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martes, 26 de agosto de 2025

CÓMO PERDER LA CABEZA CON UNA ROSA

 

Acuarela de una rosa ciempiés de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), famoso por sus láminas botánicas, especialmente de rosas. El nombre ciempiés proviene de la gran cantidad de pétalos.

Un consejo práctico: nunca confíes en un botánico en un jardín. Tarde o temprano alguien señalará el parterre más cercano y preguntará con aire inocente: “¿Cómo se llama esta planta?”. El botánico, por educación profesional, responde con rapidez. Pero si la pregunta se refiere a una rosa cultivada, la sonrisa se congela. No porque falte conocimiento, sino porque el mundo de las rosas es un laberinto más enrevesado que el laberinto de Creta, cuya complejidad era tal que quien entraba no podía encontrar la salida.

El problema es simple: cada rosa tiene nombre, pero ninguno sirve de nada. Son bautismos caprichosos, un catálogo de excentricidades: Souvenir de la Malmaison, Madame Hardy, Peace. La taxonomía —esa disciplina que pretende dar orden al caos vegetal— se estrella contra el muro de la floricultura. No hay norma, no hay sistema. Sólo imaginación desatada, como si los cultivadores hubieran hecho una apuesta: “A ver quién consigue el nombre más rimbombante”. Si Linneo levantara la cabeza, pediría otra cerveza y renunciaría al intento.

Rosa "Clair Matin", una rosa trepadora floribunda de la rosaleda del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Foto de Luis Monje.

El XIX: el siglo de los rosómanos

La culpa, como en tantas otras neurosis modernas, es del siglo XIX. Durante siglos, las rosas habían sido discretas: cinco pétalos, una floración al año, un aroma más o menos agradable. Cumplían su función medicinal, adornaban procesiones religiosas y daban tema a los poetas. Nada que pudiera alterar el pulso del planeta.

Y de repente, Europa entra en modo rosomanía. Francia, por supuesto, lidera la bacanal floral. La emperatriz Josefina de Beauharnais, esposa de Napoleón, convierte su jardín de Malmaison en un festival de rosales. Reúne variedades con el fervor de un coleccionista de cromos de fútbol, salvo que aquí los cromos huelen y pinchan. En pocas décadas pasamos de un centenar de variedades a unas ocho mil. Los jardineros franceses se pusieron a hibridar como si de ello dependiera la salvación de la patria.

Lo notable es que la fiebre no solo multiplicó las variedades: también las deformó. De pronto, tener cinco pétalos era de mal gusto. La moda eran las centifolias, unas rosas con tantos pétalos que parecían haber pasado por una imprenta defectuosa. Pero como todo exceso genera resaca, la segunda mitad del siglo devolvió cierto prestigio a la sencillez: hubo cultivadores que, con sorna, seleccionaron nuevas variedades de… cinco pétalos. Lo que confirma que la horticultura es, a menudo, un espejo de la moda humana: primero los pantalones campana, luego los pitillo, mañana quién sabe.

A la izquierda, una rosa natural o "botánica", con cinco pétalos, como por ejemplo Rosa canina. A la derecha, una variedad centifolia como Rosa floribunda, con numerosos pétalos.

El milagro del reflorecer (y otras herejías chinas)

El mayor avance no fue visible, sino temporal. Hasta entonces, las rosas eran de primavera: florecían una vez y se retiraban dignamente, como estrellas de rock que sólo daban un concierto al año. Pero los cultivadores, insaciables, querían un tour más largo. Y lo consiguieron cruzando con variedades chinas que tenían un truco bajo la manga genética: podían reflorecer.

De repente, los rosales europeos, antes de una sola función, se convirtieron en artistas incansables que repetían función en verano y hasta en otoño. Hoy lo damos por hecho, pero en el siglo XIX fue casi un milagro. Como si de pronto los fuegos artificiales de la verbena primaveral volvieran a encenderse en otoño, sin previo aviso.

Gracias a un estudio de las características de las variedades y a las modernas herramientas genómicas, los biólogos y genetistas franceses Thibault Leroy y Jeremy Clotault acaban de reconstruir la historia de la evolución de las rosas modernas, marcada por importantes cruces entre rosas asiáticas y antiguas rosas europeas. De esta unión nació una diversidad que continúa dando forma a nuestros jardines contemporáneos.

Cambios estéticos en las rosas durante el siglo XIX, basados en un selección de variedades disponibles en una rosaleda especializada en rosas antiguas. Modificada de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

Cuando la belleza trae factura

Claro que los milagros tienen precio. Al seleccionar rosas cada vez más bellas, los horticultores también seleccionaron debilidades. La mancha negra, esa plaga fúngica que convierte las hojas en mapas de lunares tristes, se volvió más común. Las rosas del XIX eran más bonitas, sí, pero también más enfermizas. Un poco como esas razas de perro diseñadas para ganar concursos de estética, aunque no puedan respirar.

Los genetistas de hoy pueden ver esas cicatrices en el ADN. El cromosoma 3, por ejemplo, aparece marcado por la presión selectiva en el gen de la refloración. Otros cromosomas también muestran señales de manipulación, pero aún no sabemos en qué consistían exactamente los “retoques”. Los rosales decimonónicos son, en resumen, organismos tuneados a base de ensayo, error y bastante azar: un laboratorio en el que la biología y la moda iban de la mano, como dos bailarines borrachos.

El aroma que se perdió en el camino

Y está el perfume. Nada hay más decepcionante que acercarse a una rosa perfecta, abrir los pulmones… y descubrir que huele a plástico. La leyenda urbana dice que el aroma de las rosas se perdió en el siglo XIX. El estudio de Leroy y Clotault demuestra que no: todavía olían, y mucho. Las moléculas responsables del perfume clásico —geraniol y 2-feniletanol— estaban ahí. El crimen lo cometió el siglo XX, cuando la industria decidió que lo importante era que la rosa cortada durara en el florero como mínimo hasta la boda de oro de los novios. Y el perfume, ese lujo intangible, se sacrificó sin remordimientos.

Genomas como novelas familiares

El ADN de las rosas conserva, como un diario íntimo, la memoria de aquellos cruces. Basta analizarlo para reconstruir quién fue madre, quién fue padre y qué azar intervino en cada combinación. Y el azar tuvo mucho que decir: hasta mediados del XIX, los cruces eran más bien orgías de polen que matrimonios concertados. No había jeringuillas ni fertilización artificial, sino viento, abejas y suerte. El resultado fue una genealogía enrevesada, con pocos ancestros fundadores pero muchísimos descendientes.

La historia del cultivo de rosas del siglo XIX, rastreada mediante la genómica, contribuyó al desarrollo de los híbridos de té, las primeras rosas modernas, que están directamente en el origen de la mayoría de las variedades cultivadas actuales. Esta red indica el grado de parentesco entre una veintena de variedades (nodos de red) conectados por enlaces que van del amarillo (parentesco bastante fuerte) al rojo (parentesco muy fuerte). Modificada a partir de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.

El dilema de la diversidad

Hay una moraleja genética en todo esto. Al seleccionar intensivamente ciertas características —más pétalos, refloración, colores nuevos— se perdió algo de diversidad genética. No lo suficiente para condenar al rosal, pero sí para recordarnos que cada mejora estética trae un peaje evolutivo. Aún estamos a tiempo de revertir esa pérdida gracias a colecciones vivas de rosas antiguas. El genoma, a diferencia de las modas, puede conservarse intacto durante siglos si se lo cuida.

Epílogo: el arte de no saber

Así que la próxima vez que alguien me pregunte cómo se llama una rosa, creo que voy a sonreír con aire misterioso y contestar: “Depende de a quién le preguntes. Y depende de en qué siglo vivas”. Porque una rosa no es solo un nombre: es un mapa de decisiones humanas, un compendio de caprichos imperiales, modas pasajeras y genes rebeldes.

Stephen Jay Gould, que tenía la rara virtud de mezclar ciencia con humor, seguramente habría visto en esta historia un reflejo de nuestras propias manías. Al fin y al cabo, lo que hicimos con las rosas en el XIX no es tan distinto de lo que hacemos con nosotros mismos en el XXI: diseñarnos, retocarnos, aspirar a ser más bellos, aunque a veces eso nos haga más frágiles. La rosa, como siempre, sigue siendo espejo y metáfora. Y la pregunta por su nombre, un buen recordatorio de que ni siquiera los botánicos saben todas las respuestas.