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sábado, 27 de diciembre de 2025

ELIXIR PARAGÓRICO: EL FRASCO QUE NO HACÍA PREGUNTAS

Un medicamento legal, una mirada esquiva y un acuerdo tácito: cuando la farmacia fue durante décadas el último refugio del adicto respetable.

La farmacia estaba casi vacía y olía a alcohol y a madera vieja. No a ese alcohol limpio de hospital, sino a uno más doméstico, como de botiquín heredado. Yo, aburrido de pasear mientras me reparaban el coche por una ciudad anodina del Medio Oste, había entrado por curiosidad, que es una forma elegante de decir que estaba perdiendo el tiempo. El farmacéutico me miró por encima de las gafas, con una expresión cansada, y me preguntó qué necesitaba. Le dije que nada, que solo estaba mirando. Mentí mal. En realidad, estaba buscando un frasco que ya no existía.

Durante buena parte del siglo XX, en Estados Unidos, conseguir opio era más sencillo que conseguir una explicación. Bastaba con pedir algo para la diarrea y pagar en efectivo. El aparato digestivo funcionaba entonces como una coartada socialmente aceptable. Nadie hacía demasiadas preguntas. Nadie quería oír demasiadas respuestas.

El frasco era pequeño, transparente, con una etiqueta seria, casi respetable. Se llamaba paragórico, del latín paragoricus (calmante). Un medicamento aprobado, regulado, legal. Contenía opio, alcohol, alcanfor y anís. No era un secreto, pero tampoco un problema. Al menos no todavía.

Yo lo había visto mencionado en informes médicos, en novelas, en testimonios que parecían exagerados hasta que uno los leía despacio. El paragórico no era heroína ni morfina inyectable. Era algo más discreto. Un opio líquido con modales domesticados. Un frasco que no hacía preguntas y al que no había que dar explicaciones.

El problema empezó cuando el Estado decidió que la adicción dejaba de ser una cuestión médica para convertirse en un asunto penal. Con la Ley Harrison de impuestos sobre narcóticos, a principios del siglo XX, Estados Unidos no prohibió explícitamente los opiáceos, pero hizo algo casi peor: obligó a médicos y farmacéuticos a registrarlos, justificarlos y temerlos. La consecuencia fue inmediata. Miles de personas que llevaban años consumiendo morfina o láudano por prescripción se quedaron de un día para otro sin receta.

No se llamaban a sí mismos drogadictos. Eran pacientes crónicos, veteranos de guerra, mujeres con dolores persistentes, hombres con la espalda rota por el trabajo. La ley los redefinió sin consultarlos. Y ellos hicieron lo único que podían hacer: buscar lo que quedaba. Lo que quedaba era el paragórico.

En los años veinte y treinta, la farmacia se convirtió en una frontera difusa. No era un punto de venta ilegal, pero tampoco exactamente inocente. El paragórico se despachaba sin receta porque, oficialmente, servía para frenar la diarrea. Nadie había previsto —o nadie quiso prever— que también servía para frenar el síndrome de abstinencia.

Los farmacéuticos lo sabían. Algunos llevaban cuentas discretas. Otros preferían no llevar ninguna. No se veían a sí mismos como camellos, sino como profesionales atrapados entre la ley y la realidad. El cliente entraba, pedía su frasco, salía. A veces volvía por la tarde. A veces visitaba varias farmacias el mismo día. La diarrea se había vuelto sorprendentemente nómada.

Los informes del departamento de Sanidad estadounidense empezaron a detectar el patrón con preocupación clínica: consumo de varios frascos diarios, pacientes sin síntomas digestivos, métodos caseros para evaporar el alcohol y concentrar el opio. No era química avanzada. Era supervivencia básica. En definitiva, la medicina había cerrado una puerta sin abrir otra.

El paragórico no solo circulaba en la calle. En hospitales y sanatorios psiquiátricos se usaba como sedante informal. No figuraba en los protocolos, pero sí en los cajones. Calmaba, hacía dormir, evitaba escenas incómodas. Nadie hablaba de dependencia. Se hablaba de orden, que siempre ha sido una palabra muy flexible.

En las cárceles, el frasco adquirió otro valor. No era una droga recreativa, sino funcional. Permitía pasar el día sin temblores, dormir la noche sin gritos. Las sobredosis rara vez se registraban como tales. Eran colapsos, síncopes, reacciones adversas. Morir por medicamento siempre ha sido estadísticamente más presentable que morir por droga.

Hubo incluso dependencias cruzadas. Personas tratadas por alcoholismo que acabaron enganchadas al opio líquido. La historia de la adicción moderna está llena de soluciones bienintencionadas con efectos secundarios que nadie quiso mirar de frente.

William S. Burroughs lo entendió mejor que muchos legisladores. En Yonqui, su relato seco, casi administrativo, de la adicción, menciona el paragórico como una herramienta cotidiana cuando la heroína escaseaba o la policía apretaba. No como curiosidad histórica, sino como recurso práctico. Un opio con coartada. Burroughs no buscaba moralejas. Describía un sistema. Cuando se prohíbe una sustancia sin ofrecer alternativas, la necesidad no desaparece. Solo cambia de envase. El paragórico era eso: la misma sustancia, otra etiqueta, el mismo silencio compartido.

El capítulo más incómodo llegó con los niños. Durante décadas, el paragórico se administró a bebés con cólicos o diarreas. Gotas medidas con cucharillas domésticas, en cocinas tranquilas. Algunos niños se calmaban. Otros desarrollaban síntomas que hoy reconoceríamos sin dudar: dependencia, abstinencia, convulsiones.

Nadie hablaba entonces de adicción infantil. Pero los casos se acumularon y el frasco empezó a resultar demasiado transparente. Primero llegó la receta obligatoria. Luego, la reducción de concentraciones. Finalmente, la retirada.

No porque el paragórico fuera un invento diabólico, sino porque había demostrado algo incómodo: la frontera entre medicamento y droga no la define la química, sino el contexto social y legal. El paragórico no creó adictos. Los encontró. Funcionó como refugio cuando la ley avanzó más rápido que la medicina.

Salí de la farmacia sin comprar nada. El farmacéutico volvió a su silla. El frasco ya no estaba allí, pero su lógica seguía intacta. Prohibir sin sustituir sigue siendo una forma elegante de mirar hacia otro lado. Y a veces, lo más peligroso no es lo clandestino, sino lo que se vendió durante años con etiqueta honesta y sin preguntas.