La leyenda de un astro que nunca respetó las leyes de la física, pero sí las del buen relato o de cómo una estrella imposible logró una carrera más brillante que muchas reales.
El Nuevo Testamento es parco en
detalles cuando se trata del nacimiento de Cristo. De los cuatro evangelios
canónicos, solo el de Lucas se toma la molestia de describir una escena
mínimamente reconocible: un niño envuelto en pañales, un pesebre, María, José,
pastores y ángeles. Todo muy funcional. Nada de reyes, nada de estrellas, nada
de camellos. El relato que hoy asociamos automáticamente con la Navidad todavía
no había sido inventado.
La versión completa, la que
incluye Reyes Magos bien vestidos, regalos exóticos y un astro con vocación de
GPS, es un producto tardío. Aparece en el siglo VII en un texto que durante un
tiempo se hizo pasar por un evangelio desconocido de Mateo, pero que más tarde
fue desenmascarado como apócrifo. Desde entonces se lo conoce como el Evangelio del
Pseudomateo. Es ahí donde la historia adquiere color, dramatismo y,
sobre todo, cuando incorpora una estrella como protagonista.
La
representación más antigua de la Virgen. La imagen ha sido datada a principios del siglo III (230-240). El cuadro
representa a la Virgen con el Niño y a un profeta señalando una estrella sobre
la cabeza de la Virgen. Este personaje puede identificarse con el profeta
Balaam del Antiguo Testamento, quien predice la venida de Cristo. Fuente.
Antes de eso, el arte cristiano trabajaba con lo que tenía: muy poco texto y mucha imaginación. Una de las representaciones más antiguas de la Adoración de los Magos es una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV en las catacumbas de Priscila, en Roma.
Otro ejemplo temprano aparece en la figura de arriba, un sarcófago
del siglo IV hallado en el cementerio romano de Santa Inés. En ambos casos,
la escena es sobria, casi tímida, pero ya hay un elemento que empieza a
repetirse: una estrella suspendida sobre María y el niño, como si presidiera el
acontecimiento.
A partir del siglo V, la cosa se
descontrola. Las escenas se vuelven grandiosas, los Magos ganan protagonismo y
la estrella se consolida como elemento imprescindible. En el famoso mosaico
de la basílica de Santa María la Mayor, terminado hacia el año 435, el niño
Jesús aparece entronizado, rodeado de ángeles, con los Reyes Magos avanzando
solemnes bajo una estrella que parece saber exactamente lo que hace. Nadie se
pregunta de dónde sale ni por qué está ahí. Simplemente tiene que estar.
Epifanía en Santa Maria Maggiore de Roma. Fechada en el primer tercio del siglo V, muestra a un Niño con toga y no es un bebé, entronizado en el centro y flanqueado por cuatro ángeles entre los que se sitúa la estrella. A su derecha está María ataviada como una emperatriz bizantina, enjoyada y vestida con una suntuosa vestimenta de la corte, y a su izquierda aparece la figura alegórica de la Divina Sabiduría. La representación del Niño solo es excepcional y lo normal es que aparezca sentado en el regazo de su madre. En cuanto a los Magos, dos están a la izquierda del Niño y otro a su derecha, los tres de pie, vestidos con lujosos trajes y gorros frigios y con los dones en grandes platos. Fuente.
La tradición apócrifa afirma que esa estrella se movía y guiaba a los sabios hasta el lugar exacto del nacimiento. Aquí conviene detenerse un momento. Las estrellas no hacen eso. No giran, no señalan direcciones y, desde luego, no se detienen sobre una casa concreta en Belén. Cualquiera que haya aprobado física en el instituto puede certificarlo. Así que la pregunta no es qué estrella fue, sino por qué tanta gente decidió que debía haber una.
La tentación moderna consiste en
buscarle una explicación astronómica. Vivimos rodeados de ciencia y nos
incomoda pensar que una historia tan influyente se base en un símbolo. Queremos
una causa física, un fenómeno concreto, algo que podamos fechar y etiquetar. El
problema es que no hay acuerdo ni siquiera sobre el año del nacimiento de
Jesús: las estimaciones varían hasta seis años según la fuente. Y, además, el
cielo es generoso en acontecimientos llamativos.
Cada cierto tiempo, el debate
revive. Ocurrió en diciembre de 2020, cuando una espectacular conjunción de
Júpiter y Saturno coincidió con el solsticio de invierno. Los titulares no se
hicieron esperar: “La estrella de Belén vuelve al cielo”. Lo cierto es que no
volvía a ningún sitio. Aquella conjunción, conocida como Gran Conjunción,
se repite aproximadamente cada veinte años. La vimos en 2020, volverá a verse
en 2040 y no tiene nada de milagroso, aunque sea bonita.
La idea de identificar la
estrella de Belén con una conjunción planetaria no es nueva. La propuso en el
siglo XVII Johannes Kepler, quien sugirió que una conjunción de Júpiter y
Saturno alrededor del año 7 a. C. pudo inspirar el relato del Pseudomateo.
El argumento tiene su elegancia: Júpiter estaba asociado a la realeza, Saturno
al pueblo judío y la constelación de Piscis a Judea. El cielo, convenientemente
interpretado, parecía anunciar el nacimiento de un rey.
Otros optaron por una solución
más vistosa. Entre 1303 y 1305, Giotto pintó la estrella como un cometa en los frescos
de la Capilla Scrovegni en Padua. Algunos creen que se inspiró en el paso
del Cometa Halley, visible en 1301 y que también pasó cerca de la Tierra en el
año 12 a. C. La hipótesis es atractiva, pero vuelve a tropezar con el mismo
problema: las fechas no encajan del todo y, además, los cometas solían
interpretarse como malos presagios, no como anuncios de nacimientos divinos.
Existe una tercera posibilidad,
más explosiva: una nova o una supernova. Sabemos que algunas estrellas aumentan
repentinamente su brillo y pueden verse durante semanas o meses antes de
desaparecer. El fenómeno es real y está bien documentado. Sin embargo, una
explosión de ese tipo habría sido registrada por astrónomos chinos, babilonios
o romanos, y no hay constancia clara de ello en las fechas relevantes.
A estas alturas, la conclusión
empieza a imponerse: como
el borracho que buscaba las llaves perdidas debajo de un farol, estamos
buscando en el lugar equivocado. El error consiste en tratar la estrella de
Belén como un fenómeno natural cuando el propio texto apócrifo no lo hace.
Según el Pseudomateo, los Magos llegan desde el este a Jerusalén y luego
la estrella los conduce hacia el sur, hasta Belén. Ese giro no puede realizarlo
ningún objeto astronómico. La estrella no obedece las leyes del cielo, sino las
del relato.
Lo que el autor del Pseudomateo
estaba haciendo no era astronomía, sino teología. En el mundo antiguo, las
estrellas estaban estrechamente ligadas al poder. La aparición de una estrella
anunciaba el ascenso de un gobernante. El ejemplo más célebre es el Sidus
Iulium, el Cometa
de César, que fue visible tras el asesinato de Julio César en el 44 a. C.
Historiadores como Suetonio y Plinio el Viejo cuentan que se interpretó como la
prueba de su divinización.
Moneda acuñada por Augusto (hacia 19-18 a. C.); Anverso: CAESAR AVGVSTVS, Cabeza laureada mirando a la derecha // Reverso: DIVVS IVLIV[S], con el cometa (estrella) de ocho rayos, y la cola hacia arriba. Fuente.
La estrella de Belén pertenece a
esa tradición simbólica. No señala un camino físico, sino una verdad teológica:
ha nacido un rey que no es como los demás. Pretender identificarla con una
conjunción concreta, un cometa o una supernova es perder de vista el propósito
del relato.
Eso no impide que el mito siga
funcionando. Cada vez que el cielo ofrece un espectáculo llamativo, alguien
proclama que ha regresado la estrella de Belén. El Pseudomateo, de
existir, estaría encantado. Su estrella no necesitaba ser real para cumplir su
función. Bastaba con que siguiera brillando en la imaginación colectiva.
Y en eso, hay que reconocerlo, ha sido un éxito astronómico.