Magia, humo y resinas sagradas.
La Navidad es una época curiosa
para la botánica. Durante el resto del año, la mayoría de nosotros apenas
distinguimos un abeto de una farola, pero en diciembre de pronto nos rodeamos
de vegetales con una intensidad casi mística. Árboles en el salón, ramas
colgando del techo, resinas ardiendo y perfumes que parecen haber sido
destilados directamente del Antiguo Testamento. Todo muy natural, aunque no
siempre sepamos exactamente qué estamos celebrando.
Empecemos por el
muérdago, una planta que ha conseguido el raro privilegio de ser a la vez
romántica y ligeramente venenosa. No es poca cosa. El muérdago ha gozado de una
reputación especial desde la Antigüedad, en parte por su comportamiento vegetal
francamente sospechoso. No crece como una planta respetable, con raíces bien
hundidas en la tierra, sino que aparece brotando de las ramas de otros árboles,
como si hubiera decidido instalarse allí sin pedir permiso.
Técnicamente, el muérdago es una
planta hemiparásita. Eso significa que realiza la fotosíntesis por su cuenta,
pero obtiene agua y sales minerales del árbol anfitrión. Es decir, hace la
mitad del trabajo y deja el resto a otro, una estrategia vital que, si se
aplicara a los seres humanos, generaría un resentimiento social considerable.
El muérdago clásico europeo, Viscum
album, tiene además un origen etimológico poco glamuroso. Su nombre procede
del anglosajón mistel (estiércol) y tan (ramita). En otras
palabras: “estiércol en una ramita”. No es exactamente el tipo de expresión que
uno asocia con besos furtivos bajo la lámpara del comedor. Pero describe
bastante bien cómo se propaga la planta: las aves comen las bayas, las semillas
sobreviven al proceso digestivo —cosa que no puede decirse del ser humano— y
acaban depositadas, con todo el entusiasmo fisiológico posible, sobre una rama
adecuada.
Las semillas contienen
viscotoxinas, pequeñas proteínas capaces de destruir células humanas con una
eficacia poco navideña. Cualquier sustancia con ese perfil despierta,
inevitablemente, el interés de la farmacología. La historia de la medicina está
llena de intentos de domesticar venenos: arsénico, mercurio, estricnina,
belladona… Todos ellos tuvieron su momento de gloria antes de que alguien se
diera cuenta de que quizá no eran tan buena idea.
El muérdago no fue una excepción.
Durante siglos se utilizó en brebajes y ungüentos de dudosa eficacia. Hasta
principios del siglo XX, la comunidad científica lo consideró un placebo
elegante. Pero en la década de 1920 aparecieron estudios que identificaron en
el muérdago unas moléculas llamadas lectinas, capaces de unirse a las células e
inducir cambios bioquímicos. De repente, surgió la esperanza de que, en la
dosis adecuada, pudieran atacar selectivamente células cancerosas.
El optimismo duró lo justo para
lanzar al mercado una serie de preparados con nombres que sonaban a villanos de
ópera: Iscador, Helixor, Eurixor. Los ensayos en humanos, sin embargo,
no confirmaron las promesas iniciales. Hoy no existen pruebas sólidas de que
estos productos tengan un efecto beneficioso contra el cáncer. Sí existe, en
cambio, abundante evidencia de que no lo tienen. Parece que la verdadera magia
del muérdago consiste en provocar besos incómodos entre personas que no siempre
saben cómo acabar allí. Y eso, siendo justos, ya es bastante.
Pasemos ahora a los Reyes Magos y
a sus famosos regalos. El oro no plantea problemas: sigue siendo caro,
brillante y universalmente apreciado. Pero el incienso y la mirra requieren un
poco más de contexto. ¿Por qué alguien pensó que unas resinas aromáticas eran
un obsequio apropiado para un recién nacido?
Tanto el incienso como la mirra
son productos vegetales muy específicos. Proceden de árboles del Medio Oriente
y África que, cuando se les daña la corteza, exudan una savia rica en
compuestos antimicrobianos. Es una forma vegetal de ponerse una tirita química.
Con el tiempo, esa savia se endurece y forma una resina que puede recogerse.
El incienso procede de varias
especies del género Boswellia, perteneciente a la familia de las
burseráceas. Crecen en regiones áridas del noreste de África, la península
arábiga y la India, lugares donde no abundan precisamente los árboles con
vocación ornamental. La mirra, por su parte, procede de especies del género Commiphora,
de la misma familia botánica y con una distribución similar. Ambas resinas han
sido bienes de alto valor durante milenios, no porque fueran raras, sino porque
olían bien y ardían mejor.
Mucho antes de la primera
Navidad, el incienso y la mirra ya ocupaban un lugar destacado en ceremonias
religiosas. Al quemarse, producen un humo fragante que tiene la virtud de hacer
más llevaderas reuniones prolongadas en espacios cerrados. Quizá la idea
original era elevar las oraciones hacia el cielo a través del humo. O quizá
simplemente disimular el olor corporal de personas poco familiarizadas con el
jabón. Ambas explicaciones son plausibles.
La palabra “incienso” procede del
latín incendere, prender fuego. “Perfume” viene de per fumum, “a
través del humo”. Es decir, el perfume fue primero humo, luego religión y solo
mucho después un frasco caro en una estantería.
Los egipcios utilizaron incienso
y mirra para embalsamar cadáveres, tratar heridas y perfumar templos. Sus
propiedades antimicrobianas hacen que estas aplicaciones tengan cierto sentido.
Menos convincente resulta su uso para ahuyentar demonios, aunque, de nuevo,
todo depende de cómo definamos “demonio”. En iglesias abarrotadas y mal
ventiladas, el incienso probablemente cumplía una función terapéutica básica.
Las aplicaciones médicas de la
mirra y el incienso han sido innumerables y, en muchos casos, imaginativas.
Hipócrates recomendaba la mirra como óvulo vaginal para estimular la excitación
sexual, lo cual demuestra que incluso el padre de la medicina tenía días raros.
Textos ayurvédicos la prescribían para alargar la vida y adelgazar. Los chinos
la usaban para infecciones bucales. La marina británica la probó contra el
escorbuto, con resultados inútiles.
Hoy, estas resinas siguen
presentes en pastillas para la tos, colutorios y productos de herbolario. Si
uno quisiera hacer un regalo verdaderamente navideño, podría optar por unas
pastillas para la garganta con un porcentaje respetable de incienso y mirra. O
por un perfume: Timeless de Avon contiene incienso; Le Jardin de
Max Factor incluye mirra. Los Reyes Magos, sin saberlo, estaban adelantados a
su tiempo.
Así que ahí los tenemos:
muérdago, incienso y mirra. Tres vegetales con historias largas, aromas
intensos y una curiosa capacidad para colarse en nuestras celebraciones. Puede
que no curen el cáncer ni ahuyenten demonios, pero han conseguido algo quizá más
difícil: sobrevivir miles de años en el imaginario humano. Y eso, en el fondo,
es bastante milagroso.
Que tengas una Navidad llena de mirra. Y, si hay muérdago de por medio, que sea con consentimiento y sin lectinas.