En el principio no fueron los dioses, ni las
musas, ni los héroes de bronce los que decidieron el destino de los pueblos.
Fue el trigo. Fue la cabra. Fue el eje caprichoso de un continente. Jared
Diamond, un profesor de geografía con alma de novelista, escribió un libro para
recordarnos que la historia de la humanidad no la dictan las epopeyas, sino el
terreno bajo nuestros pies y los animales que conseguimos meter en un corral.
Armas, gérmenes y acero es un viaje donde el héroe principal no es Alejandro Magno ni Cristóbal
Colón, sino el clima. A lo largo de sus páginas, Diamond cuenta que las grandes
desigualdades entre los pueblos no nacieron del genio ni de la sangre, sino de
la fortuna de haber nacido en un valle fértil, rodeado de animales
domesticables, o en una meseta donde crecía el trigo como si fueran monedas
cayendo del cielo.
Las sociedades que vivieron en continentes
con un eje este-oeste —Eurasia, por ejemplo— tenían a favor un clima homogéneo,
a cuyo amparo las semillas viajaban sin congelarse ni abrasarse y los animales
podían reproducirse sin sobresaltos. Eso fue suficiente para que unos pueblos
se llenaran de cosechas, de establos y de hierro, mientras otros, cuyos destinos
se alineaban en ejes norte-sur, se enredaban en climas imposibles, selvas y
desiertos que cortaban cualquier progreso.
La geografía, ese paisaje que creemos
contemplar desde el coche como si fuera un cuadro de Sorolla, en realidad nos
contempla a nosotros y dicta el curso de la historia.
El festín de los vencedores
Diamond no se anda por las ramas: quien tuvo
caballos, trigo y acero acabó con quien no los tenía. Así de simple. La
conquista de América fue un festín desigual: los españoles bajaron de los
barcos con espadas, armaduras y gérmenes invisibles que diezmaron poblaciones
enteras antes de que las flechas cruzaran el aire. Los pueblos originarios eran
refinados en sus calendarios, en su arquitectura, en su arte, pero carecían de
caballos, de hierro, de armas de pólvora. La historia, cruel y sin metáforas,
la escribieron los que llegaron armados hasta los dientes.
No fue cuestión de raza ni de ingenio. Fue
cuestión de herramientas. Fue cuestión de gérmenes.
Una sinfonía de hierro y cebada
En el libro, la tecnología no aparece como un
invento luminoso, salido del cerebro privilegiado de un sabio. No. La rueda, la
pólvora, la escritura misma son consecuencias de un terreno dócil, de un rebaño
disponible, de una semilla que germina con facilidad. Diamond lo muestra con la
paciencia de un orfebre: cada civilización que prosperó lo hizo porque el azar
de la geografía puso en sus manos hierro maleable o animales que obedecían a la
brida.
Lo demás —imperios, conquistas, religiones,
bibliotecas— vino después, como una sinfonía compuesta sobre un pentagrama de
cebada y acero.
Advertencia para el presente
Pero Diamond no se detiene en el pasado. Su
relato, escrito con la sequedad de un científico y la amplitud de un moralista,
nos lanza una advertencia: seguimos atrapados en la misma lógica. Hoy los
recursos, la energía y la tecnología siguen decidiendo qué pueblos dominan y
cuáles padecen. Las desigualdades del planeta no son una maldición bíblica ni
una tara cultural: son herencias de esa lotería geográfica que ahora,
multiplicada por la globalización, amenaza con reproducirse en clave climática.
Una lección incómoda
Leer Armas, gérmenes y acero es
aceptar una verdad incómoda: los vencedores de la historia no siempre fueron
los más sabios, sino los mejor situados en el mapa. Y, sin embargo, en medio de
esa constatación geográfica y materialista, hay algo de consuelo. Si el destino
lo dictan las montañas, los vientos y los ríos, entonces ninguna cultura puede
proclamarse superior. Solo más afortunada.
Diamond convierte esa idea en un fresco
monumental donde la humanidad aparece como un ejército de hormigas moviéndose
por continentes caprichosos. Y al cerrar el libro, uno tiene la sensación de
que el mundo moderno, con su tecnología brillante, sus ciudades y sus imperios
de plástico, sigue siendo en el fondo un jardín regido por la misma vieja ley:
la de la tierra, el clima y los animales que nos acompañan.