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lunes, 29 de diciembre de 2025

UNA BREVE (Y UN PELÍN DESAGRADABLE) HISTORIA DEL ENJUAGUE BUCAL

 

Aunque hay referencias al enjuague bucal en textos antiguos, fijar su origen exacto es complicado. En parte porque nadie, durante siglos, pensó que mereciera ser documentado con precisión, y en parte porque algunas prácticas eran tan repulsivas que la humanidad ha preferido fingir que nunca ocurrieron.

Se dice que hacia el año 94 de la Era Común, los antiguos chinos hacían gárgaras con agua salada, té o vino tras las comidas, lo cual suena razonable e incluso agradable. Más al oeste, entre los griegos y romanos de clase alta —la gente que tenía tiempo para preocuparse por el aliento— el enjuague bucal era habitual. Hipócrates recomendaba una mezcla de sal, vinagre y alumbre, con notable acierto. El alumbre, un sulfato doble de aluminio y potasio, es una sal mineral astringente con propiedades antisépticas, usada durante siglos para curtir pieles, fijar tintes y, al parecer, mejorar la experiencia de conversar cara a cara.

Pero aquí es donde la historia da un giro inquietante. Existen fuentes que afirman que, en la Roma imperial, el enjuague bucal más apreciado era… orina portuguesa. Sí, específicamente portuguesa. Los romanos, obsesionados con los dientes blancos, creían que el amoníaco de la orina no solo limpiaba la boca, sino que dejaba una sonrisa radiante. Que esto funcionara o no es casi irrelevante; el simple hecho de que alguien lo intentara debería bastar para que valoremos el progreso humano.

Durante siglos, el alcohol fue el ingrediente estrella de los enjuagues bucales, gracias a sus propiedades antisépticas y a su capacidad para hacer que uno deje de preocuparse por lo que se está metiendo en la boca. A finales del siglo XIX, con la popularización del cepillado dental, el enjuague embotellado encontró por fin su público. Pero aún pasarían muchas décadas antes de que la ciencia se tomara el asunto realmente en serio.

La llegada de la ciencia (y de la clorhexidina)

Hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que los investigadores identificaran los beneficios de la clorhexidina, un potente antiséptico que elimina las bacterias responsables de la placa, la gingivitis y la enfermedad periodontal. Es tan eficaz que solo se vende con receta, lo cual siempre es una pista de que no conviene usarlo alegremente como si fuera agua con sabor a menta.

En la década de 1990 aparecieron los enjuagues bucales de venta libre formulados con flúor y sin alcohol ni clorhexidina. El flúor, bien usado, fortalece el esmalte, previene caries y, combinado con el cepillado regular, hace un trabajo notable manteniendo los dientes donde deben estar: en la boca.

Hasta aquí, todo parecía claro y tranquilizador. Pero entonces entra en escena un personaje inesperado: el óxido nítrico.

El óxido nítrico, ese invitado inesperado

Normalmente oímos hablar de nitratos y nitritos en relación con carnes procesadas y advertencias sombrías sobre el cáncer. Sin embargo, estos compuestos también están presentes de forma natural en muchas frutas y verduras. Cuando los consumimos, ciertas bacterias de nuestra boca convierten los nitratos en nitritos, que luego se transforman en óxido nítrico (NO).

El óxido nítrico es una molécula pequeña pero poderosa. Tiene efectos beneficiosos bien documentados sobre la salud cardiovascular, ayuda a regular la presión arterial y actúa como vasodilatador. De hecho, medicamentos como la azulada Viagra funcionan, en esencia, aumentando la disponibilidad de óxido nítrico. Cuando los niveles de NO son bajos, se asocian con problemas como hipertensión, diabetes y sepsis, lo cual no es exactamente el tipo de lista en la que uno quiere figurar.

Y aquí está el problema: las bacterias bucales que producen nitritos —y, por tanto, óxido nítrico— son precisamente las que los enjuagues bucales están diseñados para eliminar.

¿Demasiada limpieza?

Existen dos grandes tipos de enjuagues bucales: los antibacterianos, que actúan solo contra bacterias, y los antisépticos, que atacan un espectro más amplio de microorganismos. Marcas conocidas como Colgate aseguran que sus productos están formulados para inhibir únicamente los microbios perjudiciales. Lo cual suena tranquilizador, pero plantea una pregunta incómoda: ¿estamos seguros de saber cuáles son perjudiciales y cuáles no?

Este es un campo de investigación relativamente nuevo y en constante evolución. Los efectos a largo plazo del uso crónico de enjuague bucal no están bien precisados. Algunos estudios han observado que tanto los enjuagues antisépticos como los de venta libre pueden reducir los niveles de óxido nítrico en el organismo.

Un estudio de 2020 encontró que las personas que usaban enjuague bucal más de dos veces al día tenían un riesgo significativamente mayor —hasta un 85%— de desarrollar hipertensión diagnosticada por un médico, independientemente de otros factores de riesgo conocidos. Otros trabajos han sugerido vínculos con inflamación y diabetes. No son pruebas definitivas, pero tampoco algo que uno deba ignorar alegremente mientras hace buches con entusiasmo.

Entonces… ¿qué hacemos?

El problema es que los estudios aún son pocos, y los dentistas siguen recomendando el uso de enjuague bucal como complemento al cepillado y al hilo dental, especialmente para prevenir la gingivitis. Y, para ser justos, tener encías sanas también es importante si uno quiere seguir masticando alimentos sólidos en el futuro.

¿Mi conclusión personal? Probablemente seguiré comprando ese líquido azul o verde brillante la próxima vez que vaya al supermercado. Lo usaré con moderación, una vez al día, sin obsesión, y con la tranquilidad de saber que, al menos, no es orina fermentada importada. Y, por ahora, tampoco parece que tenga que preocuparme por la impotencia.

Lo cual, pensándolo bien, ya es bastante pedirle a un simple enjuague bucal de tres euros.