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viernes, 26 de diciembre de 2025

JESÚS NACIÓ CUATRO AÑOS ANTES DE CRISTO

Un monje, unas cuentas discutibles y quince siglos de puntualidad basada en una fecha equivocada.

Aunque hoy nadie se plantee enmendarlo —y más vale que nadie lo haga—, el monje que en el siglo VI fijó el nacimiento de Cristo en el año 753 de la fundación de Roma cometió un error de cálculo. No fue una chapuza medieval ni una herejía de sobremesa, sino algo mucho más peligroso: un error pequeño, razonable y cometido con convicción. Esos son los que hacen carrera.

Durante los primeros siglos del cristianismo, el calendario no preocupaba demasiado. Bastante tenían los creyentes con no acabar crucificados, quemados o convertidos en distracción de anfiteatro. El nacimiento de Jesús importaba como concepto teológico, no como fecha exacta. Nadie preguntaba si había nacido un martes o si era mejor celebrarlo con cordero. En el mundo antiguo no se celebraban cumpleaños; se celebraban muertes ejemplares. El cristianismo primitivo era más de martirio que de vela soplada.

Roma, entretanto, contaba el tiempo desde la fundación de la ciudad, el famoso ab urbe condita (AUC). Todo empezaba con una loba, dos gemelos y un asesinato fraternal, lo cual daba un marco moral bastante ajustado al Imperio. Según la tradición, Roma fue fundada en el año 753 antes de Cristo, dato que siglos después adquiriría una ironía tan perfecta que nadie se atrevió a tocarlo.

Mientras el Imperio funcionó, el sistema tenía sentido. Cuando dejó de hacerlo —cuando ya no había emperadores, pero sí muchas ruinas—, seguir contando los años desde la fundación de Roma empezó a parecer una costumbre entrañable, como seguir pagando impuestos a una autoridad desaparecida.

A comienzos del siglo VI, Occidente era un paisaje de escombros con monasterios. El poder político se había diluido, pero el cristianismo estaba en plena forma. Era la nueva estructura estable. Y alguien pensó que, ya que todo giraba en torno a Cristo, quizá el tiempo también debería hacerlo. No parecía una exigencia desproporcionada.

Ese alguien fue Dionisio el Exiguo, monje nacido en Escitia —una región lo bastante vaga como para no dar explicaciones—, astrónomo aficionado y matemático aplicado. Su apodo, Exiguus (“el pequeño”), sugiere humildad, aunque el resultado de su trabajo acabó regulando agendas, aniversarios y contratos durante más de quince siglos. Pequeño, pero definitivo.

La idea de Dionisio era impecable: si Cristo era el centro de la fe, debía ser el centro del calendario. Había que calcular el año de su nacimiento y usarlo como punto de partida. El tiempo se dividiría en un antes y un después de Cristo. Nada modesto, pero muy coherente.

El único inconveniente era que nadie sabía cuándo había nacido Jesús. Dionisio hizo lo que pudo con lo que tenía. Reunió cronologías romanas, datos bíblicos, listas de cónsules y algunas tablas astronómicas, y se puso a calcular. Tras el esfuerzo, llegó a una conclusión tranquilizadora: Jesús había nacido en el año 753 de la fundación de Roma. El año siguiente, 754 AUC, pasó a ser el año 1 de la nueva era cristiana. No hubo año cero. El tiempo dio un pequeño salto y nadie pidió explicaciones.

La propuesta funcionó. Era clara, práctica y fácil de adoptar. Con el respaldo de cronistas influyentes como Beda el Venerable, el sistema se extendió por Europa y acabó imponiéndose casi universalmente. Hoy lo usan incluso países que no celebran la Navidad. No está mal para un cálculo hecho con fuentes incompletas y buena voluntad.

Y, sin embargo, estaba mal.

El error es casi vulgar. Los evangelios sitúan el nacimiento de Jesús durante el reinado de Herodes el Grande, un rey eficaz, paranoico y con cierta facilidad para ordenar ejecuciones. El detalle importante es que Herodes murió en el año 750 de la fundación de Roma. Si Jesús nació bajo su gobierno, cuesta creer que lo hiciera tres años después de su muerte. Incluso para estándares bíblicos.

Eso desplaza el nacimiento de Cristo al menos cuatro años hacia atrás. Probablemente entre el 7 y el 4 antes de lo que hoy llamamos “antes de Cristo”, expresión que aquí empieza a rozar el humor involuntario. Técnicamente, Jesús nació antes de Cristo. No es una provocación ni un juego de palabras: es un error de contabilidad histórica.

Hay más pruebas y más discusiones académicas, pero no hace falta castigar al lector. Basta con aceptar que el calendario cristiano arrastra un desfase de unos cuatro años. Lo suficiente como para ser indiscutible y lo bastante pequeño como para que nadie quiera arreglarlo.

Porque nadie quiere arreglarlo. No por respeto a Dionisio, sino por puro pánico burocrático. Corregir el calendario implicaría revisar miles de millones de documentos, mover aniversarios, reescribir tratados, ajustar constituciones y explicar por qué de pronto todo el mundo es cuatro años mayor o menor. El mundo moderno se sostiene sobre convenciones frágiles, y el calendario es una de las más delicadas. Mejor no tocarlo. El error es antiguo, pero estable.

Con la Navidad ocurre algo parecido. Tampoco hay razones serias para pensar que Jesús naciera el 25 de diciembre. Durante siglos se celebró el 6 de enero, fecha que aún conserva la Iglesia ortodoxa oriental. El 25 llegó después, cuando alguien entendió que era mejor apropiarse de una fiesta popular que intentar suprimirla.

El solsticio de invierno ocurre alrededor del 21 de diciembre, pero los romanos no celebraban el fenómeno astronómico exacto, sino su significado. El 25 era la fiesta del Sol Invictus, el renacimiento del Sol, oficializada por Aureliano. A partir de ahí, la luz ganaba terreno. El mensaje era comprensible incluso sin catequesis.

Cristo como nueva luz del mundo encajaba demasiado bien. No se eliminó la fiesta: se le cambió el protagonista. El 25 no era el solsticio, pero era perfecto para celebrarlo. En religión, como en política, el símbolo suele pesar más que la exactitud.

Así que vivimos instalados en un tiempo ligeramente defectuoso. Contamos los años desde un nacimiento mal fechado, celebramos la Navidad por conveniencia simbólica y aceptamos todo con admirable naturalidad. El tiempo no es una ley física: es un acuerdo humano.

Dionisio el Exiguo intentó poner orden en la historia y se equivocó un poco. Y nosotros llevamos quince siglos demostrando que, cuando un error es cómodo, se convierte sin problemas en tradición.