Una pequeña historia del caucho en tiempos de guerra.
Si
uno pasea hoy por cualquier ciudad moderna, rodeado de coches, bicicletas,
cables, juntas de puertas y pelotas de tenis que rebotan en patios escolares,
es fácil olvidar que durante mucho tiempo todo ese universo dependió de un
árbol que crecía, caprichosamente, en un rincón remoto y húmedo de la Amazonia.
Hevea
brasiliensis, el árbol del caucho, no aparenta gran cosa. A la
distancia, parece un primo tímido del castaño, un vegetal sin ambición que
preferiría, con toda sinceridad, no ser molestado. Y sin embargo, a comienzos
del siglo XX fue quizá la especie vegetal más estratégica del planeta.
La
historia se vuelve especialmente interesante cuando llega la Primera Guerra
Mundial y el caucho —esa savia lechosa que brota como una lágrima vegetal— pasa
de ser un producto industrial útil a un recurso tan esencial como el carbón o
el acero. Nada funcionaba sin caucho. Los neumáticos de los camiones militares,
los cables que aislaban las comunicaciones, las botas de los soldados, los
cinturones de transmisión de las fábricas, las válvulas, las juntas de las
turbinas, las primitivas máscaras antigás… Y de pronto, las naciones
beligerantes descubrieron que toda su modernidad descansaba en un hilo de látex
procedente del otro lado del mundo.
Lo
extraordinario es que esto no era nuevo. Los indígenas amazónicos ya lo habían
descubierto siglos antes. Cuando los europeos llegaron con sus barcos, armas y
una confianza excesiva en sí mismos, vieron a los nativos fabricar pelotas
elásticas y botas impermeables con aquel material mágico que brotaba de los
troncos. La fascinación fue inmediata. En el siglo XIX, el caucho ya se había
convertido en un sueño industrial, impulsado por dos inventos clave: la
vulcanización con azufre (que lo hacía resistente al calor y a la
deformación), y el neumático. Ahí empezó la euforia.
Pero
el problema —siempre hay uno— es que Hevea brasiliensis crecía
únicamente en la cuenca amazónica y, para colmo, se negaba tercamente a ser
cultivado allí en plantaciones ordenadas. Cada vez que se intentaba agrupar
árboles en filas, aparecían hongos, plagas o enfermedades que arruinaban el
experimento. Los árboles parecían haber firmado, de forma tácita, un pacto de
dispersión anárquica. Era su peculiar manera de decir: “Queréis caucho? Venid a
buscarlo”.
Y fue así como un día de 1876 apareció en escena un personaje de novela: Henry Wickham, un explorador británico con vocación de contrabandista botánico. Wickham, convencido de que ayudaba al progreso humano (y a su propia reputación), robó cerca de 70 000 semillas del árbol de caucho en el área de Santarém, Brasil, en 1876, las empacó en decenas de cajas marcadas con la ambigua etiqueta “Botanical Samples”, las subió a un barco en el Amazonas y las llevó a Londres, donde se repartieron discretamente entre jardines botánicos. De allí fueron enviadas a Ceilán (hoy Sri Lanka) y luego a Malasia. Y para sorpresa de todos, las semillas prosperaron. Hevea brasiliensis, que en Brasil se comportaba como un poeta bohemio incapaz de seguir un horario, en Asia se convirtió en un funcionario ejemplar: crecía recto, disciplinado y en perfecta alineación geométrica.
Así
nació la era de las plantaciones asiáticas, que para 1910 ya suministraban la
mayor parte del caucho mundial. Y, sin proponérselo, Henry Wickham había
decretado la ruina del monopolio amazónico.
Entonces
llegó la Gran Guerra. Y con ella, la súbita revelación de que el mundo dependía
casi por completo de las plantaciones controladas por el Imperio Británico.
Alemania, que tenía muchas ambiciones y poco caucho, comprendió de inmediato el
problema. Las reservas alemanas no alcanzaban ni para un mes de guerra moderna.
Sin neumáticos no había camiones, sin camiones no había logística, y sin
logística no había ejército que aguantara más de una semana.
En
un esfuerzo que iba de lo admirable a lo desesperado, los científicos alemanes
se lanzaron a fabricar un sustituto sintético. Lo lograron, en parte, pero el
producto era tan rígido que nadie hubiese querido ponerlo en un neumático, ni
siquiera en un triciclo. Uno imagina a los químicos alemanes golpeando muestras
de caucho sintético sobre la mesa y diciendo “Ja, perfecto”, mientras algún
técnico se escabullía por la puerta intentando no reírse.
Estados
Unidos también sufrió su propia crisis de caucho. Antes de la guerra, había
crecido feliz y despreocupado, confiando en que nada faltaría en la Tierra de
la Abundancia. Pero de pronto se encontró dependiendo de un recurso que no
controlaba. Eso, en la mentalidad estadounidense de comienzos del siglo XX, era
tan humillante como revelador.
Así
nacieron las expediciones de búsqueda de caucho, una mezcla de aventura
científica y safari agrícola. El Departamento de Agricultura envió botánicos a
recorrer Centroamérica, México, el Caribe y hasta rincones aislados del Sudeste
Asiático en busca de especies que pudieran producir caucho en cantidades
razonables. Allí entró en escena un arbusto discreto, de nombre casi medicinal:
el guayule (Parthenium argentatum), una planta del norte de México capaz
de producir un caucho modesto pero útil. No tenía la elegancia elástica de
Hevea, pero podía crecer en zonas áridas, sin necesidad de selvas húmedas ni
mosquitos del tamaño de pelícanos.
Flores de Parthenium argentatum
Durante
un tiempo, el guayule se convirtió en la esperanza estadounidense, el plan B
nacional. Se hicieron experimentos, se escribieron informes entusiastas, se
tejieron alianzas con empresarios texanos. Pero el guayule, aunque prometedor,
no podía competir con la producción masiva y barata de las plantaciones
británicas en Asia.
Así
que Estados Unidos cambió de estrategia: si no podía crear una nueva fuente de
caucho, compraría una. Empresas norteamericanas adquirieron enormes extensiones
de terreno en Filipinas, Indonesia y Malasia. Para muchos inversores, aquello
era simplemente un buen negocio; para los estrategas, era una forma de
garantizar que nunca más una guerra sorprendería al país sin caucho.
La
guerra terminó, como todas las guerras, tarde y mal. Pero dejó una enseñanza
clara: el caucho era un recurso tan estratégico como el petróleo. La demanda
siguió creciendo y las plantaciones asiáticas se expandieron hasta niveles
colosales, alimentando la industria automovilística del periodo de
entreguerras.
Lo
irónico es que esta carrera por asegurar el suministro de caucho no alcanzó su
clímax hasta décadas después, con la Segunda Guerra Mundial, cuando Japón ocupó
el Sudeste Asiático y dejó a Estados Unidos sin acceso a la mayor parte del
caucho del planeta. El país recuperó entonces todas aquellas investigaciones de
la Primera Guerra Mundial: desempolvó archivos sobre guayule, reactivó
proyectos agrícolas, llamó a los químicos para que perfeccionaran el caucho
sintético… Y esta vez sí lo lograron. En cuestión de meses, una industria
gigantesca se levantó casi de la nada. El caucho sintético se convirtió en una
de las proezas industriales del siglo XX.
Pero
en cierto modo, todo esto —la carrera científica, las expediciones botánicas,
la creación de plantaciones asiáticas, las guerras y las revoluciones
industriales— comenzó con un árbol amazónico que jamás pidió protagonismo. Hevea
brasiliensis, un vegetal que prefería pasar desapercibido, se convirtió sin
quererlo en la columna vertebral de la modernidad.
Y
si algo nos enseña su historia es que la civilización, por muy sólida que
parezca, descansa a veces en detalles tan frágiles como una gota de látex
blanco que resbala lentamente por la corteza de un árbol perdido en la selva.
