Un monje, unas cuentas discutibles y quince siglos de puntualidad basada en una fecha equivocada.
Aunque hoy nadie se plantee
enmendarlo —y más vale que nadie lo haga—, el monje que en el siglo VI fijó el
nacimiento de Cristo en el año 753 de la fundación de Roma cometió un error de
cálculo. No fue una chapuza medieval ni una herejía de sobremesa, sino algo
mucho más peligroso: un error pequeño, razonable y cometido con convicción.
Esos son los que hacen carrera.
Durante los primeros siglos del
cristianismo, el calendario no preocupaba demasiado. Bastante tenían los
creyentes con no acabar crucificados, quemados o convertidos en distracción de
anfiteatro. El nacimiento de Jesús importaba como concepto teológico, no como
fecha exacta. Nadie preguntaba si había nacido un martes o si era mejor
celebrarlo con cordero. En el mundo antiguo no se celebraban cumpleaños; se
celebraban muertes ejemplares. El cristianismo primitivo era más de martirio
que de vela soplada.
Roma, entretanto, contaba el
tiempo desde la fundación de la ciudad, el famoso ab urbe condita (AUC). Todo
empezaba con una loba, dos gemelos y un asesinato fraternal, lo cual daba un
marco moral bastante ajustado al Imperio. Según la tradición, Roma fue fundada
en el año 753 antes de Cristo, dato que siglos después adquiriría una ironía
tan perfecta que nadie se atrevió a tocarlo.
Mientras el Imperio funcionó, el
sistema tenía sentido. Cuando dejó de hacerlo —cuando ya no había emperadores,
pero sí muchas ruinas—, seguir contando los años desde la fundación de Roma
empezó a parecer una costumbre entrañable, como seguir pagando impuestos a una
autoridad desaparecida.
A comienzos del siglo VI,
Occidente era un paisaje de escombros con monasterios. El poder político se
había diluido, pero el cristianismo estaba en plena forma. Era la nueva
estructura estable. Y alguien pensó que, ya que todo giraba en torno a Cristo,
quizá el tiempo también debería hacerlo. No parecía una exigencia
desproporcionada.
Ese alguien fue Dionisio el
Exiguo, monje nacido en Escitia —una región lo bastante vaga como para no dar
explicaciones—, astrónomo aficionado y matemático aplicado. Su apodo, Exiguus
(“el pequeño”), sugiere humildad, aunque el resultado de su trabajo acabó
regulando agendas, aniversarios y contratos durante más de quince siglos.
Pequeño, pero definitivo.
La idea de Dionisio era
impecable: si Cristo era el centro de la fe, debía ser el centro del
calendario. Había que calcular el año de su nacimiento y usarlo como punto de
partida. El tiempo se dividiría en un antes y un después de Cristo. Nada
modesto, pero muy coherente.
El único inconveniente era que
nadie sabía cuándo había nacido Jesús. Dionisio hizo lo que pudo con lo que
tenía. Reunió cronologías romanas, datos bíblicos, listas de cónsules y algunas
tablas astronómicas, y se puso a calcular. Tras el esfuerzo, llegó a una
conclusión tranquilizadora: Jesús había nacido en el año 753 de la fundación de
Roma. El año siguiente, 754 AUC, pasó a ser el año 1 de la nueva era cristiana.
No hubo año cero. El tiempo dio un pequeño salto y nadie pidió explicaciones.
La propuesta funcionó. Era clara,
práctica y fácil de adoptar. Con el respaldo de cronistas influyentes como Beda
el Venerable, el sistema se extendió por Europa y acabó imponiéndose casi
universalmente. Hoy lo usan incluso países que no celebran la Navidad. No está
mal para un cálculo hecho con fuentes incompletas y buena voluntad.
Y, sin embargo, estaba mal.
El error es casi vulgar. Los
evangelios sitúan el nacimiento de Jesús durante el reinado de Herodes el
Grande, un rey eficaz, paranoico y con cierta facilidad para ordenar
ejecuciones. El detalle importante es que Herodes murió en el año 750 de la
fundación de Roma. Si Jesús nació bajo su gobierno, cuesta creer que lo hiciera
tres años después de su muerte. Incluso para estándares bíblicos.
Eso desplaza el nacimiento de
Cristo al menos cuatro años hacia atrás. Probablemente entre el 7 y el 4 antes
de lo que hoy llamamos “antes de Cristo”, expresión que aquí empieza a rozar el
humor involuntario. Técnicamente, Jesús nació antes de Cristo. No es una
provocación ni un juego de palabras: es un error de contabilidad histórica.
Hay más pruebas y más discusiones
académicas, pero no hace falta castigar al lector. Basta con aceptar que el
calendario cristiano arrastra un desfase de unos cuatro años. Lo suficiente
como para ser indiscutible y lo bastante pequeño como para que nadie quiera
arreglarlo.
Porque nadie quiere arreglarlo.
No por respeto a Dionisio, sino por puro pánico burocrático. Corregir el
calendario implicaría revisar miles de millones de documentos, mover
aniversarios, reescribir tratados, ajustar constituciones y explicar por qué de
pronto todo el mundo es cuatro años mayor o menor. El mundo moderno se sostiene
sobre convenciones frágiles, y el calendario es una de las más delicadas. Mejor
no tocarlo. El error es antiguo, pero estable.
Con la Navidad ocurre algo
parecido. Tampoco hay razones serias para pensar que Jesús naciera el 25 de
diciembre. Durante siglos se celebró el 6 de enero, fecha que aún conserva la
Iglesia ortodoxa oriental. El 25 llegó después, cuando alguien entendió que era
mejor apropiarse de una fiesta popular que intentar suprimirla.
El solsticio de invierno ocurre
alrededor del 21 de diciembre, pero los romanos no celebraban el fenómeno
astronómico exacto, sino su significado. El 25 era la fiesta del Sol Invictus,
el renacimiento del Sol, oficializada por Aureliano. A partir de ahí, la luz
ganaba terreno. El mensaje era comprensible incluso sin catequesis.
Cristo como nueva luz del mundo
encajaba demasiado bien. No se eliminó la fiesta: se le cambió el protagonista.
El 25 no era el solsticio, pero era perfecto para celebrarlo. En religión, como
en política, el símbolo suele pesar más que la exactitud.
Así que vivimos instalados en un
tiempo ligeramente defectuoso. Contamos los años desde un nacimiento mal
fechado, celebramos la Navidad por conveniencia simbólica y aceptamos todo con
admirable naturalidad. El tiempo no es una ley física: es un acuerdo humano.
Dionisio el Exiguo intentó poner orden en la historia y se equivocó un poco. Y nosotros llevamos quince siglos demostrando que, cuando un error es cómodo, se convierte sin problemas en tradición.