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domingo, 28 de diciembre de 2025

HA MUERTO LA MUJER QUE HIZO PECAR A MEDIA ESPAÑA

Cómo tres hombres, una mujer y una película bastaron para alarmar a curas, censores y padres de familia.

En la España franquista, el pecado no se cometía: se clasificaba. Podía ser leve, grave o gravemente peligroso, como una carretera sin arcén o una idea francesa. Cuando en 1956 llegó Y Dios creó a la mujer, las autoridades no necesitaron verla entera para decidir que aquello no era cine sino tentación organizada. Tres hombres obsesionados por una mujer bastaron para activar todas las alarmas morales: la Iglesia vio sexualidad explícita, el régimen un ataque al matrimonio y los censores, siempre atentos a lo esencial, un título blasfemo. El deseo, cuando llevaba falda y acento francés, fue declarado gravemente peligroso.

La película lanzó al estrellato a Brigitte Bardot y, de paso, arrojó a media España a una confusión moral sin precedentes. Bardot no interpretaba: existía. Caminaba descalza, reía sin recato, bailaba como si el cuerpo fuera suyo. En un país donde la mujer debía estar sentada, callada y agradecida, aquello no era una provocación: era una amenaza. No se trataba de una historia de amor, sino de un problema de orden público.

El escándalo fue internacional, pero en España adquirió categoría de asunto de Estado. En Estados Unidos, la Legión Nacional de la Decencia la calificó como C, condenada por pecado mortal. Aquí, el franquismo afinó el diagnóstico y la etiquetó con un número seco y definitivo: 4, gravemente peligrosa. No era una advertencia al espectador, sino una confesión de miedo. La película era peligrosa porque sugería que una mujer podía ser deseada sin pedir perdón por ello.

El argumento importaba poco. Tres hombres orbitaban alrededor de Juliette, el personaje de Bardot: un marido, un pretendiente correcto y un joven impulsivo. Ninguno lograba domesticarla. Ella no conspiraba ni manipulaba: simplemente no obedecía. Y en la España de Franco, la desobediencia femenina resultaba más subversiva que cualquier consigna política. El cuerpo libre inquietaba más que el discurso.

Las razones oficiales de la condena quedaron fijadas con precisión catequética: sexualidad explícita, ataque al matrimonio y título blasfemo. Curiosamente, ninguna exigía prueba. Bastaba con el efecto. Bastaba con que, al salir del cine, los hombres caminaran un poco más deprisa y las mujeres se miraran al espejo con una pregunta nueva. El cine había cumplido su función: había introducido la duda.

En aquel país de playas vigiladas y moral de sacristía, Bardot se convirtió en un mito clandestino. No hacía falta verla en pantalla: bastaba con saber que existía. Su nombre circulaba en voz baja, como una contraseña compartida. El bikini, esa prenda mínima que parecía diseñada para maximizar el escándalo, se transformó en un artefacto ideológico. La carne, de pronto, tenía argumento.

El franquismo comprendió enseguida que no luchaba contra una película, sino contra una imagen. Y las imágenes, como el deseo, son difíciles de confinar. Se impusieron cortes, se redactaron informes, se levantaron actas morales. Todo fue inútil. Bardot ya había entrado en la imaginación colectiva, ese territorio donde la censura siempre llega tarde.

Con el tiempo, aquella actriz que había encarnado la libertad del cuerpo abandonó el cine y se refugió en otra forma de militancia: la defensa radical de los animales. Fue una conversión obsesiva, casi ascética. Pero el tiempo, que no respeta los mitos, fue torciendo su figura hacia lugares incómodos. En sus últimos años, Bardot apoyó a los ultraderechistas de los Le Pen y se sumó al movimiento antivacunas, como si la desconfianza hacia el mundo moderno hubiera sustituido a la vieja rebeldía.

La paradoja es amarga y literaria. La mujer que escandalizó a curas y censores terminó alineándose con ideas que el franquismo habría entendido sin dificultad. Vista desde la España que la condenó en los años cincuenta, resulta tentador pensar que Brigitte Bardot murió siendo franquista sin saberlo: desconfiando del progreso, invocando el orden, señalando peligros morales.

Pero la historia no se escribe con biografías coherentes, sino con impactos. Y el impacto de Y Dios creó a la mujer permanece intacto. Aquella película enseñó a España que el deseo podía mirar a cámara, que el cuerpo no siempre pedía disculpas y que una mujer libre era más peligrosa que cualquier panfleto. Todo lo demás —las opiniones tardías, los desvaríos finales— pertenece al archivo de las decepciones humanas.

Lo que queda es la imagen: Bardot bailando descalza, el escándalo en las sacristías, el murmullo culpable en las colas del cine. Y esa certeza incómoda de que, durante un instante, el pecado tuvo rostro, nombre y taquilla, y media España aprendió que desear también podía ser una forma de pensar.