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lunes, 8 de diciembre de 2025

UN PODER DEPREDADOR, YA SIN MÁSCARAS

 

En Washington, cada cierto tiempo, alguien decide reescribir el mundo. Esta vez le ha tocado a la Administración Trump, que presenta una Estrategia de Seguridad Nacional concebida, según la nota de prensa, para “capitalizar el momento”. No es exactamente una sorpresa. Lo llamativo es la envoltura: un documento que promete un planeta “libre, abierto, seguro y próspero”, en palabras del secretario de Estado Antony J. Blinken, como si todavía hiciera falta sostener la ficción del idealismo.

Blinken, que escribe con la serenidad de quien cree que el público no lee más allá del primer párrafo, asegura que la visión no es solo estadounidense, sino compartida por todos los países amantes de la autodeterminación, la circulación libre de información y las oportunidades económicas globales. La retórica clásica del liderazgo benigno, pero con una novedad: se articula mientras la Casa Blanca practica un matonismo diplomático que ni siquiera intenta disimular.

Tras el preámbulo, Blinken recuerda que la fuerza de Estados Unidos sigue residiendo en su red “incomparable” de aliados. Acto seguido, la estrategia hace exactamente lo contrario de lo que esperaría cualquier aliado sensato: trata a Europa como si fuera un estorbo, un pariente político al que conviene propinar sermones, aranceles y empujones. En nombre de la seguridad internacional, Washington señala como amenaza no tanto a Rusia ni a China, sino a la propia Unión Europea, culpable —faltaría más— de tener criterio propio y apoyar a Ucrania frente a la invasión rusa.

Con esto, el trumpismo liquida sin complejos la doctrina que desde Roosevelt daba por sentado que una “Europa fuerte y libre” era un interés vital estadounidense. El nuevo guion prescinde del ropaje democrático y se alinea sin pudor con las derechas iliberales del planeta. No extraña que partidos como Vox, que quieren encajar en la geopolítica como un guante, hayan decidido declararse abiertamente trumpistas.

La estrategia refiere tres años de mandato por delante, aunque no falta quien sospecha que la intención es más duradera. En ese periodo, la Casa Blanca ya ha impuesto aranceles unilaterales, exigido aumentos de gasto militar en la OTAN y relegado a Europa en las negociaciones sobre Gaza y Ucrania. A estas alturas, el mensaje es transparente: Washington no quiere aliados, quiere vasallos. Ni siquiera los halagos del secretario general de la OTAN, Mark Rutte, o de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, han servido para suavizar el garrote.

El desprecio a Europa viene acompañado de un goteo constante de abandonos: la erosión del compromiso transatlántico, el desarme normativo exigido a la UE para beneficio de las tecnológicas estadounidenses y la paralización de la ampliación de la OTAN para complacer a Vladimir Putin. Todo ello, mientras se desempolva el viejo lema “América para los americanos”, que en Latinoamérica siempre significó “América para Estados Unidos”.

El documento estratégico lo dice sin rodeos: Washington quiere “restaurar la preeminencia” estadounidense en el hemisferio occidental. Para ello, se apoya en gobiernos afines, populistas o ultraliberales, según el caso. En Venezuela, la política adquiere un tono particularmente crudo. La Casa Blanca ha “cerrado” el espacio aéreo venezolano sin base legal, desplegado la mayor fuerza naval en el Caribe desde la crisis de los misiles y ejecutado operaciones letales en alta mar con el argumento del narcotráfico. Trump, que indulta a expresidentes corruptos condenados por narcotráfico como el de Honduras, busca precipitar la caída de Maduro y, si cae petróleo en el proceso, tanto mejor. El límite, por ahora, no existe.

La imagen televisiva de lanchas saltando por los aires resume bien la nueva diplomacia: una mezcla de obsesiones personales —drogas, migración, negocios— y mano dura sin supervisión. Y lo más preocupante: una comunidad internacional que, mientras no le toque a un aliado simpático, prefiere mirar hacia otro lado. Presionar diplomáticamente es una cosa; tolerar ejecuciones extrajudiciales y zonas de exclusión aérea improvisadas es otra. Sobre todo, cuando el mismo presidente exige amnistías generales para borrar los crímenes de guerra de Putin y Netanyahu, y persigue a los jueces de la Corte Penal Internacional.

La verdadera utilidad del documento quizá no sea práctica, sino histórica. Servirá para explicar un tiempo en que el trumpismo, cada vez más cómodo en el borde del fascismo, proclamó que Estados Unidos es «la nación más grande y exitosa de la historia de la humanidad y la patria de la libertad en la Tierra». Una frase que, escrita en un informe oficial, adquiere un tinte inquietante: dice más sobre la ansiedad del poder que sobre su fortaleza.

La estrategia revela un mundo que se reparte como botín entre depredadores. Los valores democráticos, que antes se mencionaban por convención, han dejado de figurar siquiera como coartada. Lo que cuenta ahora son los intereses económicos de las élites globales: multimillonarios rusos, árabes y norteamericanos que apoyan al presidente y esperan rendimientos acordes.

Todo ocurre a plena luz del día. Casi nadie comenta nada. El silencio puede tener explicación: las herramientas diplomáticas sirven de poco ante un poder que ya ni siquiera se molesta en disimular. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional no es solo un programa; es un espejo sin filtros. Y su reflejo debería inquietar especialmente a quienes, en Europa y en Latinoamérica, aún confían en que, como los niños que se esconden bajo las sábanas, basta con no mirar para que el peligro desaparezca. Pero un poder sin máscaras solo necesita una cosa para expandirse: que los demás sigamos fingiendo que no sabemos lo que sabemos.