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domingo, 21 de diciembre de 2025

COFFEIVILLE, KANSAS: UN ATRACO, UN PUEBLO Y EL FINAL DE UNA ÉPOCA

Un viaje por carretera desde Misuri hasta un pueblo de Kansas donde la leyenda del Oeste se encontró con la realidad en forma de tiroteo.

Salgo temprano de San Luis en coche, con el Misisipi todavía bostezando a la derecha y esa sensación tan americana de que el país empieza justo cuando se acaba la ciudad. Los primeros kilómetros son un catálogo de lo previsible: autopista ancha, camiones con prisa, moteles que prometen descanso y entregan silencio. Misuri se va aplanando poco a poco, como si alguien hubiera pasado una plancha invisible sobre el paisaje. Los bosques se adelgazan, los pueblos se espacian y el horizonte empieza a ensancharse con una paciencia casi pedagógica. Es un viaje sin épica aparente, pero conviene no despreciar estas transiciones: Estados Unidos se entiende mejor en los trayectos que en los destinos.

Al cruzar a Kansas, el paisaje ya no finge. El terreno se vuelve honesto, funcional, sin concesiones estéticas. Campos de maíz, praderas largas, silos que parecen monumentos involuntarios a la perseverancia. El cielo ocupa más espacio que la tierra y uno empieza a conducir de otra manera, con menos ansiedad y más resignación. En algún punto, cerca del río Verdigris, aparece Coffeyville, sin dramatismo, como si no quisiera llamar la atención. Una ciudad pequeña, ordenada, con calles rectas y edificios que parecen haber aceptado hace tiempo que su mejor historia ya ocurrió.

El banco que intentaron atracar los Dalton a finales del XIX. Su aspecto actual es el de la foto que encabeza este artículo.

Hoy Coffeyville es un lugar tranquilo, casi monástico. Hay un centro histórico cuidado, museos modestos, parques donde los niños juegan sin sospechar que ese mismo suelo fue escenario de uno de los tiroteos más célebres del Oeste. El visitante encuentra placas, estatuas, alguna recreación histórica y, sobre todo, una voluntad clara de no exagerar. Aquí no se vende el mito a gritos. Se ofrece, más bien, como quien enseña una cicatriz antigua: con orgullo discreto y cierta distancia emocional. El pueblo vive del petróleo, del ferrocarril que llegó cuando el siglo XIX todavía tenía ambición, y de una memoria que ha aprendido a convivir con su propia leyenda.

Lo curioso es que, si uno afina la mirada, Coffeyville no es hoy tan distinta de lo que era a finales del siglo XIX. Cambian los coches, desaparecen los caballos y se civilizan los escaparates, pero la escala es la misma. Sigue siendo una comunidad lo bastante pequeña como para que la gente se reconozca, lo bastante grande como para necesitar normas. En 1892 no era un pueblo salvaje, aunque así lo pinten algunas películas. Tenía bancos, comercios, periódicos y ciudadanos que habían decidido quedarse. Eso es importante entenderlo: no era un campamento improvisado esperando ser saqueado, sino un lugar con algo que perder.

En ese escenario entró en juego la banda de los Dalton, convencida de que la fama aún intimidaba más que la realidad. Bob, Grat y Emmett Dalton habían construido su reputación a base de robos audaces y huidas rápidas. Confiaban en la velocidad, en el desconcierto ajeno y en esa mitología reciente que pintaba a los forajidos como figuras casi románticas. Su plan en Coffeyville era tan simple como arrogante: atracar dos bancos a plena luz del día y desaparecer antes de que el pueblo reaccionara.

No contaban con un detalle fundamental: Coffeyville no estaba dispuesta a hacer de comparsa. Los vecinos reconocieron a los Dalton casi de inmediato. No eran figuras abstractas del crimen, sino caras conocidas, mal disfrazadas. En cuestión de minutos, los ciudadanos se armaron, tomaron posiciones y decidieron que aquel no era un buen día para dejarse robar. El tiroteo fue breve, confuso y brutal. Murieron Bob y Grat Dalton, junto con otros miembros de la banda. Emmett sobrevivió malherido para contar la historia desde la cárcel.

Los cuerpos quedaron tendidos en la calle, fotografiados con una crudeza que hoy incomoda. No hay heroicidad en esas imágenes, solo consecuencia. El mensaje fue inmediato y eficaz: el tiempo de los forajidos intocables estaba terminando. No porque la ley fuese perfecta, sino porque las comunidades habían aprendido a defenderse. El Viejo Oeste no murió de golpe; se fue apagando a base de decisiones prácticas tomadas por gente común.

Lo interesante del episodio no es solo el fracaso de los Dalton, sino el momento histórico en el que ocurre. 1892 no es 1860. El ferrocarril había encogido las distancias, el telégrafo había acelerado las noticias y los pueblos empezaban a pensar como sociedades estables, no como avanzadillas provisionales. La leyenda iba por detrás de la realidad, y los Dalton, sin saberlo, llegaron tarde a su propia película.

Los cadáveres expuestos al público de cuatro miembros de la banda Dalton, tras su fallido intento de robar dos bancos simultáneamente en Coffeyville, Kansas, el 5 de octubre de 1892.

Cuando hoy se camina por Coffeyville, cuesta imaginar el estruendo de aquel día. El ruido ha sido sustituido por una calma casi obstinada. Pero la historia está ahí, incrustada en el urbanismo, en las narraciones locales, en la manera en que el pueblo se cuenta a sí mismo. No hay celebración del derramamiento de sangre, sino una especie de consenso silencioso: aquí se defendió algo más que el dinero de los bancos. Se defendió la idea de comunidad.

Viajar hasta Coffeyville desde San Luis no es solo un desplazamiento geográfico. Es un viaje hacia un momento en que Estados Unidos decidió, sin proclamas grandilocuentes, que el mito debía empezar a rendir cuentas. La Banda Dalton apostó por una versión del Oeste que ya estaba caducando. El pueblo, sin pretenderlo, representó el futuro inmediato: menos leyenda, más responsabilidad.

Al final, uno se va de Coffeyville con la sensación de haber visitado un lugar donde la historia no se grita, se explica. Donde el pasado no se utiliza para vender camisetas, sino para recordar que incluso en el Oeste más mitificado, las cosas terminan siempre igual: alguien cree que la fama lo protege, alguien decide que ya es suficiente y la realidad se impone. Con ruido, sí, pero también con una claridad incómoda. Y eso, visto desde la carretera de vuelta, resulta sorprendentemente moderno.