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martes, 26 de agosto de 2025

BREVE HISTORIA DE LA HUMANIDAD: ARMAS, GÉRMENES Y ACERO

 

En el principio no fueron los dioses, ni las musas, ni los héroes de bronce los que decidieron el destino de los pueblos. Fue el trigo. Fue la cabra. Fue el eje caprichoso de un continente. Jared Diamond, un profesor de geografía con alma de novelista, escribió un libro para recordarnos que la historia de la humanidad no la dictan las epopeyas, sino el terreno bajo nuestros pies y los animales que conseguimos meter en un corral.

Armas, gérmenes y acero es un viaje donde el héroe principal no es Alejandro Magno ni Cristóbal Colón, sino el clima. A lo largo de sus páginas, Diamond cuenta que las grandes desigualdades entre los pueblos no nacieron del genio ni de la sangre, sino de la fortuna de haber nacido en un valle fértil, rodeado de animales domesticables, o en una meseta donde crecía el trigo como si fueran monedas cayendo del cielo.

Las sociedades que vivieron en continentes con un eje este-oeste —Eurasia, por ejemplo— tenían a favor un clima homogéneo, a cuyo amparo las semillas viajaban sin congelarse ni abrasarse y los animales podían reproducirse sin sobresaltos. Eso fue suficiente para que unos pueblos se llenaran de cosechas, de establos y de hierro, mientras otros, cuyos destinos se alineaban en ejes norte-sur, se enredaban en climas imposibles, selvas y desiertos que cortaban cualquier progreso.

La geografía, ese paisaje que creemos contemplar desde el coche como si fuera un cuadro de Sorolla, en realidad nos contempla a nosotros y dicta el curso de la historia.

El festín de los vencedores

Diamond no se anda por las ramas: quien tuvo caballos, trigo y acero acabó con quien no los tenía. Así de simple. La conquista de América fue un festín desigual: los españoles bajaron de los barcos con espadas, armaduras y gérmenes invisibles que diezmaron poblaciones enteras antes de que las flechas cruzaran el aire. Los pueblos originarios eran refinados en sus calendarios, en su arquitectura, en su arte, pero carecían de caballos, de hierro, de armas de pólvora. La historia, cruel y sin metáforas, la escribieron los que llegaron armados hasta los dientes.

No fue cuestión de raza ni de ingenio. Fue cuestión de herramientas. Fue cuestión de gérmenes.

Una sinfonía de hierro y cebada

En el libro, la tecnología no aparece como un invento luminoso, salido del cerebro privilegiado de un sabio. No. La rueda, la pólvora, la escritura misma son consecuencias de un terreno dócil, de un rebaño disponible, de una semilla que germina con facilidad. Diamond lo muestra con la paciencia de un orfebre: cada civilización que prosperó lo hizo porque el azar de la geografía puso en sus manos hierro maleable o animales que obedecían a la brida.

Lo demás —imperios, conquistas, religiones, bibliotecas— vino después, como una sinfonía compuesta sobre un pentagrama de cebada y acero.

Advertencia para el presente

Pero Diamond no se detiene en el pasado. Su relato, escrito con la sequedad de un científico y la amplitud de un moralista, nos lanza una advertencia: seguimos atrapados en la misma lógica. Hoy los recursos, la energía y la tecnología siguen decidiendo qué pueblos dominan y cuáles padecen. Las desigualdades del planeta no son una maldición bíblica ni una tara cultural: son herencias de esa lotería geográfica que ahora, multiplicada por la globalización, amenaza con reproducirse en clave climática.

Una lección incómoda

Leer Armas, gérmenes y acero es aceptar una verdad incómoda: los vencedores de la historia no siempre fueron los más sabios, sino los mejor situados en el mapa. Y, sin embargo, en medio de esa constatación geográfica y materialista, hay algo de consuelo. Si el destino lo dictan las montañas, los vientos y los ríos, entonces ninguna cultura puede proclamarse superior. Solo más afortunada.

Diamond convierte esa idea en un fresco monumental donde la humanidad aparece como un ejército de hormigas moviéndose por continentes caprichosos. Y al cerrar el libro, uno tiene la sensación de que el mundo moderno, con su tecnología brillante, sus ciudades y sus imperios de plástico, sigue siendo en el fondo un jardín regido por la misma vieja ley: la de la tierra, el clima y los animales que nos acompañan.