oscuro en la historia de la ciudad. Y que un ingeniero con más ética que orgullo había evitado una catástrofe con la ayuda involuntaria de una estudiante anónima que, probablemente, todavía no se lo cree.

Hoy, el Citicorp Center —rebautizado hace años, porque a los rascacielos neoyorquinos les cambian el nombre como a los estadios— parece un gigante tranquilo. Sus columnas laterales siguen ahí, haciendo equilibrios como un bailarín que desafía a la gravedad. Y cada vez que el viento sopla fuerte en Manhattan, uno podría imaginar a Bill LeMessurier asintiendo en algún rincón del firmamento, satisfecho de haber domado a la bestia.

El mito de los veinticuatro dólares nos enseñó que Nueva York nació de un malentendido. El mito del Citicorp Center nos recuerda que la ciudad sigue en pie gracias a personas que, en momentos de duda extrema, deciden hacer lo correcto. A veces, por puro pánico; otras, por responsabilidad; a menudo, por ambas cosas. Y quizá esa combinación —miedo y decencia— sea lo más parecido a un cimiento sólido en una ciudad que vive suspendida sobre su propio vértigo.