Vistas de página en total

lunes, 22 de diciembre de 2025

TRAS LA SOMBRA DE JOHN WESLEY HARDIN: PLACA, POLVO Y CARRETERA

John Wesley Hardin mató, huyó, escribió su autobiografía y murió por la espalda. El resto es paisaje.


Viajé a El Paso con la idea equivocada de que los desiertos son silenciosos y calientes. El de Chihuahua, al caer la tarde, es frío como una nevera y suena como una sartén olvidada al fuego: chasquidos, crujidos, el roce persistente de algo que se mueve cuando uno no mira. El silencio, aprendí pronto, es una ficción urbana. Vine siguiendo una pista improbable —una muerte por la espalda en una cantina— y acabé entendiendo que en el Oeste la geografía tiene memoria y, además, rencor.

El Paso se estira a lo largo del Río Grande como un argumento mal cerrado. Hay puentes, aduanas, carteles luminosos y un sol que parece decidido a quedarse a vivir. Después de superar una tormenta de polvo que duró varias horas, caminé por el centro con esa sensación de turista que llega tarde a una fiesta histórica: todo ocurrió antes y alguien ha barrido los restos. En una esquina discreta, casi tímida, una placa recuerda que aquí cayó John Wesley Hardin. No dice mucho más. Las placas nunca dicen mucho; son el Twitter de la Historia, frases comprimidas para que nadie haga demasiadas preguntas.

Entré en un bar que presume de antigüedad con la misma desvergüenza con la que algunos hoteles europeos aseguran haber alojado a Napoleón. Pedí una cerveza y miré alrededor buscando fantasmas. No apareció ninguno, pero sí una conversación vecina sobre béisbol, una televisión con un partido irrelevante y una rockola que sonaba demasiado moderna para el siglo XIX. Aun así, pensé en Hardin apoyado en la barra, creyéndose a salvo, y en lo breve que es el futuro cuando el pasado te pisa los talones con botas de cuero.

Antes de abandonar la ciudad, tomé un desvío hacia el Concordia Cemetery, que no es un lugar solemne sino práctico. Más que silencio hay polvo, más que recogimiento hay tráfico cercano y un sol que no entiende de respeto a los muertos. Las tumbas se alinean sin jerarquía clara, como si la Historia hubiera renunciado a ordenar a sus personajes secundarios.

La tumba de John Wesley Hardin en el cementerio de Concordia, El Paso. El pistolero murió en 1895 de un disparo por la espalda; hoy descansa bajo una estructura metálica que protege menos sus restos que su leyenda.

Aquí descansan pistoleros, alguaciles, soldados, niños, inmigrantes mexicanos y comerciantes que no salieron en ningún libro. La tumba de Hardin está protegida por una jaula de hierro, una precaución tardía contra los souvenirs humanos: durante años, los visitantes se llevaron fragmentos de lápida como quien arranca páginas de un mal western. Caminando entre las sepulturas uno entiende que el Oeste no terminó; simplemente se cansó y se tumbó a esperar. El cementerio no glorifica ni condena: archiva. Y en ese archivo improvisado, Hardin ocupa el espacio exacto de un hombre que mató demasiado pronto y murió demasiado tarde para convertirse en mito completo.

Viajar tras los pasos de un pistolero es un ejercicio raro. Uno espera balazos y encuentra parkings. Espera polvo y halla aire acondicionado. Pero Texas es grande y paciente, y concede segundas oportunidades a la imaginación. A la mañana siguiente apunté el morro del coche hacia el norte, rumbo a Abilene. La carretera salió a mi encuentro con la franqueza de una línea recta: nada de curvas innecesarias, nada de metáforas amables.

Conducir por el oeste de Texas es aceptar que el tiempo se dilata. Las vallas de espino se repiten como una mala rima, el ganado mastica con la calma de quien ha visto demasiados forasteros y las gasolineras aparecen justo cuando empiezas a pensar que tal vez ya no existen. El coche se convierte en confidente. Las ideas se ordenan en frases largas, y uno empieza a pensar como piensa el paisaje: sin prisa y sin indulgencia.

Hardin no era un villano de opereta ni un héroe con sombrero blanco. Era un producto. Un hijo de un predicador tan celoso de su ministerio que bautizó a su hijo con el nombre del fundador del metodismo, John Wesley. Nació en una tierra donde la ley llegaba tarde y mal, donde el talento —para disparar, para huir, incluso para estudiar Derecho en prisión— funcionaba como una moneda más. La carretera ayuda a entenderlo. Aquí todo se mueve despacio excepto la violencia.

Paré en un diner de esos que parecen existir solo para justificar un cruce de carreteras. Era un lugar rectangular y oscuro de techo alto. Unos cuantos bancos de madera acolchados dispuestos como un laberinto. Enfrentados o dándose la cara y tan pegados entre sí que dificultaban el paso. Al fondo había un espejo sombrío y, encima, una cabeza de ciervo con un puro encajado en la boca.

Por lo general, en Texas uno siempre sabe que puede conseguir un buen filete de ternera empanado o uno de esos pantagruélicos filetazos inundado en salsa blanca y pimienta negra, pero me dio el pálpito de que en aquel lugar me iban a servir un medallón prefabricado de carne picada en lugar de un buen pedazo de carne fresca. Así que, por si acaso, pedí algo que se parecía al pollo frito por parentesco lejano. La camarera me preguntó de dónde venía. Le dije que de El Paso y que iba persiguiendo historias. Sonrió con la indulgencia de quien ha oído eso antes y me rellenó el café sin pedir permiso. En Estados Unidos, el café es una promesa autocumplida: siempre habrá más, aunque no sepas muy bien por qué.

Mientras conduzco y escucho a Bob Dylan cantando a Harding, Abilene aparece sin dramatismo. No hay arco de triunfo ni cartel grandilocuente. Es una ciudad que fue importante cuando serlo consistía en sobrevivir. Aquí Hardin se cruzó con la ley de la manera más educada posible: sin disparar. Paseé por el centro con la sensación de que todo estaba ligeramente fuera de escala, como si alguien hubiera bajado el volumen del pasado para no molestar a los vecinos.

Abilene tiene la elegancia cansada de los lugares que se hicieron famosos por algo que hoy suena a anécdota. Las calles son anchas, los edificios bajos, y el viento parece llevarse cualquier exceso de entusiasmo. Me senté en un banco frente a lo que fue el distrito donde el ruido de las pistolas dictaba la gramática. Pensé en la extraña cortesía del duelo, en ese pacto implícito de mirarse a los ojos antes de intentar borrar al otro del mapa. En la América actual, la violencia suele preferir la espalda, el anonimato, la estadística.

Entré en un pequeño museo local. Una vitrina mostraba armas que ya no asustan a nadie. Hierro viejo, madera gastada, nombres que necesitan contexto para decir algo. Me sorprendió pensar que Hardin, el abogado tardío, habría apreciado la ironía: al final lo que queda son objetos mudos y versiones contradictorias. La Historia, como los jurados, nunca se pone de acuerdo del todo.

Salí de Abilene al atardecer, pero no directamente. Di vueltas sin necesidad, buscando carreteras secundarias, prolongando el viaje como quien no quiere cerrar un libro demasiado pronto. El asfalto se volvía más rugoso, los pueblos más pequeños, los nombres más difíciles de recordar. Comprendí que el Oeste no se entiende en línea recta, aunque se recorra así.

De regreso hacia El Paso, la noche cayó de golpe. El desierto, ahora sí, guardaba silencio. Un silencio trabajado, como si hubiera aprendido a callar después de decir demasiado durante el día. Me acordé de La vida de John Wesley Hardin, según lo escrito por él mismo, la autobiografía que Hardin escribió para justificarse y en lo inútil que es justificarse ante el tiempo. El tiempo no absuelve ni condena: archiva.

Antes de irme, crucé el puente y miré el río. El Río Grande no parecía una frontera, más bien una pausa. Entendí entonces que el Oeste no es un lugar concreto, sino una discusión interminable sobre la ley, la suerte y la velocidad con la que uno desenfunda. El debate sigue, solo que ahora usa otros calibres y otros titulares.

Dejé El Paso al amanecer. El sol ya estaba allí. Hardin no. El Oeste siguió funcionando sin él.