Un viaje por carretera desde Misuri hasta un pueblo de Kansas donde la leyenda del Oeste se encontró con la realidad en forma de tiroteo.
Salgo temprano de San Luis en
coche, con el Misisipi todavía bostezando a la derecha y esa sensación tan
americana de que el país empieza justo cuando se acaba la ciudad. Los primeros
kilómetros son un catálogo de lo previsible: autopista ancha, camiones con
prisa, moteles que prometen descanso y entregan silencio. Misuri se va
aplanando poco a poco, como si alguien hubiera pasado una plancha invisible
sobre el paisaje. Los bosques se adelgazan, los pueblos se espacian y el
horizonte empieza a ensancharse con una paciencia casi pedagógica. Es un viaje
sin épica aparente, pero conviene no despreciar estas transiciones: Estados
Unidos se entiende mejor en los trayectos que en los destinos.
Al cruzar a Kansas, el paisaje ya
no finge. El terreno se vuelve honesto, funcional, sin concesiones estéticas.
Campos de maíz, praderas largas, silos que parecen monumentos involuntarios a
la perseverancia. El cielo ocupa más espacio que la tierra y uno empieza a
conducir de otra manera, con menos ansiedad y más resignación. En algún punto,
cerca del río Verdigris, aparece Coffeyville, sin dramatismo, como si no
quisiera llamar la atención. Una ciudad pequeña, ordenada, con calles rectas y
edificios que parecen haber aceptado hace tiempo que su mejor historia ya
ocurrió.
El banco que intentaron atracar los Dalton a finales del XIX. Su aspecto actual es el de la foto que encabeza este artículo.
Hoy Coffeyville es un lugar
tranquilo, casi monástico. Hay un centro histórico cuidado, museos modestos,
parques donde los niños juegan sin sospechar que ese mismo suelo fue escenario
de uno de los tiroteos más célebres del Oeste. El visitante encuentra placas,
estatuas, alguna recreación histórica y, sobre todo, una voluntad clara de no
exagerar. Aquí no se vende el mito a gritos. Se ofrece, más bien, como quien
enseña una cicatriz antigua: con orgullo discreto y cierta distancia emocional.
El pueblo vive del petróleo, del ferrocarril que llegó cuando el siglo XIX
todavía tenía ambición, y de una memoria que ha aprendido a convivir con su
propia leyenda.
Lo curioso es que, si uno afina
la mirada, Coffeyville no es hoy tan distinta de lo que era a finales del siglo
XIX. Cambian los coches, desaparecen los caballos y se civilizan los
escaparates, pero la escala es la misma. Sigue siendo una comunidad lo bastante
pequeña como para que la gente se reconozca, lo bastante grande como para
necesitar normas. En 1892 no era un pueblo salvaje, aunque así lo pinten
algunas películas. Tenía bancos, comercios, periódicos y ciudadanos que habían
decidido quedarse. Eso es importante entenderlo: no era un campamento
improvisado esperando ser saqueado, sino un lugar con algo que perder.
En ese escenario entró en juego
la banda de los Dalton, convencida de que la fama aún intimidaba más que la
realidad. Bob, Grat y Emmett Dalton habían construido su reputación a base de
robos audaces y huidas rápidas. Confiaban en la velocidad, en el desconcierto
ajeno y en esa mitología reciente que pintaba a los forajidos como figuras casi
románticas. Su plan en Coffeyville era tan simple como arrogante: atracar dos
bancos a plena luz del día y desaparecer antes de que el pueblo reaccionara.
No contaban con un detalle
fundamental: Coffeyville no estaba dispuesta a hacer de comparsa. Los vecinos
reconocieron a los Dalton casi de inmediato. No eran figuras abstractas del
crimen, sino caras conocidas, mal disfrazadas. En cuestión de minutos, los
ciudadanos se armaron, tomaron posiciones y decidieron que aquel no era un buen
día para dejarse robar. El tiroteo fue breve, confuso y brutal. Murieron Bob y
Grat Dalton, junto con otros miembros de la banda. Emmett sobrevivió malherido
para contar la historia desde la cárcel.
Los cuerpos quedaron tendidos en
la calle, fotografiados con una crudeza que hoy incomoda. No hay heroicidad en
esas imágenes, solo consecuencia. El mensaje fue inmediato y eficaz: el tiempo
de los forajidos intocables estaba terminando. No porque la ley fuese perfecta,
sino porque las comunidades habían aprendido a defenderse. El Viejo Oeste no
murió de golpe; se fue apagando a base de decisiones prácticas tomadas por
gente común.
Lo interesante del episodio no es
solo el fracaso de los Dalton, sino el momento histórico en el que ocurre. 1892
no es 1860. El ferrocarril había encogido las distancias, el telégrafo había
acelerado las noticias y los pueblos empezaban a pensar como sociedades
estables, no como avanzadillas provisionales. La leyenda iba por detrás de la
realidad, y los Dalton, sin saberlo, llegaron tarde a su propia película.
Los cadáveres
expuestos al público de cuatro miembros de la banda Dalton, tras su fallido
intento de robar dos bancos simultáneamente en Coffeyville, Kansas, el 5 de
octubre de 1892.
Cuando hoy se camina por
Coffeyville, cuesta imaginar el estruendo de aquel día. El ruido ha sido
sustituido por una calma casi obstinada. Pero la historia está ahí, incrustada
en el urbanismo, en las narraciones locales, en la manera en que el pueblo se
cuenta a sí mismo. No hay celebración del derramamiento de sangre, sino una
especie de consenso silencioso: aquí se defendió algo más que el dinero de los
bancos. Se defendió la idea de comunidad.
Viajar hasta Coffeyville desde
San Luis no es solo un desplazamiento geográfico. Es un viaje hacia un momento
en que Estados Unidos decidió, sin proclamas grandilocuentes, que el mito debía
empezar a rendir cuentas. La Banda Dalton apostó por una versión del Oeste que
ya estaba caducando. El pueblo, sin pretenderlo, representó el futuro
inmediato: menos leyenda, más responsabilidad.
Al final, uno se va de Coffeyville con la sensación de haber visitado un lugar donde la historia no se grita, se explica. Donde el pasado no se utiliza para vender camisetas, sino para recordar que incluso en el Oeste más mitificado, las cosas terminan siempre igual: alguien cree que la fama lo protege, alguien decide que ya es suficiente y la realidad se impone. Con ruido, sí, pero también con una claridad incómoda. Y eso, visto desde la carretera de vuelta, resulta sorprendentemente moderno.