En la primavera de 1915 México olía a tierra reseca, pólvora y cansancio. La Revolución llevaba ya cinco años mordiéndose la cola: los antiguos aliados se habían convertido en enemigos, los caudillos en presidentes, los presidentes en fugitivos. Era un país agotado y todavía furioso, lleno de trenes blindados, caballos famélicos y discursos sobre justicia social.
En
medio de ese torbellino, dos hombres se dirigían a un encuentro que parecía
inevitable: Pancho Villa, el Centauro del Norte, y Álvaro Obregón, el general
de Sonora. Uno venía de las montañas y de la pobreza; el otro, de los valles
cálidos y de la contabilidad. Se odiaban cordialmente. Y entre ambos, en el
llano de Celaya, el destino preparaba su trampa.
Villa
llegaba con su División del Norte, el ejército más formidable que había
producido la Revolución. Sus hombres eran campesinos, arrieros, ex bandidos,
mineros, antiguos soldados federales; una masa indisciplinada pero invencible,
o eso creían todos. Villa no era un estratega, pero tenía el genio del
movimiento. Entendía el campo de batalla como un caballo entiende el terreno.
En
cambio, Obregón era metódico, paciente, un lector de manuales militares y de
estadísticas. No creía en la inspiración, sino en la organización. Donde Villa
veía la guerra como una tormenta, Obregón la veía como una ecuación.
Antes
de Celaya, Villa había barrido todo a su paso. Había derrotado a Huerta,
humillado a Carranza y ocupado la capital. Lo aclamaban en todas partes. Su
nombre se cantaba en los corridos, su retrato se vendía en las plazas. Creía, hasta
ese momento con razón, que era invencible. Y cuando escuchó que Carranza había
enviado a Obregón contra él, soltó una carcajada:
—A
ese perfumado, voy a enseñarle cómo pelean los hombres.
La
palabra le salía con desprecio. Para Villa, Obregón representaba todo lo que él
detestaba: la prudencia, el cálculo, la limpieza. Villa era sudor y polvo;
Obregón, agua de colonia. Mientras uno recorría el campamento a caballo,
gritando órdenes a voz en cuello, el otro pasaba las noches revisando croquis,
estudiando informes, calculando distancias.
La
primera batalla de Celaya comenzó el 6 de abril. El sol caía sobre la llanura
sin piedad. Obregón había levantado un sistema de trincheras, protegido con
alambradas y nidos de ametralladoras Maxim, traídas con dificultad desde
Veracruz. Villa, confiado, ordenó el ataque frontal.
—¡A
ellos, muchachos! ¡No hay quien nos detenga!
Pancho Villa. Foto.
Las
columnas de caballería se lanzaron al galope. El suelo tembló bajo los cascos.
Pero el estruendo de las ametralladoras detuvo el impulso. Los caballos se
alzaban en el aire y caían atravesados por el plomo. Los jinetes se estrellaban
contra el alambre y quedaban atrapados, convertidos en siluetas que se retorcían
un instante antes de quedar inmóviles.
Los
hombres que sobrevivieron contaron que el campo se volvió un hervidero de
polvo, humo y gritos. El aire estaba tan cargado que apenas se veía el
horizonte.
Obregón,
mientras tanto, observaba desde su puesto de mando. Anotaba, corregía, mandaba
mensajes por telégrafo. No levantaba la voz. Daba órdenes precisas, con una
calma que irritaba a sus oficiales. Había aprendido en los periódicos europeos
cómo peleaban los ejércitos modernos: trincheras, ametralladoras, fuego
cruzado. «La valentía ya no basta», solía decir.
Villa
no entendía eso. Volvió a atacar al día siguiente, y al otro. Cada carga era
más desesperada que la anterior. Sus hombres gritaban “¡Viva Villa!” y caían
antes de llegar a las líneas enemigas. Cuando por fin se retiró, el campo era
un tapiz de cadáveres humanos y animales. Las moscas llegaron antes que los
sepultureros. La primera batalla terminó en desastre.
Pero
Villa no sabía rendirse. Una semana más tarde, el 13 de abril, regresó con todo
lo que le quedaba. La segunda batalla de Celaya fue más larga y sangrienta.
Obregón repitió su táctica. Esperó, midió, resistió. Cuando los villistas
agotaron las municiones, envió la artillería. Los cañones convirtieron la
llanura en un lodazal de fuego.
A
los tres días, la División del Norte dejó de existir como fuerza organizada.
Los sobrevivientes huyeron descalzos, dejando atrás armas, caballos y
esperanzas. Obregón había ganado la guerra moderna. Su victoria fue metódica,
impersonal, casi burocrática. En sus partes de guerra escribió con la sequedad
de un actuario: «El enemigo ha sido completamente derrotado».
Carranza
lo felicitó con un telegrama que comenzaba con la palabra “eficiencia”. Ninguno
de los dos mencionó el olor. Pero Celaya olía a hierro, a sangre seca y a
muerte reciente.
Villa,
en su retirada, se negó a aceptar la derrota. Dijo que lo habían vencido las
ametralladoras, no el perfumado. Pero en el fondo lo sabía. En Celaya había
perdido algo más que una batalla: había perdido el siglo. Sus métodos, sus
cargas gloriosas y su fe en el coraje pertenecían a un tiempo que se había
terminado. En adelante, la Revolución tendría generales con relojes de bolsillo
y oficinas con archivadores.
Obregón,
el “perfumado”, emergió de Celaya convertido en figura nacional. Cinco años
después sería presidente. Gobernó con pragmatismo y sin romanticismo. Su
perfume, si es que lo usaba, era el del poder recién consolidado.
Villa,
en cambio, se volvió leyenda. Se retiró al norte, a su hacienda en Canutillo,
donde criaba caballos y recordaba viejas batallas. A veces recibía periodistas
extranjeros, que le pedían que contara su versión. Les decía:
—Obregón
me ganó porque pelea con el cerebro, y yo con los cojones.
Después
sonreía, levantaba la copa y brindaba por los muertos de Celaya.
Aquel
contraste —el del cerebro contra el coraje— se quedó grabado en la memoria de
México. Obregón representaba el futuro racional, industrial, previsible. Villa,
la pasión antigua, el México que aún creía en los héroes y en la palabra
empeñada. Entre ambos se dibujó la frontera invisible que divide la leyenda de
la administración.
Hoy,
más de un siglo después, el campo de Celaya parece inofensivo. Los tractores
arán la tierra donde cayeron los caballos. A veces, un campesino encuentra una
bala oxidada o una herradura. El aire sigue siendo seco y, al atardecer, el
viento levanta remolinos de polvo que parecen fantasmas.
Si
uno se detiene un momento y escucha, puede oír todavía el eco de un galope, una
ráfaga de ametralladora, una voz que grita “¡Adelante!”.
En
las cantinas del norte aún se canta: «Obregón me ganó con mañas, / pero Villa
ganó el corazón». Y tal vez sea verdad. Los hombres como Villa pierden las
batallas, pero ganan las historias. Los hombres como Obregón ganan los
gobiernos.
Y
eso —visto desde lejos, o desde el polvo inmortal de Celaya— no siempre es el
mejor perfume.