Cómo tres hombres, una mujer y una película bastaron para alarmar a curas, censores y padres de familia.
En la España franquista, el
pecado no se cometía: se clasificaba. Podía ser leve, grave o gravemente
peligroso, como una carretera sin arcén o una idea francesa. Cuando en 1956
llegó Y Dios creó a la mujer, las autoridades no necesitaron verla
entera para decidir que aquello no era cine sino tentación organizada. Tres
hombres obsesionados por una mujer bastaron para activar todas las alarmas
morales: la Iglesia vio sexualidad explícita, el régimen un ataque al
matrimonio y los censores, siempre atentos a lo esencial, un título blasfemo.
El deseo, cuando llevaba falda y acento francés, fue declarado gravemente
peligroso.
La película lanzó al estrellato a
Brigitte Bardot y, de paso, arrojó a media España a una confusión moral sin
precedentes. Bardot no interpretaba: existía. Caminaba descalza, reía sin
recato, bailaba como si el cuerpo fuera suyo. En un país donde la mujer debía
estar sentada, callada y agradecida, aquello no era una provocación: era una
amenaza. No se trataba de una historia de amor, sino de un problema de orden
público.
El escándalo fue internacional,
pero en España adquirió categoría de asunto de Estado. En Estados Unidos, la
Legión Nacional de la Decencia la calificó como C, condenada por pecado mortal.
Aquí, el franquismo afinó el diagnóstico y la etiquetó con un número seco y
definitivo: 4, gravemente peligrosa. No era una advertencia al espectador, sino
una confesión de miedo. La película era peligrosa porque sugería que una mujer
podía ser deseada sin pedir perdón por ello.
El argumento importaba poco. Tres
hombres orbitaban alrededor de Juliette, el personaje de Bardot: un marido, un
pretendiente correcto y un joven impulsivo. Ninguno lograba domesticarla. Ella
no conspiraba ni manipulaba: simplemente no obedecía. Y en la España de Franco,
la desobediencia femenina resultaba más subversiva que cualquier consigna
política. El cuerpo libre inquietaba más que el discurso.
Las razones oficiales de la
condena quedaron fijadas con precisión catequética: sexualidad explícita,
ataque al matrimonio y título blasfemo. Curiosamente, ninguna exigía prueba.
Bastaba con el efecto. Bastaba con que, al salir del cine, los hombres caminaran
un poco más deprisa y las mujeres se miraran al espejo con una pregunta nueva.
El cine había cumplido su función: había introducido la duda.
En aquel país de playas vigiladas
y moral de sacristía, Bardot se convirtió en un mito clandestino. No hacía
falta verla en pantalla: bastaba con saber que existía. Su nombre circulaba en
voz baja, como una contraseña compartida. El bikini, esa prenda mínima que
parecía diseñada para maximizar el escándalo, se transformó en un artefacto
ideológico. La carne, de pronto, tenía argumento.
El franquismo comprendió
enseguida que no luchaba contra una película, sino contra una imagen. Y las
imágenes, como el deseo, son difíciles de confinar. Se impusieron cortes, se
redactaron informes, se levantaron actas morales. Todo fue inútil. Bardot ya
había entrado en la imaginación colectiva, ese territorio donde la censura
siempre llega tarde.
Con el tiempo, aquella actriz que
había encarnado la libertad del cuerpo abandonó el cine y se refugió en otra
forma de militancia: la defensa radical de los animales. Fue una conversión
obsesiva, casi ascética. Pero el tiempo, que no respeta los mitos, fue
torciendo su figura hacia lugares incómodos. En sus últimos años, Bardot apoyó
a los ultraderechistas de los Le Pen y se sumó al movimiento antivacunas, como
si la desconfianza hacia el mundo moderno hubiera sustituido a la vieja
rebeldía.
La paradoja es amarga y
literaria. La mujer que escandalizó a curas y censores terminó alineándose con
ideas que el franquismo habría entendido sin dificultad. Vista desde la España
que la condenó en los años cincuenta, resulta tentador pensar que Brigitte
Bardot murió siendo franquista sin saberlo: desconfiando del progreso,
invocando el orden, señalando peligros morales.
Pero la historia no se escribe
con biografías coherentes, sino con impactos. Y el impacto de Y Dios creó a
la mujer permanece intacto. Aquella película enseñó a España que el deseo
podía mirar a cámara, que el cuerpo no siempre pedía disculpas y que una mujer
libre era más peligrosa que cualquier panfleto. Todo lo demás —las opiniones
tardías, los desvaríos finales— pertenece al archivo de las decepciones
humanas.
Lo que queda es la imagen: Bardot bailando descalza, el escándalo en las sacristías, el murmullo culpable en las colas del cine. Y esa certeza incómoda de que, durante un instante, el pecado tuvo rostro, nombre y taquilla, y media España aprendió que desear también podía ser una forma de pensar.