Un rápido recorrido por
siglos de sorteos, Estados necesitados y ciudadanos optimistas que siguen
confiando en que el azar, esta vez sí, haya decidido acordarse de ellos.
La historia de las loterías es la
historia de una tentación modesta y persistente: la idea de que el destino,
habitualmente tan atento como un semáforo en rojo, pueda levantarse un día de
buen humor y ponerse en verde para uno sólo. A diferencia de otros grandes inventos
humanos —la rueda, el fuego, la hipoteca— la lotería no promete cambiar el
mundo, solo cambiarte a ti. Y, aun así, lleva siglos sosteniendo imperios,
financiando guerras, levantando puentes y arruinando conversaciones familiares
cada vez que alguien dice: “si me toca…”.
Los primeros rastros reconocibles
de algo parecido a una lotería aparecen en la antigua China, durante la
dinastía Han. Allí se organizaban sorteos para recaudar fondos públicos, y una
parte del dinero se destinaba a obras estatales de envergadura. Existe incluso
la sospecha —históricamente imposible de demostrar y, por tanto, irresistible—
de que algunos tramos de la Gran Muralla se pagaron con boletos. La idea era
sencilla y eficaz: muchos contribuyen poco para que uno reciba mucho, mientras
el Estado se queda con lo suficiente para no tener que subir impuestos, que es
siempre una estrategia impopular.
Los romanos, que nunca dejaron
pasar una oportunidad de organizar algo con pompa, también jugaron con el azar.
En Roma, las loterías eran frecuentes en banquetes y celebraciones, donde se
repartían premios que iban desde objetos valiosos hasta bromas pesadas
disfrazadas de regalos. No era raro que alguien se llevase una vajilla de plata
mientras su vecino obtenía una ánfora vacía o, peor aún, la obligación de
organizar la próxima cena. El azar romano tenía sentido del humor y una clara
vocación pedagógica: enseñaba a no esperar demasiado de la vida.
Durante la Edad Media, la lotería
reapareció como una herramienta práctica en ciudades que necesitaban dinero,
pero no querían admitirlo abiertamente. En la Italia renacentista,
especialmente en Génova y Venecia, se organizaban sorteos públicos para
financiar guerras, murallas y otros gastos inevitables de la civilización. En
Génova, el sistema de elegir al azar a miembros del consejo municipal acabó
dando lugar a apuestas sobre los nombres seleccionados. Aquello derivó, casi
sin querer, en una de las primeras loterías modernas. Fue un avance
democrático: por primera vez, cualquiera podía perder dinero en igualdad de
condiciones.
En los Países Bajos del siglo XV,
las loterías se institucionalizaron con un propósito casi filantrópico. Se
anunciaban como un modo elegante de financiar hospitales, puertos y obras
públicas. Comprar un boleto era un acto cívico, una contribución al bien común
con la agradable posibilidad —remota, pero estimulante— de salir beneficiado.
Era el capitalismo con conciencia social y números impresos.
Inglaterra no tardó en subirse al
carro. En 1569, bajo el reinado de Isabel I, se organizó una lotería nacional
para reparar puertos y reforzar la defensa del reino. Los premios incluían
dinero, pero también vajillas, tapices y otros objetos de respetable utilidad
doméstica. La idea de ganar millones aún no se había refinado; bastaba con
mejorar ligeramente la calidad de vida y poder contarlo en la taberna.
España, por su parte, desarrolló
una relación particularmente estable y duradera con la lotería. En el siglo
XVIII se estableció la Real Lotería, y con el tiempo surgiría la lotería
moderna que hoy se presenta cada diciembre como una liturgia laica, con niños
cantores, anuncios sentimentales y una pedagogía emocional basada en la envidia
bien llevada. La lotería española perfeccionó algo esencial: la ilusión
compartida. No se trata tanto de ganar como de comentar que podrías haber
ganado, que es una actividad socialmente más inclusiva.
Con la llegada de la Ilustración
y el siglo XIX, la lotería empezó a mirarse con cierto recelo moral. Algunos
pensadores la consideraban un impuesto encubierto sobre la esperanza,
especialmente injusto con quienes menos tenían. No les faltaba razón, pero
tampoco lograron acabar con ella. La lotería sobrevivió porque entendió algo
básico del ser humano: preferimos una probabilidad microscópica de redención a
una certeza razonable de normalidad.
En el siglo XX, las loterías se
volvieron gigantescas. Estados modernos, con presupuestos y ambiciones modernos,
encontraron en el azar una fuente de ingresos constante y sorprendentemente
estable. Los premios crecieron, las probabilidades empeoraron y la publicidad
se volvió más sofisticada. Ya no se vendía un boleto, sino un relato: la vida
alternativa que podrías estar viviendo si una combinación concreta de números
decidiera quererte un poco más de lo habitual.
Hoy, las loterías son máquinas
matemáticamente impecables y emocionalmente implacables. Las probabilidades de
ganar el premio gordo son tan bajas que cuesta explicarlas sin recurrir a
metáforas cósmicas: más fácil que te caiga un meteorito mientras te muerde un
tiburón leyendo un boleto premiado. Aun así, millones de personas juegan cada
semana, no porque crean seriamente que van a ganar, sino porque durante unos
días pueden imaginarlo. Y esa imaginación, curiosamente, sale barata.
La lotería no vende dinero; vende una pausa en la resignación. Compra unos segundos de conversación interior en los que uno se permite pensar qué haría si el mundo decidiera compensarlo. Es una ficción colectiva, cuidadosamente organizada por el Estado, en la que todos participamos sabiendo que el final feliz es estadísticamente indecente.
Y luego llega el sorteo, los números no coinciden y la vida sigue exactamente igual. Que, bien mirado, es lo más probable. Porque la verdadera tradición de la lotería no es repartir fortunas, sino recordarnos, con admirable constancia, que las probabilidades están firmemente en nuestra contra y que, aun así, seguimos jugando, como si esta vez —precisamente esta— el azar hubiera decidido acordarse de nosotros.