Los árboles han moldeado a Estados Unidos más que a casi cualquier otra
nación. Después de todo, el país cuenta con algunos de los recursos forestales
más espectaculares del planeta. Antes de la llegada de los colonos europeos,
los bosques estadounidenses cubrían una superficie asombrosa de cuatro millones
de kilómetros cuadrados: ocho veces el tamaño de España, casi la mitad de los
estados contiguos.
La geografía misma parecía pensada para ellos. El norte ofrecía fríos
inviernos para pinos y abetos, el sur era un paraíso húmedo para cipreses,
magnolias y mangles, y el centro, con sus suelos ricos y su clima variable, era
una enorme fábrica natural de nogales, álamos y robles. De las secuoyas de
California a las hayas de Nueva Inglaterra, el país era un catálogo viviente de
botánica.
Puede que el gran avance industrial del siglo XIX —el de los
ferrocarriles, el telégrafo y la electricidad— se debiera a la chispa humana,
pero dependía de un material muy poco glamuroso: la madera barata y abundante.
Las traviesas de los trenes, los postes del telégrafo y las calderas de vapor
estaban hechas de árboles. Incluso las minas que extraían carbón se apuntalaban
con troncos. Hasta la electricidad tuvo raíces forestales: las primeras
centrales eléctricas se alimentaban con leña.
La madera fue también, en cierto modo, un arma. Durante las dos guerras
mundiales, los bosques estadounidenses se alistaron junto a los soldados. Los
barcos Liberty, construidos a toda prisa para cruzar el Atlántico,
dependían del pino sureño; los aviones se forraban con contrachapado de madera
de balsa; y hasta las balas necesitaban cajas de embalaje de madera antes de
ser enviadas al frente.
Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la población se disparó y la
clase media descubrió el sueño de la casa propia, la madera volvió a ser
protagonista. Fue la base literal de los suburbios: un bosque domesticado
convertido en millones de chalés idénticos con garaje, jardín y un arbolito
plantado en el centro del césped, símbolo de prosperidad y buena conciencia
ecológica.
Pero a medida que avanzaban los años cincuenta, la modernidad trajo
nuevos materiales y un cambio de estética. Se acabaron la nevera de madera, la
tabla de lavar de madera y la estufa de leña. El progreso olía a acero
inoxidable, sonaba a formica y se anunciaba en technicolor. Sin embargo, los
árboles se vengaron discretamente: comenzaron a infiltrarse en los objetos más
insospechados.
La madera dejó de ser una simple materia prima y se convirtió en una
presencia invisible. De sus fibras salían productos que nadie asociaba ya con
los bosques. En las décadas de 1940 y 1950, los estadounidenses vivían rodeados
de madera sin saberlo: estaba en los pañuelos de papel, en los plásticos, en
los cosméticos, en las medias de rayón y hasta en los alimentos procesados (la
celulosa microcristalina, aún hoy, se usa como antiaglomerante en el queso
rallado).
El cambio comenzó un siglo antes, cuando la transición al papel barato de
pulpa de madera, a partir de 1860, transformó la cultura del país. De repente,
escribir y leer dejaron de ser lujos. Surgieron los penny papers, las dime
novels y los panfletos de Thomas Paine y Benjamin Franklin. En cierto modo,
los árboles dieron a luz la opinión pública estadounidense.
Pero fue en el siglo XX cuando la celulosa se convirtió en el verdadero
oro blanco. La empresa Kimberly-Clark, fundada en Wisconsin en 1872, fue
la gran pionera. En la Primera Guerra Mundial, sus investigadores desarrollaron
un tejido absorbente a base de pasta de madera que inicialmente se usó para
curar heridas en los hospitales de campaña. Las enfermeras, prácticas como
siempre, descubrieron otro uso: las compresas higiénicas. Así nació Kotex,
un producto que cambió discretamente la vida de millones de mujeres.
La siguiente genialidad fue el Kleenex, lanzado en los años
treinta como un desmaquillante y reconvertido, casi por accidente, en pañuelo
desechable. En la posguerra, Kimberly-Clark ya tenía una gama completa
de artículos cotidianos sin los cuales la vida moderna parecía impensable:
toallas, servilletas, platos, vasos, pañales. En 1920 el consumo anual de papel
por persona era de unos 70 kilos; en 1960, superaba los 200, el más alto del
mundo.
El estadounidense medio vivía literalmente entre árboles, aunque hubiera
olvidado su origen. Y por si aún quedaban dudas, el Servicio Forestal decidió
explicarlo a su manera. En 1942 produjo un cortometraje educativo titulado The
Tree in a Test Tube —“El árbol en un tubo de ensayo”—, protagonizado
por el dúo cómico más célebre del momento: Stan Laurel y Oliver Hardy, el Gordo
y el Flaco.
La idea era sencilla: demostrar, con humor, que casi todo lo que usaban
los estadounidenses provenía del bosque. Laurel y Hardy, vestidos con sus
trencas y su aire perplejo, vaciaban una maleta en el suelo mientras una voz en
off decía:
—“Madera, ¿entienden? Como la mayoría de la gente, no se dan cuenta de
cuántos artículos hechos de madera llevan encima”.
Ambos empezaban a sacar objetos: una pluma estilográfica, una petaca, un
peine, un reloj, un par de gafas… todos de plástico. El narrador,
imperturbable, añadía:
—“Cerca del sesenta por ciento del plástico es harina de madera. Madera
en polvo, amigos míos”.
Después venía un sombrero, una cartera, una bolsa de aseo, unas medias
que Hardy extraía de la maleta de Laurel con gesto culpable.
—“Oh, claro, para su esposa, por supuesto”, decía el narrador. “De todos
modos, son de rayón, otro producto de la madera”.
El corto terminaba con la voz en off bromeando:
—“Qué bien que estos muchachos no hayan venido con un baúl; estaríamos
aquí días y días”.
Y tenía razón. Si hubieran sido mujeres, habrían sacado también una
compresa —otro invento derivado de los árboles—, y si hubieran sido niños,
algún lápiz o un rollo de papel higiénico. Era un país literalmente envuelto en
pulpa de celulosa.
El film fue un éxito modesto, pero hoy es una cápsula de época: el
Gordo y el Flaco al servicio de la educación forestal, explicando con la misma
solemnidad con que antes tropezaban con escaleras o tartas de crema. Quizá fue
la única vez en la historia en que un dúo de cómicos explicó la composición
química del plástico sin que el público se durmiera.
A veces pienso que aquel corto es, en el fondo, una parábola sobre
Estados Unidos. Un país que no suele mirar de dónde vienen las cosas mientras
las tenga a mano; que puede deforestar medio continente y luego vender papel de
envolver con conciencia ecológica; que convierte a los árboles en compresas,
medias y pañuelos, y al mismo tiempo erige parques nacionales para proteger los
últimos que quedan en pie.
Hoy, un estadounidense medio usa casi 700 kilos de papel al año, más que
cualquier otro habitante del planeta. Pero los árboles, por ahora, siguen
creciendo. Tal vez porque, como Laurel y Hardy, se lo toman todo con un cierto
sentido del humor.
Al fin y al cabo, los bosques han sobrevivido a motosierras, ferrocarriles, guerras, pañales y Kleenex. Si la historia de Estados Unidos fuera una película, los árboles serían los personajes secundarios que nunca se quejan, que aguantan el plano largo mientras los protagonistas hacen el payaso, y que al final, cuando se apaga la cámara, siguen ahí, quietos, creciendo.
Y uno imagina al Gordo y al Flaco mirándolos desde el cielo del celuloide, todavía aturdidos, preguntándose cómo demonios puede caber tanto bosque en un tubo de ensayo.