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martes, 21 de octubre de 2025

LA FLOR QUE PREDICABA SIN HABLAR

 

Passiflora vitifolia. Foto

Cuando los primeros misioneros europeos llegaron a América, descubrieron que el Nuevo Mundo tenía más colores de los que cabían en sus Biblias. Había árboles que lloraban goma, pájaros que parecían incendios y frutas que estallaban de perfume. Pero lo que más los desconcertó fue una flor. Una flor tan rara, tan meticulosa y simétrica, que debía de tener un propósito divino.

La encontraron en las selvas del actual Perú o quizás del Brasil —las crónicas discrepan— y la llamaron flos passionis Domini nostri Jesu Christi: la flor de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Hoy la conocemos simplemente como flor de la pasión o, por su nombre científico, Passiflora.

El nombre, hay que decirlo, no tiene nada que ver con la pasión amorosa. Habla de otra pasión, más sangrienta y teológica: la Pasión de Cristo, con sus clavos, su corona de espinas y sus apóstoles confundidos.

Los misioneros, especialmente los jesuitas, estaban convencidos de que Dios había escondido un mensaje en aquella planta. Si los indígenas no entendían las palabras del Evangelio, tal vez entenderían las flores. Así que comenzaron a interpretarla con la minuciosidad de un entomólogo y la imaginación de un predicador.

El resultado fue una especie de manual botánico de la crucifixión. Cada parte de la flor representaba un elemento del drama sagrado:

Los cinco pétalos y cinco sépalos eran los diez apóstoles fieles (se excluían a Judas, el traidor, y a Pedro, que negó a Cristo).

Los cinco estambres simbolizaban las cinco llagas.

Los tres estilos con sus estigmas eran los tres clavos.

La corona de filamentos que rodea el centro se interpretó como la corona de espinas.

Los zarcillos, que la planta usa para trepar, recordaban los látigos de los soldados romanos.

Y las hojas lobuladas, afiladas, evocaban la lanza del centurión.

Era, decían, una flor que predicaba sin hablar. El relato encajaba de maravilla con el espíritu misionero de la época. El siglo XVI había convertido la botánica en una rama auxiliar de la teología: cada planta, cada raíz o pétalo podía ser una prueba del diseño divino. Que la flor más compleja del continente americano pareciera representar la Pasión de Cristo se consideró una señal del cielo.

Los pueblos indígenas, sin embargo, ya conocían la planta desde mucho antes de que llegaran los europeos. La usaban por razones más prácticas: sus frutos, los del maracuyá o granadilla, eran dulces y nutritivos; las hojas y raíces, sedantes y medicinales. En su mundo, la Passiflora no tenía nada de místico. Era una planta útil, no una metáfora del sufrimiento redentor.

Pero los europeos tenían un talento natural para la simbología retroactiva. Si algo en el Nuevo Mundo parecía hermoso o incomprensible, se le asignaba de inmediato un valor moral. La flor, por tanto, fue declarada prueba de la Providencia: Dios había plantado aquel emblema en América siglos antes para preparar el terreno a la fe cristiana.

Durante un tiempo, los misioneros la usaron como herramienta pedagógica. Mostraban la flor a los indígenas y explicaban, pétalo a pétalo, la historia de la crucifixión. La flor, decían, era un catecismo natural.

El nombre científico Passiflora lo fijó en el siglo XVII un grupo de naturalistas italianos, entre ellos Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei, y más tarde, en 1753, Linneo, que conservó el término en una clasificación que creó y que ha sido universalmente aceptada. Ninguno de ellos parecía dudar de la lectura simbólica. Europa, en el fondo, adoraba esas coincidencias entre botánica y religión: era una forma elegante de reconciliar el Jardín del Edén con el Herbario.

La ironía es que el mensaje que los misioneros vieron en la flor decía mucho más sobre ellos que sobre la planta. La Passiflora no representaba el sufrimiento, sino la exuberancia. Era una explosión de simetría y color en una naturaleza que se negaba a ser domesticada. Pero los europeos, que no sabían muy bien cómo interpretar aquella abundancia, la tradujeron en clave de culpa y redención. La flor se convirtió así en un espejo de dos mundos: para los americanos nativos era alimento y medicina; para los europeos, alegoría y sermón.

Aun así, el nombre sobrevivió, y con él la historia. La flor de la pasión sigue llamándose así en todos los idiomas del cristianismo. Pero con el paso del tiempo el sentido teológico se diluyó, y la palabra “pasión” recuperó su acepción más humana. En los jardines modernos, la Passiflora ya no recuerda a los clavos de Cristo, sino al calor de los trópicos. La flor que nació como símbolo de la crucifixión terminó convertida, por pura ironía, en emblema de la sensualidad.

Si uno la observa de cerca, entiende por qué. Sus filamentos son una geometría hipnótica de púrpuras y blancos, su estructura parece diseñada por un relojero místico, y su fruto, el maracuyá, tiene un aroma que no parece pertenecer a este planeta. Es como si la flor se hubiera burlado de siglos de interpretaciones piadosas y hubiera decidido seguir floreciendo por su cuenta, sin pedir permiso a nadie. 

Y sin embargo, algo de aquel viejo impulso misionero persiste. Cada vez que alguien pregunta por qué se llama “flor de la pasión”, repite —sin saberlo— una historia de evangelización, exotismo y asombro. Una historia en la que los europeos creyeron ver a Cristo en una flor americana, y los americanos vieron, simplemente, una flor.