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domingo, 19 de octubre de 2025

LOS CERDOS QUE SE QUEDARON A VIVIR CON NOSOTROS


A veces los grandes cambios de la historia ocurren sin ruido, sin espadas ni epopeyas. Hace unos ocho mil años, en algún lugar del sur de China, un jabalí decidió no marcharse. O quizá fue un grupo de humanos quienes decidieron no dejarlo escapar. De ese pacto silencioso nacería una de las asociaciones más duraderas entre dos especies: la del hombre y el cerdo.

Un estudio publicado en PNAS por Jia Jing Wang y su equipo en 2025 ha aportado nuevas pruebas de aquel encuentro inicial. El grupo analizó lo que quedaba atrapado en el cálculo dental —el sarro, para entendernos— de dos cerdos hallados en yacimientos neolíticos del bajo Yangtsé, fechados entre 8 300 y 7 000 años antes del presente. No parecen los protagonistas de una revolución, pero lo fueron.

En esos diminutos depósitos de sarro, los investigadores encontraron microfósiles de almidones, fragmentos vegetales y, curiosamente, huevos de tricocéfalo, un parásito intestinal que solo aparece cuando hay seres humanos cerca. En otras palabras: aquellos cerdos habían estado comiendo los restos de la comida y los desechos humanos. En su dieta había bellotas, arroz, ñame y hierbas silvestres, cocidas o procesadas de alguna manera. No eran los menús de un animal salvaje, sino los de un conviviente: un animal que merodeaba entre los hogares humanos, compartiendo su entorno y, a veces, sus residuos.


El sarro es un archivo involuntario del pasado. Lo que para un dentista moderno es una pesadilla, para un arqueólogo es un milagro: una cápsula de tiempo microscópica que conserva, a veces durante milenios, los restos de la dieta y del ambiente. Gracias a esa placa endurecida sobre los dientes de dos cerdos, hoy podemos reconstruir un capítulo fundamental de la historia agrícola del planeta.

Los análisis no solo confirmaron la convivencia entre humanos y cerdos, sino que mostraron que la domesticación comenzó en paralelo con el cultivo del arroz y la adopción de la vida sedentaria. En otras palabras, los cerdos se asentaron cuando lo hicimos los humanos.

La historia es tan simple como lógica: en torno a las aldeas neolíticas del bajo Yangtsé, los humanos empezaron a generar desechos orgánicos —granos caídos, restos de comida, heces— y los jabalíes locales descubrieron que merodear por los márgenes del poblado era más fácil que rebuscar en el bosque. La comida estaba servida. Con el tiempo, los menos ariscos se quedaron, y sus crías nacieron más mansas. Así empezó todo.

El cerdo, de todos los animales domesticados, es quizá el más adaptado al entorno humano. Come lo que comemos, se reproduce con rapidez y soporta bien la cercanía del hombre. Su domesticación no exigió una estrategia elaborada, sino una simple convivencia. Donde hubo grano, hubo cerdos.

El hallazgo chino sitúa el origen de esta relación en el bajo Yangtsé, hace unos ocho milenios, mucho antes de que los cerdos llegaran al Mediterráneo o a Mesopotamia. Desde allí se extendieron hacia el oeste, acompañando la expansión de la agricultura y los primeros asentamientos. A diferencia de otras especies domesticadas, como la oveja o la vaca, el cerdo no ofrecía lana ni leche: ofrecía carne y compañía, en un orden que a menudo se mezclaba.

Los restos analizados muestran diferencias morfológicas: algunos dientes pertenecían a animales más pequeños y de hocico corto, signos de domesticación; otros, a jabalíes salvajes. Durante siglos, convivieron ambos tipos, cruzándose una y otra vez. La frontera entre lo doméstico y lo salvaje era porosa, como lo sigue siendo hoy entre los pueblos y los bosques.

Lo que revela este estudio —más allá del cuándo y el dónde— es algo más profundo: el cerdo fue el primer reciclador de la historia humana. Su dieta estaba compuesta por lo que los humanos desechaban. Si la revolución agrícola se basó en aprender a aprovechar los excedentes del campo, el cerdo añadió una lección complementaria: aprovechar los residuos.

Es probable que los primeros cerdos domesticados vivieran en la periferia de los poblados, hozando en los vertederos primitivos, devorando restos de arroz fermentado y quizá ayudando, sin saberlo, a mantener el lugar más limpio. A cambio, los humanos se quedaban con un animal de carne abundante y comportamiento manejable. Una simbiosis en toda regla.

Desde aquel inicio en el Yangtsé, los cerdos acompañaron al ser humano en casi todas sus migraciones. Cruzaron continentes, mares y épocas. Aparecen en tablillas mesopotámicas, en banquetes romanos, en prohibiciones religiosas y en los menús de todos los días. Han sido símbolos de prosperidad y de gula, protagonistas de fábulas y metáforas, víctimas y cómplices de nuestra forma de comer.

Su domesticación cambió también los paisajes: los bosques se abrieron para plantar cultivos, los suelos se transformaron con la acción combinada de humanos y cerdos, y la ecología local nunca volvió a ser la misma. Cada manada domesticada era, en cierto modo, una revolución ecológica ambulante.

Si uno lo piensa bien, el cerdo es el espejo más sincero del ser humano. Come lo mismo, disfruta de la comodidad, se adapta, improvisa, y tiene una inteligencia práctica que a veces nos incomoda. El vínculo entre ambos ha sido tan estrecho que, en la genética moderna, el cerdo se utiliza como modelo para estudiar enfermedades humanas. Su fisiología es tan parecida a la nuestra que algunos órganos de cerdo se usan hoy en trasplantes experimentales.

Quizá sea un destino poético: aquel jabalí que hace ocho mil años se acercó a un poblado en busca de sobras terminó formando parte, literalmente, de nosotros. Vista así, la domesticación del cerdo no fue una conquista, sino una negociación. Ellos encontraron en nosotros una fuente inagotable de alimento; nosotros, en ellos, una fuente de proteína, grasa y sentido práctico. La línea entre la compañía y la utilidad fue difusa desde el principio.

El estudio de Wang y su equipo, basado en algo tan humilde como dos dientes fosilizados, ilumina ese momento decisivo en que los humanos dejaron de seguir a los animales y los animales empezaron a seguirnos. No hubo héroes ni inventores: solo el azar, la curiosidad y un cierto olfato para la oportunidad.

En los fragmentos de almidón encontrados en aquellos dientes hay una imagen poderosa: la de un cerdo neolítico masticando los restos de una comida cocida, quizá arroz, quizá ñame, mientras a pocos metros una familia humana hace lo mismo alrededor de un fuego. Los dos comparten el mismo paisaje y, de algún modo, el mismo destino. 

Ocho mil años después, seguimos compartiéndolo. Cada loncha de jamón, cada trozo de panceta, cada fiambre de supermercado es una versión moderna de aquel antiguo pacto. El cerdo se quedó a vivir con nosotros, y parece que no tiene prisa por irse.