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domingo, 21 de diciembre de 2025

EL AZAR ORGANIZADO: BREVE HISTORIA DE LA LOTERÍA

Un rápido recorrido por siglos de sorteos, Estados necesitados y ciudadanos optimistas que siguen confiando en que el azar, esta vez sí, haya decidido acordarse de ellos.

La historia de las loterías es la historia de una tentación modesta y persistente: la idea de que el destino, habitualmente tan atento como un semáforo en rojo, pueda levantarse un día de buen humor y ponerse en verde para uno sólo. A diferencia de otros grandes inventos humanos —la rueda, el fuego, la hipoteca— la lotería no promete cambiar el mundo, solo cambiarte a ti. Y, aun así, lleva siglos sosteniendo imperios, financiando guerras, levantando puentes y arruinando conversaciones familiares cada vez que alguien dice: “si me toca…”.

Los primeros rastros reconocibles de algo parecido a una lotería aparecen en la antigua China, durante la dinastía Han. Allí se organizaban sorteos para recaudar fondos públicos, y una parte del dinero se destinaba a obras estatales de envergadura. Existe incluso la sospecha —históricamente imposible de demostrar y, por tanto, irresistible— de que algunos tramos de la Gran Muralla se pagaron con boletos. La idea era sencilla y eficaz: muchos contribuyen poco para que uno reciba mucho, mientras el Estado se queda con lo suficiente para no tener que subir impuestos, que es siempre una estrategia impopular.

Los romanos, que nunca dejaron pasar una oportunidad de organizar algo con pompa, también jugaron con el azar. En Roma, las loterías eran frecuentes en banquetes y celebraciones, donde se repartían premios que iban desde objetos valiosos hasta bromas pesadas disfrazadas de regalos. No era raro que alguien se llevase una vajilla de plata mientras su vecino obtenía una ánfora vacía o, peor aún, la obligación de organizar la próxima cena. El azar romano tenía sentido del humor y una clara vocación pedagógica: enseñaba a no esperar demasiado de la vida.

Durante la Edad Media, la lotería reapareció como una herramienta práctica en ciudades que necesitaban dinero, pero no querían admitirlo abiertamente. En la Italia renacentista, especialmente en Génova y Venecia, se organizaban sorteos públicos para financiar guerras, murallas y otros gastos inevitables de la civilización. En Génova, el sistema de elegir al azar a miembros del consejo municipal acabó dando lugar a apuestas sobre los nombres seleccionados. Aquello derivó, casi sin querer, en una de las primeras loterías modernas. Fue un avance democrático: por primera vez, cualquiera podía perder dinero en igualdad de condiciones.

En los Países Bajos del siglo XV, las loterías se institucionalizaron con un propósito casi filantrópico. Se anunciaban como un modo elegante de financiar hospitales, puertos y obras públicas. Comprar un boleto era un acto cívico, una contribución al bien común con la agradable posibilidad —remota, pero estimulante— de salir beneficiado. Era el capitalismo con conciencia social y números impresos.

Inglaterra no tardó en subirse al carro. En 1569, bajo el reinado de Isabel I, se organizó una lotería nacional para reparar puertos y reforzar la defensa del reino. Los premios incluían dinero, pero también vajillas, tapices y otros objetos de respetable utilidad doméstica. La idea de ganar millones aún no se había refinado; bastaba con mejorar ligeramente la calidad de vida y poder contarlo en la taberna.

España, por su parte, desarrolló una relación particularmente estable y duradera con la lotería. En el siglo XVIII se estableció la Real Lotería, y con el tiempo surgiría la lotería moderna que hoy se presenta cada diciembre como una liturgia laica, con niños cantores, anuncios sentimentales y una pedagogía emocional basada en la envidia bien llevada. La lotería española perfeccionó algo esencial: la ilusión compartida. No se trata tanto de ganar como de comentar que podrías haber ganado, que es una actividad socialmente más inclusiva.

Con la llegada de la Ilustración y el siglo XIX, la lotería empezó a mirarse con cierto recelo moral. Algunos pensadores la consideraban un impuesto encubierto sobre la esperanza, especialmente injusto con quienes menos tenían. No les faltaba razón, pero tampoco lograron acabar con ella. La lotería sobrevivió porque entendió algo básico del ser humano: preferimos una probabilidad microscópica de redención a una certeza razonable de normalidad.

En el siglo XX, las loterías se volvieron gigantescas. Estados modernos, con presupuestos y ambiciones modernos, encontraron en el azar una fuente de ingresos constante y sorprendentemente estable. Los premios crecieron, las probabilidades empeoraron y la publicidad se volvió más sofisticada. Ya no se vendía un boleto, sino un relato: la vida alternativa que podrías estar viviendo si una combinación concreta de números decidiera quererte un poco más de lo habitual.

Hoy, las loterías son máquinas matemáticamente impecables y emocionalmente implacables. Las probabilidades de ganar el premio gordo son tan bajas que cuesta explicarlas sin recurrir a metáforas cósmicas: más fácil que te caiga un meteorito mientras te muerde un tiburón leyendo un boleto premiado. Aun así, millones de personas juegan cada semana, no porque crean seriamente que van a ganar, sino porque durante unos días pueden imaginarlo. Y esa imaginación, curiosamente, sale barata.

La lotería no vende dinero; vende una pausa en la resignación. Compra unos segundos de conversación interior en los que uno se permite pensar qué haría si el mundo decidiera compensarlo. Es una ficción colectiva, cuidadosamente organizada por el Estado, en la que todos participamos sabiendo que el final feliz es estadísticamente indecente.

Y luego llega el sorteo, los números no coinciden y la vida sigue exactamente igual. Que, bien mirado, es lo más probable. Porque la verdadera tradición de la lotería no es repartir fortunas, sino recordarnos, con admirable constancia, que las probabilidades están firmemente en nuestra contra y que, aun así, seguimos jugando, como si esta vez —precisamente esta— el azar hubiera decidido acordarse de nosotros.