En la larga historia de las enfermedades
humanas, pocas cosas han sido tan absurdamente dañina como un simple cacahuete.
Pequeño, salado, a veces cremoso, otras crujiente… y, para millones de
personas, letal.
Hoy,
la alergia al cacahuete afecta a más de 6 millones de estadounidenses (en
España aproximadamente 200.000 personas la padecen),
y va en aumento. Se ha convertido en uno de los temores más extendidos entre
los padres de niños pequeños, lo que ha provocado cambios culturales que
habrían sido impensables hace unas décadas: meriendas prohibidas en guarderías,
mesas “libres de frutos secos” en los comedores escolares, y una generación
entera que no conoce el sabor del PB&J (el clásico sándwich de mantequilla
de cacahuete y mermelada).
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Pero algo está cambiando. Y para entenderlo,
basta con conocer
la historia de Anabelle Terry. Una cucharada y un susto. Con solo dos años,
comió una mezcla de palomitas con caramelo, chocolate… y mantequilla de
cacahuete. Un clásico capricho de película familiar. Pero poco después de
tragar, se sintió fatal. Vomitó en el suelo de la cocina. Esa fue la primera
señal —alarmante, aunque no definitiva— de que algo no iba bien.
Una visita al alergólogo confirmó el
diagnóstico que ninguna madre quiere oír: alergia severa al cacahuete. A partir
de ahí, su vida cambió: etiquetas escrutadas como si escondieran veneno, una jeringa de
EpiPen siempre a mano, y preguntas incómodas a madres de compañeros antes
de cada merienda: “¿Estás segura de que esa tarta no tiene frutos secos? ¿Ni
trazas? ¿Y la cobertura de chocolate?”
Pero hace unos años Anabelle se unió a un
ensayo clínico pionero. Y lo que parecía una condena de por vida cambió. Hoy,
gracias a ese tratamiento, puede comer cacahuetes sin miedo. No es que se
atiborre de ellos, pero puede convivir con ellos sin pensar que un descuido la enviará
al hospital. Y lo mejor: no es la única que ha mejorado su vida.
¿De dónde salió esta epidemia de frutos
secos?
Lo más extraño de la alergia al cacahuete es
lo reciente que es. Los registros históricos hablan de alergias alimentarias
aquí y allá, pero los problemas generalizados con el cacahuete no surgieron
hasta los años 90. De repente, empezaron a multiplicarse: reacciones severas,
hospitales, restricciones. Las aerolíneas dejaron de ofrecer cacahuetes. Las
escuelas los declararon enemigos públicos. Las familias cambiaron menús y
rutinas.
Y la medicina, como siempre que se enfrenta a
un nuevo enemigo, empezó a correr para vencerlo.
La ciencia intenta desensibilizar al miedo
Durante años, las únicas opciones eran evitar
el alérgeno a toda costa y esperar que el niño “lo superara” (spoiler:
la mayoría no lo hacía). Luego, alguien recordó un viejo principio: la
desensibilización. El mismo que se usa con las vacunas o las alergias al polen.
¿Y si se podía enseñar al cuerpo a tolerar el cacahuete?
Así nació la inmunoterapia oral: se
administran microdosis de cacahuete, en polvo, con una precisión farmacéutica.
Poco a poco se aumenta la dosis hasta alcanzar niveles que protegerían al
paciente ante una exposición accidental. Este enfoque derivó en el primer
tratamiento aprobado en 2020por la Administración de Alimentos y Medicamentos (Food
and Drug Administration, FDA) estadounidense: Palforzia.
Funciona, pero tiene sus peros. Requiere
visitas frecuentes al médico, puede causar reacciones adversas y no todos los
pacientes lo toleran. Así que surgieron alternativas más suaves, como el parche
cutáneo, que libera alérgenos a través de la piel. Un ensayo clínico reciente
mostró que el 67 % de los niños tratados con el parche logran tolerar el
equivalente a tres o cuatro cacahuetes diarios.
Y no solo eso: otros estudios están probando
vías sublinguales, terapias combinadas, o incluso anticuerpos monoclonales,
como el medicamento Xolair, originalmente creado para el asma. Administrado por
inyección, bloquea la cascada inflamatoria que desencadena las alergias. En
ensayos clínicos recientes, permitió que más del 65 % de los niños tratados
toleraran cacahuetes sin síntomas.
¿Y si pudiéramos… borrar la alergia?
Aquí entra en escena un tratamiento radical:
una combinación de medicamentos que reprograma la memoria inmunológica del
cuerpo. Es como pulsar “reset” en el sistema inmune. Se combinan dos
anticuerpos: uno que reduce la producción de IgE (el anticuerpo culpable de las
reacciones alérgicas), y otro que elimina las células que lo producen.
El resultado, en ratones y en el primer
humano tratado ha sido sorprendente: desaparece la sensibilidad al alérgeno.
¿La promesa? Una especie de “cura funcional”, al menos mientras dure el efecto.
Pero aún es pronto. Apenas ha comenzado el primer ensayo clínico, y los
investigadores caminan con pies de plomo.
Un bocadillo llamado Bamba
Mientras tanto, la solución más eficaz de
todas no viene en frasco, parche o píldora. Viene en forma de un snack israelí.
En los años 2000, el inmunólogo Gideon Lack viajó a Tel Aviv para dar una
charla sobre el aumento de alergias. Preguntó cuántos niños alérgicos al
cacahuete habían tratado los pediatras presentes. La mayoría no levantó la
mano.
Intrigado, Lack comparó niños judíos en Reino Unido e Israel. Resultado: los niños británicos tenían diez veces más alergia al cacahuete. ¿Por qué? Porque los israelíes comen desde bebés un popular snack infantil: Bamba, parecido a los Cheetos pero revestido con mantequilla de cacahuete en lugar de con queso.
Así nació la investigación LEAP
(Learning Early About Peanut Allergy: Aprendiendo temprano sobre la alergia
al cacahuete), que probó a dar cacahuetes a bebés desde los cuatro
meses de edad. ¿El resultado? Un 86 % menos de alergias en los niños expuestos
precozmente frente a los que lo evitaron hasta los cinco años. Diez años
después, los beneficios aún persisten.
Hoy, las autoridades sanitarias ya no
recomiendan evitar alérgenos en bebés, y sugieren introducirlos temprano. Pero
entre la presión cultural por mantener la lactancia exclusiva, el miedo de los
padres y la desinformación, la implantación y el desarrollo del programa va más
lenta de lo deseable.
El futuro: vacunas, mRNA… ¿y sentido común?
En los laboratorios, los investigadores
exploran incluso tecnologías de ARN mensajero, como las de las vacunas contra
el COVID. En ratones, nanopartículas de lípidos con fragmentos de cacahuete ya
han demostrado reducir las respuestas alérgicas.
El problema es que la investigación médica se
enfrenta ahora a presiones políticas. En Estados Unidos, el entorno científico
está amenazado por los recortes y la desinformación impulsados por Trump.
Algunos funcionarios, como Robert F. Kennedy, actual Secretario de Salud, han
promovido teorías conspirativas que vinculan falsamente las vacunas infantiles
con la alergia al cacahuete.
Aun así, el impulso de la ciencia es difícil
de detener. Los tratamientos se multiplican, la comprensión mejora, y los niños
que antes vivían con miedo —como Anabelle— ahora pueden mirar el futuro con un
poco más de libertad… y quizá con una cucharada de mantequilla de cacahuete.