En el norte de México, entre las
colinas secas de Durango, hay una cavidad con un nombre que no admite
metáforas: La Cueva de los Muertos Chiquitos. El valle donde se abre —el del
río Zape— no tiene nada de tétrico. Es un paisaje áspero y luminoso, salpicado
de mezquites, donde las sombras duran poco. Pero la cueva guarda un silencio
diferente, un aire de intemperie detenida. Allí, hace más de mil años, hombres
y mujeres del grupo cultural conocido como Loma San Gabriel enterraban a sus
hijos.
El nombre, que a un oído moderno
suena casi indecente por su crudeza, es fiel a lo que los arqueólogos
encontraron: restos de niños, algunos recién nacidos, otros de pocos años.
Nadie sabe con certeza si murieron de enfermedad, de hambre o si la cueva fue
escenario de algún tipo de ritual. No hay pruebas de sacrificio. Lo que hay es
una certeza más triste y humana: que la mortalidad infantil era altísima, y que
esas pequeñas tumbas eran, probablemente, todo lo que una comunidad podía hacer
por sus muertos.
Hasta hace poco, la historia de
ese lugar era tan silenciosa como las rocas que la encierran. Pero en octubre
de 2025, un grupo de investigadores decidió mirar no a los huesos, sino a loque los cuerpos dejaron atrás: sus excrementos.
Sí, excrementos. Los arqueólogos
los llaman paleoheces, una palabra casi elegante para algo que en el fondo
sigue siendo lo mismo. Y, sin embargo, en esa materia fosilizada se esconde una
información preciosa. Diez pequeñas muestras de heces, datadas entre los siglos
VIII y X, han revelado una radiografía de la salud —y de las miserias— de
aquella gente del Zape.
El hallazgo se ha difundido con
titulares llamativos: “Excrementos de 1.300 años revelan los patógenos que
azotaban a los pueblos prehistóricos de México”. Detrás del brillo
periodístico hay una historia más íntima y vasta: la de los cuerpos que sufren
y enferman mucho antes de que alguien inventara la palabra “epidemia”.
Los análisis genéticos
identificaron en las muestras una auténtica tropa de microbios y parásitos: Blastocystis,
Escherichia coli, Giardia, Shigella, huevos de oxiuro. Un catálogo de
padecimientos intestinales que haría palidecer cualquier prospecto
farmacéutico. Los investigadores no pudieron determinar a quién pertenecían
exactamente aquellas heces —quizá a niños, quizá a adultos—, pero sí concluyeron
que la comunidad padecía una carga infecciosa considerable. Dicho de otro modo:
que estaban enfermos, probablemente muy enfermos, de lo mismo que seguimos
sufriendo hoy cuando el agua no es potable.
Es tentador pensar que aquellos
campesinos antiguos vivían en armonía con la naturaleza, bebiendo de arroyos
cristalinos y alimentándose de maíz sin pesticidas. La realidad, como siempre,
es menos bucólica. Las sociedades agrícolas tempranas solían ser un paraíso
para los parásitos. El agua compartida con los animales, los desechos arrojados
cerca de las viviendas, el suelo contaminado, todo formaba un circuito perfecto
para las infecciones. En ese mundo sin jabón ni vacunas, la diarrea podía ser
una sentencia de muerte.
Y es aquí donde la arqueología
del excremento —esa disciplina tan complicada como reveladora— nos devuelve una
imagen más completa de lo que fuimos. La historia humana no solo está escrita
en piedra y cerámica, sino también en la biología de lo cotidiano. Lo que
comíamos, lo que digeríamos mal, lo que enfermaba a nuestros hijos. La Cueva de
los Muertos Chiquitos no solo guarda huesos; guarda el rastro microscópico de
nuestras derrotas frente a lo invisible.
Hay una ironía en todo esto: el
lugar que mejor conserva la memoria de aquellos campesinos es también el que
acumula su basura. La historia de la humanidad podría resumirse así: lo que
tiramos, perdura; lo que amamos, desaparece.
Los investigadores creen que las
condiciones del entorno —árido, estable, con poca humedad— permitieron la
conservación de los excrementos durante más de un milenio. Cada muestra, al ser
analizada, se comporta como una cápsula del tiempo biológica: en ella se
encuentran restos de plantas, bacterias, hongos, minerales, trazas de ADN
humano. De esa mezcla se pueden deducir dietas, enfermedades, incluso
relaciones sociales. Si alguien quisiera, podría reconstruir qué comió una
persona un martes del siglo IX, y qué microbio le arruinó la digestión.
Pero hay algo más. En esa cueva
donde los arqueólogos recogen heces con pinzas de titanio y guantes estériles,
resuena una lección incómoda sobre lo que llamamos “progreso”. Los mismos
patógenos hallados allí siguen siendo responsables de millones de casos de
diarrea infantil cada año en el planeta. La diferencia es que ahora los
combatimos con antibióticos y campañas de saneamiento. En cierto modo, seguimos
habitando la misma cueva.
Uno podría mirar el hallazgo como
una curiosidad científica —una nota simpática de prensa sobre “poop
archaeology”—, pero en el fondo es un espejo. Nos muestra que la
civilización, esa palabra que tanto orgullo nos inspira, es apenas una capa
delgada de higiene sobre un cuerpo vulnerable. Que bajo el mármol de nuestras
ciudades todavía late el barro original.
El equipo que realizó el estudio,
consciente del valor simbólico del sitio, ha sido cuidadoso en su
interpretación. No hay pruebas de sacrificio ni de violencia ritual. Solo de
enfermedad y de muerte temprana. Lo cual, visto desde aquí, resulta casi más trágico.
La idea romántica del sacrificio nos ofrece al menos una narración; la diarrea
no.
Y sin embargo, en su modestia,
este hallazgo tiene algo profundamente humano. Es un recordatorio de que la
arqueología no trata solo de tumbas y templos, sino también de intestinos y
desechos. De que la historia no siempre se mide en batallas o reinados, sino en
lo que el cuerpo aguanta.
Quizá por eso la Cueva de los Muertos
Chiquitos conmueve más que muchas ruinas monumentales. No habla de imperios,
sino de fragilidad. No celebra la grandeza, sino la persistencia. En esos
excrementos antiguos hay una lección sobre la supervivencia que trasciende
cualquier cronología: incluso cuando todo parece perdido, el cuerpo sigue
haciendo lo que puede para seguir vivo.
El nombre mismo del lugar —tan
brutal, tan literal— nos recuerda que el lenguaje a veces no necesita poesía
para ser devastador. Cueva de los Muertos Chiquitos. Uno imagina a los padres
entrando en la penumbra con una manta en brazos, dejando a su hijo junto a
otros pequeños cuerpos. Afuera, el sol abrasaba las piedras. Dentro, el
silencio debía de ser total. Quizá no sabían que, mil años después, otros
humanos —nosotros— vendríamos a buscar respuestas en sus restos, a leer su
historia no en inscripciones ni en cerámica, sino en lo más elemental que
produce la vida.
No es casual que la noticia haya
fascinado a tantos. En un tiempo obsesionado con la inteligencia artificial y
los futuros digitales, la idea de mirar dentro de una cueva para analizar heces
milenarias tiene algo de justicia poética. Nos recuerda de dónde venimos: de un
mundo sin filtros, sin algoritmos, donde lo más humano era también lo más
perecedero.
En el fondo, toda arqueología es una forma de necromancia discreta. Hurgamos en la tierra para que los muertos nos digan quiénes somos. Y los de la Cueva de los Muertos Chiquitos, desde su silencio mineral, parecen susurrar una verdad tan simple como incómoda: que el cuerpo no miente, que la enfermedad es una forma de memoria, y que incluso la mierda —perdón por la palabra— puede ser testimonio de lo que fuimos.
