Hay inventos cuya existencia
revela algo profundo —y a veces perturbador— sobre la humanidad. La fregona,
por ejemplo, o el mando a distancia. Pero ninguno me produce tanta admiración
como el imán que se introduce dentro de las vacas. Sé que suena a chiste malo
contado por un veterinario en una boda rural, pero es real: millones de vacas
en el mundo llevan un imán en el estómago. Y no para orientarse hacia el norte,
ni para captar satélites, ni para transformarse en algún tipo de Pokémon
bovino, sino para algo bastante más prosaico: evitar morir por culpa de nuestra
desastrosa gestión de la chatarra.
Las vacas, a diferencia de los
seres humanos, no inspeccionan su comida. No la huelen, no la examinan, no se
preguntan si ese trozo de alambre conviene dejarlo aparte. Las vacas pastan a
la manera de un paciente de dentista bajo anestesia general: abriendo la boca y
confiando en que el universo sea benévolo. Para su desgracia, el universo rara
vez lo es. El campo moderno está lleno de alambres de espino rotos, clavos perdidos,
grapas suicidas, tornillos y otros restos de maquinaria agrícola que han
decidido retirarse de la vida activa. Todo eso termina, tarde o temprano, en los
morros de una vaca.
Una vez dentro, el metal
atraviesa un recorrido que haría palidecer a Dédalo. Los rumiantes tienen un
sistema digestivo con más compartimentos que una maleta de marca: rumen,
retículo, omaso y abomaso. Para el fragmento metálico, el más problemático es
el retículo, que tiene la mala costumbre de contraerse con fuerza. Imagine usted
una lata de sardinas que se cierra sobre un clavo. Ahora imagínelo dentro de
una vaca. No es agradable.
El resultado suele ser la temida “reticulitis
traumática”, que básicamente consiste en una vaca agujereada por dentro como
consecuencia de haberse tragado el equivalente a la ferretería de un pueblo
pequeño. Esto, como podrá imaginar, arruina el día de cualquier vaca y de su
ganadero.
Y aquí es cuando entra nuestro
héroe: el imán ruminal. El nombre suena a profesor de filosofía medieval, pero
es simplemente un cilindro metálico potente que se administra a la vaca por la
boca mediante un instrumento que recuerda sospechosamente a un lanzador de
cohetes. Una vez dentro, el imán se acomoda en el retículo y espera
pacientemente a que el universo deje caer sobre él clavos, tornillos y
limaduras. Lo hace sin quejarse, sin pedir vacaciones, sin exigir un convenio.
Un héroe silencioso.
Los primeros imanes de este tipo
se hacían de Alnico, una aleación de aluminio, níquel y cobalto, que a menudo
incluye hierro, cobre y titanio, utilizada principalmente para fabricar imanes
permanentes; era un artefacto magnético muy digno en el que confiaba medio
planeta durante la Guerra Fría. Hoy se fabrican también de ferrita o neodimio,
pero recubiertos de materiales resistentes para soportar un entorno más
corrosivo que un consejo de administración de Ribera Salud. El dispositivo
permanece en el interior de la vaca durante toda su vida, convertido para
siempre en una especie de electroimán de bolsillo. Excepto que el bolsillo es
su estómago.
Cuando, por razones científicas,
veterinarias o morbosas, se examina uno de esos imanes recuperados, el efecto
es espectacular. Donde usted esperaba ver un cilindro limpio, aparece una
especie de erizo metálico compuesto por clavos torcidos, tornillos mellados,
fragmentos de valla, restos de grapas y, ocasionalmente, algún objeto que
plantea preguntas que es mejor no formular. Es como encontrar un pequeño museo
de los horrores agrícolas. Y, sin embargo, allí está, salvando vacas y
preservando granjas de pérdidas inasumibles.
Alambres y metales capturados por imán en un animal sacrificado
Lo más sorprendente es que este
invento ha sido aceptado en el mundo rural con la naturalidad con la que uno
acepta que las ovejas den lana o que los tractores nunca funcionen a la
primera. Los veterinarios lo prescriben sin pestañear, y no es raro que los
ganaderos llamen a empresas de imanes industriales preguntando si “de
casualidad” tienen imanes para vacas, como quien pide pilas AAA. Imagino la
cara del comercial del otro lado del teléfono tratando de seguir la
conversación sin preguntar, por ejemplo, si el imán viene con manual de
instrucciones para rumiantes.
Resulta tentador pensar que esto
es una excentricidad moderna, pero en realidad es un fenómeno global. En
Estados Unidos, Canadá, Australia y buena parte de Europa los imanes ruminales
son tan comunes como los rotuladores permanentes en las oficinas. Y su eficacia
es indiscutible: gracias a ellos, cientos de miles de vacas evitan cada año
convertirse en protagonistas involuntarias de tragedias veterinarias.
Lo mejor del asunto es que la
idea es tan simple que parece sacada de un libro de física para niños: cuando
un objeto metálico se mueve hacia un imán, el imán gana. No hay algoritmos, ni
inteligencia artificial, ni sensores, ni apps móviles para comprobar cuánta
chatarra ha ingerido la vaca hoy. Solo magnetismo puro y duro. Muy duro.
En un mundo obsesionado con
soluciones tecnológicas complejas, reconforta pensar que a veces basta con
volver a lo básico. Que un simple imán pueda rescatar a millones de bovinos de
una muerte absurda es una buena noticia para las vacas… y una pequeña lección
para nosotros: quizá, solo quizá, la física elemental sigue sabiendo más que
toda la ingeniería reunida.
Y así, mientras discutimos sobre
inteligencia artificial, coches autónomos y colonias en Marte, millones de
vacas siguen ahí fuera, rumiando pacíficamente con un imán en el estómago,
funcionando mejor que muchos electrodomésticos modernos. La próxima vez que vea
una vaca mirándole fijamente desde un prado, recuerde que quizá esté pensando
en algo muy simple: «Ojalá este humano no pierda ningún tornillo… porque me lo
voy a tragar yo».
En cierto modo, las vacas nos han
ganado. Esa capacidad de adaptación, esa serenidad ante el caos, esa mirada
bovina que parece decir “sí, el mundo es absurdo, ¿y qué?” quizá sea la
auténtica lección. Al final, uno sospecha que, si algún día llega el
Apocalipsis, las únicas criaturas realmente preparadas serán las cucarachas… y
las vacas con imán.
