Aunque hay referencias al
enjuague bucal en textos antiguos, fijar su origen exacto es complicado. En
parte porque nadie, durante siglos, pensó que mereciera ser documentado con
precisión, y en parte porque algunas prácticas eran tan repulsivas que la humanidad
ha preferido fingir que nunca ocurrieron.
Se dice que hacia el año 94 de la
Era Común, los antiguos chinos hacían gárgaras con agua salada, té o vino tras
las comidas, lo cual suena razonable e incluso agradable. Más al oeste, entre
los griegos y romanos de clase alta —la gente que tenía tiempo para preocuparse
por el aliento— el enjuague bucal era habitual. Hipócrates recomendaba una
mezcla de sal, vinagre y alumbre, con notable acierto. El alumbre, un sulfato
doble de aluminio y potasio, es una sal mineral astringente con propiedades
antisépticas, usada durante siglos para curtir pieles, fijar tintes y, al
parecer, mejorar la experiencia de conversar cara a cara.
Pero aquí es donde la historia da
un giro inquietante. Existen fuentes que afirman que, en la Roma imperial, el
enjuague bucal más apreciado era…
orina portuguesa. Sí, específicamente portuguesa. Los romanos, obsesionados
con los dientes blancos, creían que el amoníaco de la orina no solo limpiaba la
boca, sino que dejaba una sonrisa radiante. Que esto funcionara o no es casi
irrelevante; el simple hecho de que alguien lo intentara debería bastar para
que valoremos el progreso humano.
Durante siglos, el alcohol fue el
ingrediente estrella de los enjuagues bucales, gracias a sus propiedades
antisépticas y a su capacidad para hacer que uno deje de preocuparse por lo que
se está metiendo en la boca. A finales del siglo XIX, con la popularización del
cepillado dental, el enjuague embotellado encontró por fin su público. Pero aún
pasarían muchas décadas antes de que la ciencia se tomara el asunto realmente
en serio.
La llegada de la ciencia (y de
la clorhexidina)
Hubo que esperar hasta finales
del siglo XX para que los investigadores identificaran los beneficios de la
clorhexidina, un potente antiséptico que elimina las bacterias responsables de
la placa, la gingivitis y la enfermedad periodontal. Es tan eficaz que solo se
vende con receta, lo cual siempre es una pista de que no conviene usarlo alegremente
como si fuera agua con sabor a menta.
En la década de 1990 aparecieron
los enjuagues bucales de venta libre formulados con flúor y sin alcohol ni
clorhexidina. El flúor, bien usado, fortalece el esmalte, previene caries y,
combinado con el cepillado regular, hace un trabajo notable manteniendo los
dientes donde deben estar: en la boca.
Hasta aquí, todo parecía claro y
tranquilizador. Pero entonces entra en escena un personaje inesperado: el óxido
nítrico.
El óxido nítrico, ese invitado
inesperado
Normalmente oímos hablar de
nitratos y nitritos en relación con carnes procesadas y advertencias sombrías
sobre el cáncer. Sin embargo, estos compuestos también están presentes de forma
natural en muchas frutas y verduras. Cuando los consumimos, ciertas bacterias
de nuestra boca convierten los nitratos en nitritos, que luego se transforman
en óxido nítrico (NO).
El óxido nítrico es una molécula
pequeña pero poderosa. Tiene efectos beneficiosos bien documentados sobre la
salud cardiovascular, ayuda a regular la presión arterial y actúa como
vasodilatador. De hecho, medicamentos como la azulada Viagra funcionan, en
esencia, aumentando la disponibilidad de óxido nítrico. Cuando los niveles de
NO son bajos, se asocian con problemas como
hipertensión, diabetes y sepsis, lo cual no es exactamente el tipo de lista
en la que uno quiere figurar.
Y aquí está el problema: las
bacterias bucales que producen nitritos —y, por tanto, óxido nítrico— son
precisamente las que los enjuagues bucales están diseñados para eliminar.
¿Demasiada limpieza?
Existen dos grandes tipos de
enjuagues bucales: los antibacterianos, que actúan solo contra bacterias, y los
antisépticos, que atacan un espectro más amplio de microorganismos. Marcas
conocidas como Colgate aseguran que sus productos están formulados para inhibir
únicamente los microbios perjudiciales. Lo cual suena tranquilizador, pero
plantea una pregunta incómoda: ¿estamos seguros de saber cuáles son
perjudiciales y cuáles no?
Este es un campo de investigación
relativamente nuevo y en constante evolución. Los efectos a largo plazo del uso
crónico de enjuague bucal no están bien precisados. Algunos estudios han
observado que tanto los enjuagues antisépticos como los de venta libre pueden
reducir los niveles de óxido nítrico en el organismo.
Un estudio de 2020 encontró que
las personas que usaban enjuague bucal más de dos veces al día tenían un riesgo
significativamente mayor —hasta un 85%— de desarrollar hipertensión
diagnosticada por un médico, independientemente de otros factores de riesgo
conocidos. Otros trabajos han sugerido vínculos con inflamación y diabetes. No
son pruebas definitivas, pero tampoco algo que uno deba ignorar alegremente
mientras hace buches con entusiasmo.
Entonces… ¿qué hacemos?
El problema es que los estudios
aún son pocos, y los dentistas siguen recomendando el uso de enjuague bucal
como complemento al cepillado y al hilo dental, especialmente para prevenir la
gingivitis. Y, para ser justos, tener encías sanas también es importante si uno
quiere seguir masticando alimentos sólidos en el futuro.
¿Mi conclusión personal?
Probablemente seguiré comprando ese líquido azul o verde brillante la próxima
vez que vaya al supermercado. Lo usaré con moderación, una vez al día, sin
obsesión, y con la tranquilidad de saber que, al menos, no es orina fermentada
importada. Y, por ahora, tampoco parece que tenga que preocuparme por la
impotencia.
Lo cual, pensándolo bien, ya es
bastante pedirle a un simple enjuague bucal de tres euros.