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lunes, 29 de diciembre de 2025

PECUNIA NON OLET. CUANDO MEAR PAGABA IMPUESTOS

Roma no solo conquistó el mundo con legiones. También lo administró con impuestos. Y a veces, esos impuestos olían fatal.


Roma había demostrado una notable creatividad fiscal mucho antes de que alguien tuviera la ocurrencia de inventar el IVA, pero incluso así tardó un tiempo en darse cuenta de que también podía ganar dinero con algo que, hasta entonces, la gente se limitaba a producir varias veces al día sin cobrar nada a cambio. Me refiero, naturalmente, a la orina. 

Orina auténtica, sin metáforas, recogida en recipientes públicos, dejada fermentar con el entusiasmo de un buen queso oloroso y revendida a profesionales respetables que la necesitaban para lavar túnicas, curtir pieles o dejar los dientes sorprendentemente blancos. Y en cuanto algo empezó a circular, comprarse y venderse, Roma hizo lo que Roma siempre hacía: ponerle un impuesto.

El mérito —si es que la palabra puede usarse sin sonrojarse— corresponde al emperador Vespasiano, un hombre que no creía en grandes gestos heroicos ni en la poesía del poder, sino en algo mucho más práctico y menos inspirador: cuadrar las cuentas. Cuando llegó al trono en el año 69 de nuestra Era, después del inolvidable “año de los cuatro emperadores”, el Imperio estaba en números rojos, el ejército reclamaba su paga y el Tesoro debía de sonar hueco al agitarlo, como una hucha infantil después de Navidad. Vespasiano miró el panorama, suspiró y decidió que no había ingresos pequeños si se sumaban los suficientes.

La orina, vista con el debido espíritu empresarial, era una maravilla. Dejándola reposar el tiempo justo —un proceso que nadie querría presenciar de cerca— producía amoníaco, una sustancia muy apreciada en las fullonicae, los talleres donde se lavaban y blanqueaban las togas que luego lucían ciudadanos que jamás se preguntaban por el origen de aquella blancura. También servía para curtir pieles, limpiar metales, fabricar ungüentos y, según algunos autores antiguos, mejorar la higiene dental, lo cual invita a pensar que el aliento romano debía de ser una experiencia memorable. No era basura: era materia prima. Y la materia prima, en Roma, era fiscalmente interesante.

Los ciudadanos no vendían su producto directamente, lo cual habría añadido una capa de intimidad administrativa difícil de gestionar. Existían intermediarios que recogían el líquido de los urinarios públicos y lo revendían a los talleres. A esos intermediarios fue a quienes Vespasiano decidió cobrar. No se trataba de gravar el acto de orinar —eso vendría siglos más tarde, en otros países y con menos sentido del humor— sino el negocio resultante. La medida levantó ampollas, algunas más justificadas que otras y provocó incluso la desaprobación del propio hijo del emperador, Tito, que consideró el impuesto indigno.

Aquí entra en escena la anécdota que ha garantizado a Vespasiano un lugar eterno en los manuales de historia y en los chistes de sobremesa. Según cuenta Suetonio, el emperador tomó una moneda procedente de aquel impuesto, se la acercó a la nariz a su hijo y le preguntó si olía mal. Tito respondió que no. Y entonces llegó la sentencia definitiva, pronunciada con la serenidad de quien sabe que ha ganado la discusión para siempre: pecunia non olet. El dinero no huele.

No era solo una gracia ingeniosa, aunque lo fuera. Era toda una filosofía de gobierno resumida en tres palabras. Para Vespasiano, el origen del dinero —agradable o repulsivo— era irrelevante. Lo único que importaba era que permitiera pagar al ejército, mantener la administración y levantar edificios monumentales como el Anfiteatro Flavio, hoy conocido como el Coliseo, lo que significa que una pequeña parte de ese icono eterno de Roma se financió, indirectamente, gracias a orina fermentada. Hay pensamientos que uno no puede desleer.

La historia también revela hasta qué punto los romanos tenían una relación sorprendentemente relajada con el cuerpo humano y sus productos. Vivían rodeados de termas, cloacas, letrinas públicas y sistemas de drenaje tan eficaces que aún hoy despiertan envidia municipal. Los fluidos corporales no eran tabúes morales, sino elementos gestionables del paisaje urbano. Si algo podía reutilizarse, se reutilizaba. Si podía generar ingresos, mejor todavía.

El legado fue incluso lingüístico. En varios idiomas europeos, los urinarios públicos acabarían llamándose "vespasiennes", un homenaje que pocos emperadores han recibido y que probablemente ninguno habría solicitado. No todos logran que su nombre quede asociado para siempre a los baños públicos y, aun así, Vespasiano lo consiguió sin despeinarse.

Hoy citamos pecunia non olet para justificar impuestos incómodos, ingresos discutibles o decisiones fiscales que preferiríamos no examinar demasiado de cerca. Conviene recordar que su origen no es metafórico, sino escandalosamente literal: cubos de orina al sol romano, convertidos en dinero público. El dinero, en efecto, no huele. Pero a veces, cuando se rasca un poco la historia, cuenta historias que sí.