John Wesley Hardin mató, huyó, escribió su autobiografía y murió por la espalda. El resto es paisaje.
Viajé a El Paso con la idea
equivocada de que los desiertos son silenciosos y calientes. El de Chihuahua,
al caer la tarde, es frío como una nevera y suena como una sartén olvidada al
fuego: chasquidos, crujidos, el roce persistente de algo que se mueve cuando
uno no mira. El silencio, aprendí pronto, es una ficción urbana. Vine siguiendo
una pista improbable —una muerte por la espalda en una cantina— y acabé
entendiendo que en el Oeste la geografía tiene memoria y, además, rencor.
El Paso se estira a lo largo del
Río Grande como un argumento mal cerrado. Hay puentes, aduanas, carteles
luminosos y un sol que parece decidido a quedarse a vivir. Después de superar
una tormenta de polvo que duró varias horas, caminé por el centro con esa
sensación de turista que llega tarde a una fiesta histórica: todo ocurrió antes
y alguien ha barrido los restos. En una esquina discreta, casi tímida, una
placa recuerda que aquí cayó John Wesley Hardin. No dice mucho más. Las placas
nunca dicen mucho; son el Twitter de la Historia, frases comprimidas para que
nadie haga demasiadas preguntas.
Entré en un bar que presume de
antigüedad con la misma desvergüenza con la que algunos hoteles europeos
aseguran haber alojado a Napoleón. Pedí una cerveza y miré alrededor buscando
fantasmas. No apareció ninguno, pero sí una conversación vecina sobre béisbol,
una televisión con un partido irrelevante y una rockola que sonaba demasiado
moderna para el siglo XIX. Aun así, pensé en Hardin apoyado en la barra,
creyéndose a salvo, y en lo breve que es el futuro cuando el pasado te pisa los
talones con botas de cuero.
Antes de abandonar la ciudad,
tomé un desvío hacia el Concordia Cemetery, que no es un lugar solemne sino
práctico. Más que silencio hay polvo, más que recogimiento hay tráfico cercano
y un sol que no entiende de respeto a los muertos. Las tumbas se alinean sin
jerarquía clara, como si la Historia hubiera renunciado a ordenar a sus
personajes secundarios.
Aquí descansan pistoleros,
alguaciles, soldados, niños, inmigrantes mexicanos y comerciantes que no
salieron en ningún libro. La tumba de Hardin está protegida por una jaula de
hierro, una precaución tardía contra los souvenirs humanos: durante años, los
visitantes se llevaron fragmentos de lápida como quien arranca páginas de un
mal western. Caminando entre las sepulturas uno entiende que el Oeste no
terminó; simplemente se cansó y se tumbó a esperar. El cementerio no glorifica
ni condena: archiva. Y en ese archivo improvisado, Hardin ocupa el espacio
exacto de un hombre que mató demasiado pronto y murió demasiado tarde para
convertirse en mito completo.
Viajar tras los pasos de un
pistolero es un ejercicio raro. Uno espera balazos y encuentra parkings. Espera
polvo y halla aire acondicionado. Pero Texas es grande y paciente, y concede
segundas oportunidades a la imaginación. A la mañana siguiente apunté el morro del
coche hacia el norte, rumbo a Abilene. La carretera salió a mi encuentro con la
franqueza de una línea recta: nada de curvas innecesarias, nada de metáforas
amables.
Conducir por el oeste de Texas es
aceptar que el tiempo se dilata. Las vallas de espino se repiten como una mala
rima, el ganado mastica con la calma de quien ha visto demasiados forasteros y
las gasolineras aparecen justo cuando empiezas a pensar que tal vez ya no
existen. El coche se convierte en confidente. Las ideas se ordenan en frases
largas, y uno empieza a pensar como piensa el paisaje: sin prisa y sin
indulgencia.
Hardin no era un villano de
opereta ni un héroe con sombrero blanco. Era un producto. Un hijo de un predicador
tan celoso de su ministerio que bautizó a su hijo con el nombre del fundador
del metodismo, John Wesley. Nació en una tierra donde la ley llegaba tarde y
mal, donde el talento —para disparar, para huir, incluso para estudiar Derecho
en prisión— funcionaba como una moneda más. La carretera ayuda a entenderlo.
Aquí todo se mueve despacio excepto la violencia.
Paré en un diner de esos
que parecen existir solo para justificar un cruce de carreteras. Era un lugar
rectangular y oscuro de techo alto. Unos cuantos bancos de madera acolchados
dispuestos como un laberinto. Enfrentados o dándose la cara y tan pegados entre
sí que dificultaban el paso. Al fondo había un espejo sombrío y, encima, una
cabeza de ciervo con un puro encajado en la boca.
Por lo general, en Texas uno siempre
sabe que puede conseguir un buen filete de ternera empanado o uno de esos
pantagruélicos filetazos inundado en salsa blanca y pimienta negra, pero me dio
el pálpito de que en aquel lugar me iban a servir un medallón prefabricado de carne
picada en lugar de un buen pedazo de carne fresca. Así que, por si acaso, pedí
algo que se parecía al pollo frito por parentesco lejano. La camarera me
preguntó de dónde venía. Le dije que de El Paso y que iba persiguiendo historias.
Sonrió con la indulgencia de quien ha oído eso antes y me rellenó el café sin
pedir permiso. En Estados Unidos, el café es una promesa autocumplida: siempre habrá más, aunque
no sepas muy bien por qué.
Abilene tiene la elegancia
cansada de los lugares que se hicieron famosos por algo que hoy suena a
anécdota. Las calles son anchas, los edificios bajos, y el viento parece
llevarse cualquier exceso de entusiasmo. Me senté en un banco frente a lo que
fue el distrito donde el ruido de las pistolas dictaba la gramática. Pensé en
la extraña cortesía del duelo, en ese pacto implícito de mirarse a los ojos
antes de intentar borrar al otro del mapa. En la América actual, la violencia
suele preferir la espalda, el anonimato, la estadística.
Entré en un pequeño museo local.
Una vitrina mostraba armas que ya no asustan a nadie. Hierro viejo, madera
gastada, nombres que necesitan contexto para decir algo. Me sorprendió pensar
que Hardin, el abogado tardío, habría apreciado la ironía: al final lo que
queda son objetos mudos y versiones contradictorias. La Historia, como los
jurados, nunca se pone de acuerdo del todo.
Salí de Abilene al atardecer,
pero no directamente. Di vueltas sin necesidad, buscando carreteras
secundarias, prolongando el viaje como quien no quiere cerrar un libro
demasiado pronto. El asfalto se volvía más rugoso, los pueblos más pequeños,
los nombres más difíciles de recordar. Comprendí que el Oeste no se entiende en
línea recta, aunque se recorra así.
De regreso hacia El Paso, la
noche cayó de golpe. El desierto, ahora sí, guardaba silencio. Un silencio
trabajado, como si hubiera aprendido a callar después de decir demasiado
durante el día. Me acordé de La vida de
John Wesley Hardin, según lo escrito por él mismo, la autobiografía que
Hardin escribió para justificarse y en lo inútil que es justificarse ante el
tiempo. El tiempo no absuelve ni condena: archiva.
Antes de irme, crucé el puente y
miré el río. El Río Grande no parecía una frontera, más bien una pausa. Entendí
entonces que el Oeste no es un lugar concreto, sino una discusión interminable
sobre la ley, la suerte y la velocidad con la que uno desenfunda. El debate
sigue, solo que ahora usa otros calibres y otros titulares.
Dejé El Paso al amanecer. El sol ya estaba allí. Hardin no. El Oeste siguió funcionando sin él.