En Washington, cada cierto
tiempo, alguien decide reescribir el mundo. Esta vez le ha tocado a la
Administración Trump, que presenta una Estrategia
de Seguridad Nacional concebida, según la nota de prensa, para “capitalizar
el momento”. No es exactamente una sorpresa. Lo llamativo es la envoltura: un
documento que promete un planeta “libre, abierto, seguro y próspero”, en
palabras del secretario de Estado Antony J. Blinken, como si todavía hiciera
falta sostener la ficción del idealismo.
Blinken,
que escribe con la serenidad de quien cree que el público no lee más allá del
primer párrafo, asegura que la visión no es solo estadounidense, sino
compartida por todos los países amantes de la autodeterminación, la circulación
libre de información y las oportunidades económicas globales. La retórica
clásica del liderazgo benigno, pero con una novedad: se articula mientras la
Casa Blanca practica un matonismo diplomático que ni siquiera intenta
disimular.
Tras el preámbulo, Blinken
recuerda que la fuerza de Estados Unidos sigue residiendo en su red
“incomparable” de aliados. Acto seguido, la estrategia hace exactamente lo
contrario de lo que esperaría cualquier aliado sensato: trata a Europa como si
fuera un estorbo, un pariente político al que conviene propinar sermones, aranceles
y empujones. En nombre de la seguridad internacional, Washington señala como
amenaza no tanto a Rusia ni a China, sino a la propia Unión Europea, culpable
—faltaría más— de tener criterio propio y apoyar a Ucrania frente a la invasión
rusa.
Con esto, el trumpismo liquida
sin complejos la doctrina que desde Roosevelt daba por sentado que una “Europa
fuerte y libre” era un interés vital estadounidense. El nuevo guion prescinde
del ropaje democrático y se alinea sin pudor con las derechas iliberales del
planeta. No extraña que partidos como Vox, que quieren encajar en la
geopolítica como un guante, hayan decidido declararse abiertamente trumpistas.
La estrategia refiere tres años
de mandato por delante, aunque no falta quien sospecha que la intención es más
duradera. En ese periodo, la Casa Blanca ya ha impuesto aranceles unilaterales,
exigido aumentos de gasto militar en la OTAN y relegado a Europa en las
negociaciones sobre Gaza y Ucrania. A estas alturas, el mensaje es
transparente: Washington no quiere aliados, quiere vasallos. Ni siquiera los
halagos del secretario general de la OTAN, Mark Rutte, o de la presidenta de la
Comisión, Ursula von der Leyen, han servido para suavizar el garrote.
El desprecio a Europa viene
acompañado de un goteo constante de abandonos: la erosión del compromiso
transatlántico, el desarme normativo exigido a la UE para beneficio de las
tecnológicas estadounidenses y la paralización de la ampliación de la OTAN para
complacer a Vladimir Putin. Todo ello, mientras se desempolva el viejo lema
“América para los americanos”, que en Latinoamérica siempre significó “América
para Estados Unidos”.
El documento estratégico lo dice
sin rodeos: Washington quiere “restaurar la preeminencia” estadounidense en el
hemisferio occidental. Para ello, se apoya en gobiernos afines, populistas o
ultraliberales, según el caso. En Venezuela, la política adquiere un tono
particularmente crudo. La Casa Blanca ha “cerrado” el espacio aéreo venezolano
sin base legal, desplegado la mayor fuerza naval en el Caribe desde la crisis
de los misiles y ejecutado operaciones letales en alta mar con el argumento del
narcotráfico. Trump, que indulta
a expresidentes corruptos condenados por narcotráfico como el de Honduras,
busca precipitar la caída de Maduro y, si cae petróleo en el proceso, tanto
mejor. El límite, por ahora, no existe.
La imagen televisiva de lanchas
saltando por los aires resume bien la nueva diplomacia: una mezcla de
obsesiones personales —drogas, migración, negocios— y mano dura sin supervisión. Y lo más
preocupante: una comunidad internacional que, mientras no le toque a un aliado
simpático, prefiere mirar hacia otro lado. Presionar diplomáticamente es una
cosa; tolerar ejecuciones extrajudiciales y zonas de exclusión aérea
improvisadas es otra. Sobre todo, cuando el mismo presidente exige amnistías
generales para borrar los crímenes de guerra de Putin y Netanyahu, y persigue a
los jueces de la Corte Penal Internacional.
La verdadera utilidad del
documento quizá no sea práctica, sino histórica. Servirá para explicar un
tiempo en que el trumpismo, cada vez más cómodo en el borde del fascismo,
proclamó que Estados Unidos es «la nación más grande y exitosa de la
historia de la humanidad y la patria de la libertad en la Tierra».
Una frase que, escrita en un informe oficial, adquiere un tinte inquietante:
dice más sobre la ansiedad del poder que sobre su fortaleza.
La estrategia revela un mundo que
se reparte como botín entre depredadores. Los valores democráticos, que antes
se mencionaban por convención, han dejado de figurar siquiera como coartada. Lo
que cuenta ahora son los intereses económicos de las élites globales:
multimillonarios rusos, árabes y norteamericanos que apoyan al presidente y
esperan rendimientos acordes.
Todo ocurre a plena luz del día.
Casi nadie comenta nada. El silencio puede tener explicación: las herramientas
diplomáticas sirven de poco ante un poder que ya ni siquiera se molesta en
disimular. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional no es solo un programa; es un
espejo sin filtros. Y su reflejo debería inquietar especialmente a quienes, en
Europa y en Latinoamérica, aún confían en que, como los niños que se esconden
bajo las sábanas, basta con no mirar para que el peligro desaparezca. Pero un
poder sin máscaras solo necesita una cosa para expandirse: que los demás
sigamos fingiendo que no sabemos lo que sabemos.