Roma no solo conquistó el mundo con legiones. También lo administró con impuestos. Y a veces, esos impuestos olían fatal.
Roma había demostrado una notable creatividad fiscal mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de inventar el IVA, pero incluso así tardó un tiempo en darse cuenta de que también podía ganar dinero con algo que, hasta entonces, la gente se limitaba a producir varias veces al día sin cobrar nada a cambio. Me refiero, naturalmente, a la orina.
Orina auténtica, sin metáforas, recogida en recipientes públicos, dejada
fermentar con el entusiasmo de un buen queso oloroso y revendida a
profesionales respetables que la necesitaban para lavar túnicas, curtir pieles
o dejar los dientes sorprendentemente blancos. Y en cuanto algo empezó a
circular, comprarse y venderse, Roma hizo lo que Roma siempre hacía: ponerle un
impuesto.
El mérito —si es que la palabra
puede usarse sin sonrojarse— corresponde al emperador Vespasiano, un hombre que
no creía en grandes gestos heroicos ni en la poesía del poder, sino en algo
mucho más práctico y menos inspirador: cuadrar las cuentas. Cuando llegó al
trono en el año 69 de nuestra Era, después del inolvidable “año de los cuatro
emperadores”, el Imperio estaba en números rojos, el ejército reclamaba su paga
y el Tesoro debía de sonar hueco al agitarlo, como una hucha infantil después
de Navidad. Vespasiano miró el panorama, suspiró y decidió que no había
ingresos pequeños si se sumaban los suficientes.
La orina, vista con el debido
espíritu empresarial, era una maravilla. Dejándola reposar el tiempo justo —un
proceso que nadie querría presenciar de cerca— producía amoníaco, una sustancia
muy apreciada en las fullonicae, los talleres donde se lavaban y blanqueaban
las togas que luego lucían ciudadanos que jamás se preguntaban por el origen de
aquella blancura. También servía para curtir pieles, limpiar metales, fabricar
ungüentos y, según algunos autores antiguos, mejorar la higiene dental, lo cual
invita a pensar que el aliento romano debía de ser una experiencia memorable.
No era basura: era materia prima. Y la materia prima, en Roma, era fiscalmente
interesante.
Los ciudadanos no vendían su
producto directamente, lo cual habría añadido una capa de intimidad
administrativa difícil de gestionar. Existían intermediarios que recogían el
líquido de los urinarios públicos y lo revendían a los talleres. A esos
intermediarios fue a quienes Vespasiano decidió cobrar. No se trataba de gravar
el acto de orinar —eso vendría siglos más tarde, en otros países y con menos
sentido del humor— sino el negocio resultante. La medida levantó ampollas,
algunas más justificadas que otras y provocó incluso la desaprobación del
propio hijo del emperador, Tito, que consideró el impuesto indigno.
Aquí entra en escena la anécdota
que ha garantizado a Vespasiano un lugar eterno en los manuales de historia y
en los chistes de sobremesa. Según cuenta Suetonio, el emperador tomó una
moneda procedente de aquel impuesto, se la acercó a la nariz a su hijo y le
preguntó si olía mal. Tito respondió que no. Y entonces llegó la sentencia
definitiva, pronunciada con la serenidad de quien sabe que ha ganado la
discusión para siempre: pecunia non olet. El dinero no huele.
No era solo una gracia ingeniosa,
aunque lo fuera. Era toda una filosofía de gobierno resumida en tres palabras.
Para Vespasiano, el origen del dinero —agradable o repulsivo— era irrelevante.
Lo único que importaba era que permitiera pagar al ejército, mantener la
administración y levantar edificios monumentales como el Anfiteatro Flavio, hoy
conocido como el Coliseo, lo que significa que una pequeña parte de ese icono
eterno de Roma se financió, indirectamente, gracias a orina fermentada. Hay
pensamientos que uno no puede desleer.
La historia también revela hasta
qué punto los romanos tenían una relación sorprendentemente relajada con el
cuerpo humano y sus productos. Vivían rodeados de termas, cloacas, letrinas
públicas y sistemas de drenaje tan eficaces que aún hoy despiertan envidia
municipal. Los fluidos corporales no eran tabúes morales, sino elementos
gestionables del paisaje urbano. Si algo podía reutilizarse, se reutilizaba. Si
podía generar ingresos, mejor todavía.
El legado fue incluso
lingüístico. En varios idiomas europeos, los urinarios públicos acabarían
llamándose "vespasiennes", un homenaje que pocos emperadores han recibido y que
probablemente ninguno habría solicitado. No todos logran que su nombre quede
asociado para siempre a los baños públicos y, aun así, Vespasiano lo consiguió
sin despeinarse.
Hoy citamos pecunia non olet para
justificar impuestos incómodos, ingresos discutibles o decisiones fiscales que
preferiríamos no examinar demasiado de cerca. Conviene recordar que su origen
no es metafórico, sino escandalosamente literal: cubos de orina al sol romano,
convertidos en dinero público. El dinero, en efecto, no huele. Pero a veces,
cuando se rasca un poco la historia, cuenta historias que sí.