Lo que no te cuentan sobre los “fármacos” naturales.
Acabo de presentar un libro
titulado Una botica en el jardín, escrito junto a varios compañeros del
Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Además de la satisfacción de verlo
impreso y oler su tinta nueva —ese olor que mezcla ciencia y papel recién
nacido—, me ha permitido reflexionar sobre un asunto que me acompaña desde hace
años: las plantas medicinales.
Tras tanto estudio, conferencias
y laboratorios, he llegado a una conclusión que me gustaría compartir con el
lector antes de que se me pase la inspiración: la naturaleza no es una farmacia
en oferta. Me explico.
Que una molécula vegetal “mate
células cancerosas” en una placa Petri de laboratorio no significa que cure el
cáncer en una persona. La mayor parte de las moléculas prometedoras acaban en
la papelera de la historia farmacéutica. Sin embargo, seguimos creyendo que el
mundo natural esconde el remedio universal, como si el Jardín del Edén hubiera
sido también una botica.
Hace poco me encontré en Facebook
con un vídeo titulado El aguacate: el milagro verde. Un narrador
entusiasta explicaba que las hojas del aguacate regulan el azúcar, sus semillas
destruyen células cancerosas y sus compuestos amargos combaten infecciones.
Todo dicho con la seguridad de quien acaba de descubrir la penicilina, pero con
banda sonora tropical.
La idea de que la naturaleza nos ofrece todos los remedios resulta tentadora. En los discursos de la medicina alternativa, los productos naturales son siempre buenos, puros, armónicos, mientras que los compuestos artificiales son dudosos, cuando no directamente tóxicos. Quienes lo afirman suelen olvidar el curare, la cicuta o el estarmonio. También eran naturales, y no se recomienda tomarlos en infusión.
Tenga en cuenta que las plantas
no fabrican sustancias pensando en nosotros. Sus moléculas sirven para
defenderse de insectos, hongos o herbívoros, no para cuidar nuestro colesterol.
Algunas pueden ser útiles, pero otras son tóxicas. La frontera entre ambas
cosas suele ser una cuestión de dosis y de suerte. Y, sobre todo, una cuestión
de contexto. Que un compuesto vegetal muestre propiedades anticancerígenas en
una placa Petri no significa que haga lo mismo dentro de un organismo. Somos
algo más complicados que un disco de plástico lleno de células.
Pongámoslo así: un compuesto que
“funciona” en el laboratorio es como un niño que aprende a montar en triciclo
en el pasillo de casa. Conducir un camión por la autopista —es decir, hacerlo
funcionar dentro de un cuerpo humano— es otra historia. Para llegar a ser un
fármaco, esa molécula debe recorrer un camino largo y empinado: primero hay que
identificarla entre cientos de sustancias de una planta, aislarla, purificarla,
comprobar su dosis, probarla en animales y, finalmente, ensayarla en humanos.
Y aquí viene el golpe de
realidad: nueve de cada diez compuestos que funcionan en ratones fracasan en
humanos. Lo publicó Nature Biotechnology. Nueve de cada diez. Solo uno
de cada diez llega a las farmacias. Lo cual demuestra, entre otras cosas, que
no somos ratas gigantes.
Buscar medicamentos en la
naturaleza no es nuevo. La morfina se aisló de la adormidera a principios del
siglo XIX. De la quina obtuvimos la quinina. Del tejo, el taxol. De la
cafeína... bueno, el insomnio.Pero los frutos más evidentes ya se recogieron hace
tiempo. Lo que queda por descubrir es más raro, más caro o difícil de aislar.
Y, además, hoy ya no hace falta talar un bosque cada vez que se necesita una
molécula nueva. Podemos sintetizarla en el laboratorio, incluso mejorarla.
Ahí está la aspirina: su ancestro
natural es la salicina, presente en la corteza del sauce. Alguien de Bayer
pensó que podía modificarla para que dejara de irritar el estómago. Lo hizo, y
el resultado fue el ácido acetilsalicílico, más eficaz y menos dañino. La
naturaleza inspira, pero la química afina.
Aun suponiendo que una planta
tenga un compuesto útil, no basta con secarla, triturarla y meterla en cápsulas
con etiqueta verde. Las plantas son seres vivos, y la cantidad de cada
compuesto varía con el clima, el suelo o la cosecha.
Un grupo de investigadores quiso
probar extracto de piel de uva moscatel en humanos. Encargaron varias botellas
al mismo fabricante y descubrieron que cada lote era distinto: las uvas
provenían de distintas fincas, con distintos suelos y distintas lluvias. Si el
vino cambia según la añada, el extracto también. Y la ciencia no tolera añadas.
Luego está el pequeño obstáculo
de la biodisponibilidad, es decir, qué parte del compuesto llega realmente a la
sangre. Lo que en el laboratorio se rocía directamente sobre las células, en el
cuerpo debe sobrevivir al ácido del estómago, a las enzimas de la saliva y al
metabolismo del hígado. La mayoría no llega ni a la meta.
¿Qué hacen entonces los
promotores de la “salud natural” con todos esos resultados prometedores que
nunca llegan a buen puerto? Fácil: los convierten en suplementos dietéticos.
El truco está en las etiquetas.
Llamarlo “medicamento” obligaría a demostrar eficacia y seguridad. Llamarlo
“suplemento” permite prometer sin probar. Por eso los frascos rebosan frases
como “ayuda a promover niveles saludables de presión arterial”. Traducido al
lenguaje científico: “no hemos demostrado nada, pero suena convincente”.
La regulación es tan laxa como el
lenguaje publicitario. Muchos suplementos vegetales están adulterados: la
hierba molida que uno compra puede ser otra especie más barata o estar
contaminada con pesticidas. Algunos causan reacciones alérgicas, daños hepáticos
o renales. Pero, eso sí, todo muy natural.
Hay un vocabulario especialmente
querido por quienes promocionan estas maravillas botánicas: puede, sugiere,
posible, potencial. Una planta “puede” reducir el colesterol, “puede” proteger
el cerebro o “puede” fortalecer el sistema inmunitario. Claro que también
“puede no hacerlo”. Pero esa parte rara vez se menciona.
Cuando en un estudio serio se
afirma algo, se utilizan expresiones como “se ha demostrado que” o “la
evidencia confirma”. En los textos sobre plantas milagrosas, esas palabras
brillan por su ausencia. Lo que encontramos son frases ambiguas, cuidadosamente
diseñadas para sonar científicas sin decir nada comprobable.
La naturaleza sigue siendo una
fuente inagotable de inspiración. Muchos medicamentos modernos nacieron en una
raíz, una flor o un hongo. Pero entre el descubrimiento y la pastilla hay años
de trabajo, millones de euros y una montaña de fracasos.
El problema no es la naturaleza,
sino la interpretación apresurada de sus promesas. No deberíamos recomendar a
un paciente con cáncer que coma un aguacate al día solo porque un compuesto del
aguacate mató células cancerosas en una placa Petri.
El plato de Petri y el plato de ensalada pertenecen a mundos distintos. Y en ciencia, como en la vida, lo importante no es lo que puede ser, sino lo que ha sido demostrado.