![]() |
Passiflora vitifolia. Foto |
Cuando los primeros misioneros
europeos llegaron a América, descubrieron que el Nuevo Mundo tenía más colores
de los que cabían en sus Biblias. Había árboles que lloraban goma, pájaros que
parecían incendios y frutas que estallaban de perfume. Pero lo que más los
desconcertó fue una flor. Una flor tan rara, tan meticulosa y simétrica, que
debía de tener un propósito divino.
La encontraron en las selvas del
actual Perú o quizás del Brasil —las crónicas discrepan— y la llamaron flos
passionis Domini nostri Jesu Christi: la flor de la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo. Hoy la conocemos simplemente como flor de la pasión o, por su
nombre científico, Passiflora.
El nombre, hay que decirlo, no
tiene nada que ver con la pasión amorosa. Habla de otra pasión, más sangrienta
y teológica: la Pasión de Cristo, con sus clavos, su corona de espinas y sus
apóstoles confundidos.
Los misioneros, especialmente los
jesuitas, estaban convencidos de que Dios había escondido un mensaje en aquella
planta. Si los indígenas no entendían las palabras del Evangelio, tal vez
entenderían las flores. Así que comenzaron a interpretarla con la minuciosidad
de un entomólogo y la imaginación de un predicador.
El resultado fue una especie de
manual botánico de la crucifixión. Cada parte de la flor representaba un
elemento del drama sagrado:
Los cinco
pétalos y cinco sépalos eran los diez apóstoles fieles (se excluían a Judas, el
traidor, y a Pedro, que negó a Cristo).
Los cinco
estambres simbolizaban las cinco llagas.
Los tres
estilos con sus estigmas eran los tres clavos.
La corona de
filamentos que rodea el centro se interpretó como la corona de espinas.
Los zarcillos,
que la planta usa para trepar, recordaban los látigos de los soldados romanos.
Y las hojas
lobuladas, afiladas, evocaban la lanza del centurión.
Era, decían, una flor que
predicaba sin hablar. El relato encajaba de maravilla con el espíritu misionero
de la época. El siglo XVI había convertido la botánica en una rama auxiliar de
la teología: cada planta, cada raíz o pétalo podía ser una prueba del diseño
divino. Que la flor más compleja del continente americano pareciera representar
la Pasión de Cristo se consideró una señal del cielo.
Los pueblos indígenas, sin
embargo, ya conocían la planta desde mucho antes de que llegaran los europeos.
La usaban por razones más prácticas: sus frutos, los del maracuyá o granadilla,
eran dulces y nutritivos; las hojas y raíces, sedantes y medicinales. En su
mundo, la Passiflora no tenía nada de místico. Era una planta útil, no
una metáfora del sufrimiento redentor.
Pero los europeos tenían un
talento natural para la simbología retroactiva. Si algo en el Nuevo Mundo
parecía hermoso o incomprensible, se le asignaba de inmediato un valor moral.
La flor, por tanto, fue declarada prueba de la Providencia: Dios había plantado
aquel emblema en América siglos antes para preparar el terreno a la fe
cristiana.
Durante un tiempo, los misioneros
la usaron como herramienta pedagógica. Mostraban la flor a los indígenas y
explicaban, pétalo a pétalo, la historia de la crucifixión. La flor, decían,
era un catecismo natural.
El nombre científico Passiflora
lo fijó en el siglo XVII un grupo de naturalistas italianos, entre ellos
Federico Cesi, fundador de la Accademia dei Lincei, y más tarde, en
1753, Linneo, que conservó el término en una clasificación que creó y que ha
sido universalmente aceptada. Ninguno de ellos parecía dudar de la lectura
simbólica. Europa, en el fondo, adoraba esas coincidencias entre botánica y
religión: era una forma elegante de reconciliar el Jardín del Edén con el
Herbario.
La ironía es que el mensaje que
los misioneros vieron en la flor decía mucho más sobre ellos que sobre la
planta. La Passiflora no representaba el sufrimiento, sino la
exuberancia. Era una explosión de simetría y color en una naturaleza que se
negaba a ser domesticada. Pero los europeos, que no sabían muy bien cómo
interpretar aquella abundancia, la tradujeron en clave de culpa y redención. La
flor se convirtió así en un espejo de dos mundos: para los americanos nativos
era alimento y medicina; para los europeos, alegoría y sermón.
Aun así, el nombre sobrevivió, y
con él la historia. La flor de la pasión sigue llamándose así en todos los
idiomas del cristianismo. Pero con el paso del tiempo el sentido teológico se
diluyó, y la palabra “pasión” recuperó su acepción más humana. En los jardines
modernos, la Passiflora ya no recuerda a los clavos de Cristo, sino al
calor de los trópicos. La flor que nació como símbolo de la crucifixión terminó
convertida, por pura ironía, en emblema de la sensualidad.
Si uno la observa de cerca, entiende por qué. Sus filamentos son una geometría hipnótica de púrpuras y blancos, su estructura parece diseñada por un relojero místico, y su fruto, el maracuyá, tiene un aroma que no parece pertenecer a este planeta. Es como si la flor se hubiera burlado de siglos de interpretaciones piadosas y hubiera decidido seguir floreciendo por su cuenta, sin pedir permiso a nadie.
Y sin embargo, algo de aquel viejo impulso misionero persiste. Cada vez que alguien pregunta por qué se llama “flor de la pasión”, repite —sin saberlo— una historia de evangelización, exotismo y asombro. Una historia en la que los europeos creyeron ver a Cristo en una flor americana, y los americanos vieron, simplemente, una flor.