De Aristóteles a la genómica moderna, cómo un simple huevo reveló uno de los trucos más sofisticados de la evolución.
Si uno quiere entender cómo
funciona la naturaleza, conviene empezar por asumir que no siempre hace las
cosas como uno espera. Por ejemplo: estamos acostumbrados a pensar que el sexo
se decide mediante una especie de sorteo cromosómico en el que el padre tiene
la última palabra. X o Y, niño o niña. Pero en buena parte del reino animal
—aves, mariposas, algunos reptiles— el reparto de papeles es justo el
contrario. Allí manda la madre. Literalmente.
Este es el llamado sistema ZW de
determinación del sexo, un mecanismo en el que las hembras poseen dos
cromosomas distintos (Z y W) y los machos dos iguales (ZZ). Durante la
formación de los óvulos, la hembra produce gametos que contienen o bien un
cromosoma Z o bien un cromosoma W, y esa diferencia decide el sexo de la
descendencia. El padre, en este sistema, aporta siempre lo mismo. No vota. No
desempata. Simplemente acompaña.
Este detalle, que podría parecer
una nota al pie de un manual de biología, resulta clave para entender uno de
los engaños más sofisticados de la evolución: el del cuco y sus huevos
impostores. Y lo curioso es que llevamos observándolo desde hace más de dos mil
años, aunque durante la mayor parte de ese tiempo no tuviéramos ni idea de lo
que estaba pasando.
La historia comienza hacia el 350
a. C., cuando Aristóteles, en su Historia de los animales, dejó constancia de que
el cuco depositaba sus huevos en nidos ajenos y, en ocasiones, empujaba fuera
los huevos legítimos del anfitrión. El diagnóstico era correcto; la
explicación, no tanto. Aristóteles pensaba que el cuco era un ave cobarde y
débil, incapaz de defender a sus propias crías, y que por eso recurría a otras
aves como niñeras involuntarias. No era mala imaginación, pero no era ciencia.
Durante siglos, el asunto quedó
ahí, flotando entre la anécdota y la fábula naturalista. No fue hasta el siglo
XVII cuando los primeros intentos de clasificación sistemática de las aves
empezaron a tomarse el problema en serio. Naturalistas como John Ray sentaron
las bases para observar la reproducción con algo más de método y menos
conjeturas morales. Poco después, el médico y coleccionista irlandés Hans
Sloane registró diversos comportamientos extraños de cría en la naturaleza,
entre ellos la sorprendente adopción de huevos de cuco por otras especies.
Pero el verdadero punto de
inflexión llegó en el siglo XVIII con Gilbert White, un observador paciente y
minucioso que documentó con detalle el parasitismo de cría del cuco y, lo que
es más importante, la extraordinaria similitud entre los huevos del cuco y los
del ave hospedadora. White no conocía la genética —nadie la conocía—, pero
había entendido algo fundamental: aquello no podía ser casualidad.
Cuando en el siglo XIX la teoría
de la evolución por selección natural de Charles Darwin empezó a transformar la
biología, el cuco se convirtió en un ejemplo de manual. Los ornitólogos
darwinistas comprendieron rápidamente que había una carrera armamentística
evolutiva entre el parásito y sus víctimas: aves que aprendían a reconocer
huevos extraños frente a cucos cada vez más hábiles en la imitación. Sin
genética, pero con mucha intuición, Alfred Newton fue uno de los primeros en
reconocer que la imitación de huevos era un fenómeno adaptativo altamente
especializado.
Lo que nadie sabía entonces —ni
podía saber— era cómo se transmitía esa especialización de generación en
generación sin fragmentar la especie en varias distintas. La respuesta ha
llegado muy recientemente, cuando la genómica ha permitido mirar dentro del
cuco con la precisión de un relojero suizo.
Los estudios actuales muestran
que el color básico del huevo del cuco se hereda casi exclusivamente por vía materna. Los genes responsables están ligados al cromosoma W, presente solo en
las hembras, y a la herencia mitocondrial, que también pasa únicamente de madre
a hija. El resultado es una línea femenina sorprendentemente estable: una
hembra que pone huevos azulados tendrá hijas, nietas y bisnietas que pondrán
huevos del mismo color, perfectamente adaptados a engañar a la misma especie
hospedadora.
Las manchas —el punteado, la
distribución irregular, los pequeños detalles— cuentan otra historia. Esos
rasgos dependen de genes heredados de ambos padres y aportan un margen de
variación, como si la naturaleza permitiera cierto grado de improvisación estética
sobre un fondo estrictamente controlado.
Diferentes huevos de cuco en distintos nidos de tres especies europeas Las flechas negras señalan los huevos del cuco común (Cuculus canorus). Modificado a partir de doi: 10.1016/j.cub.2022.07.052
Y aquí viene lo realmente
elegante del asunto: a pesar de esta especialización extrema, el cuco no se ha
dividido en especies distintas. Desde el punto de vista del resto del genoma,
el intercambio genético continúa con normalidad. Los machos se cruzan con
hembras de distintos linajes de huevo, y todo se mezcla… excepto el rasgo
crucial. Es una solución evolutiva brillante: colocar la característica más
importante —la que decide el éxito o el fracaso reproductivo— bajo control casi
exclusivo de la madre, aprovechando las reglas particulares del sistema ZW.
De este modo, el cuco ha resuelto
un problema que obsesiona a los biólogos evolutivos desde Darwin: cómo
adaptarse de forma muy precisa sin romper la cohesión de la especie. La
respuesta, como tantas otras veces, no está en hacer más, sino en hacer menos y
hacerlo mejor.
Así, más de dos mil años después de que Aristóteles sospechara que algo raro ocurría en los nidos ajenos, sabemos que el cuco no es ni cobarde ni débil. Es, simplemente, un maestro del engaño genético. Y en ese engaño, como en tantas decisiones fundamentales de la vida, la madre tiene la última palabra.