Un consejo práctico: nunca confíes en un
botánico en un jardín. Tarde o temprano alguien señalará el parterre más cercano
y preguntará con aire inocente: “¿Cómo se llama esta planta?”. El botánico, por
educación profesional, responde con rapidez. Pero si la pregunta se refiere a
una rosa cultivada, la sonrisa se congela. No porque falte conocimiento, sino
porque el mundo de las rosas es un laberinto más enrevesado que el laberinto de
Creta, cuya complejidad era tal que quien entraba no podía encontrar la salida.
El problema es simple: cada rosa tiene
nombre, pero ninguno sirve de nada. Son bautismos caprichosos, un catálogo de
excentricidades: Souvenir de la Malmaison, Madame Hardy, Peace. La taxonomía
—esa disciplina que pretende dar orden al caos vegetal— se estrella contra el
muro de la floricultura. No hay norma, no hay sistema. Sólo imaginación
desatada, como si los cultivadores hubieran hecho una apuesta: “A ver quién
consigue el nombre más rimbombante”. Si Linneo levantara la cabeza, pediría
otra cerveza y renunciaría al intento.
El XIX: el siglo de los rosómanos
La culpa, como en tantas otras neurosis
modernas, es del siglo XIX. Durante siglos, las rosas habían sido discretas:
cinco pétalos, una floración al año, un aroma más o menos agradable. Cumplían
su función medicinal, adornaban procesiones religiosas y daban tema a los
poetas. Nada que pudiera alterar el pulso del planeta.
Y de repente, Europa entra en modo rosomanía.
Francia, por supuesto, lidera la bacanal floral. La emperatriz Josefina de
Beauharnais, esposa de Napoleón, convierte su jardín de Malmaison en un festival
de rosales. Reúne variedades con el fervor de un coleccionista de cromos de
fútbol, salvo que aquí los cromos huelen y pinchan. En pocas décadas pasamos de
un centenar de variedades a unas ocho mil. Los jardineros franceses se pusieron
a hibridar como si de ello dependiera la salvación de la patria.
Lo notable es que la fiebre no solo
multiplicó las variedades: también las deformó. De pronto, tener cinco pétalos
era de mal gusto. La moda eran las centifolias, unas rosas con tantos pétalos
que parecían haber pasado por una imprenta defectuosa. Pero como todo exceso
genera resaca, la segunda mitad del siglo devolvió cierto prestigio a la
sencillez: hubo cultivadores que, con sorna, seleccionaron nuevas variedades de…
cinco pétalos. Lo que confirma que la horticultura es, a menudo, un espejo de
la moda humana: primero los pantalones campana, luego los pitillo, mañana quién
sabe.
El mayor avance no fue visible, sino
temporal. Hasta entonces, las rosas eran de primavera: florecían una vez y se
retiraban dignamente, como estrellas de rock que sólo daban un concierto al
año. Pero los cultivadores, insaciables, querían un tour más largo. Y lo
consiguieron cruzando con variedades chinas que tenían un truco bajo la manga
genética: podían reflorecer.
De repente, los rosales europeos, antes de
una sola función, se convirtieron en artistas incansables que repetían función
en verano y hasta en otoño. Hoy lo damos por hecho, pero en el siglo XIX fue
casi un milagro. Como si de pronto los fuegos artificiales de la verbena primaveral
volvieran a encenderse en otoño, sin previo aviso.
Gracias a un estudio de las
características de las variedades y a las modernas herramientas genómicas, los
biólogos y genetistas franceses Thibault Leroy y Jeremy Clotault acaban de
reconstruir la historia de la evolución de las rosas modernas, marcada por
importantes cruces entre rosas asiáticas y antiguas rosas europeas. De esta
unión nació una diversidad que continúa dando forma a nuestros jardines
contemporáneos.
Cambios estéticos en las rosas durante
el siglo XIX, basados en un selección de variedades disponibles en una rosaleda especializada en rosas
antiguas. Modificada de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.
Cuando la belleza trae factura
Claro que los milagros tienen precio. Al
seleccionar rosas cada vez más bellas, los horticultores también seleccionaron
debilidades. La mancha negra, esa plaga fúngica que convierte las hojas en
mapas de lunares tristes, se volvió más común. Las rosas del XIX eran más
bonitas, sí, pero también más enfermizas. Un poco como esas razas de perro
diseñadas para ganar concursos de estética, aunque no puedan respirar.
Los genetistas de hoy pueden ver esas
cicatrices en el ADN. El cromosoma 3, por ejemplo, aparece marcado por la
presión selectiva en el gen de la refloración. Otros cromosomas también
muestran señales de manipulación, pero aún no sabemos en qué consistían
exactamente los “retoques”. Los rosales decimonónicos son, en resumen,
organismos tuneados a base de ensayo, error y bastante azar: un laboratorio en
el que la biología y la moda iban de la mano, como dos bailarines borrachos.
El aroma que se perdió en el camino
Y está el perfume. Nada hay más decepcionante
que acercarse a una rosa perfecta, abrir los pulmones… y descubrir que huele a
plástico. La leyenda urbana dice que el aroma de las rosas se perdió en el
siglo XIX. El estudio de Leroy y Clotault demuestra que no: todavía olían, y
mucho. Las moléculas responsables del perfume clásico —geraniol y
2-feniletanol— estaban ahí. El crimen lo cometió el siglo XX, cuando la
industria decidió que lo importante era que la rosa cortada durara en el
florero como mínimo hasta la boda de oro de los novios. Y el perfume, ese lujo
intangible, se sacrificó sin remordimientos.
Genomas como novelas familiares
El ADN de las rosas conserva, como un diario
íntimo, la memoria de aquellos cruces. Basta analizarlo para reconstruir quién
fue madre, quién fue padre y qué azar intervino en cada combinación. Y el azar
tuvo mucho que decir: hasta mediados del XIX, los cruces eran más bien orgías
de polen que matrimonios concertados. No había jeringuillas ni fertilización
artificial, sino viento, abejas y suerte. El resultado fue una genealogía
enrevesada, con pocos ancestros fundadores pero muchísimos descendientes.
La historia del cultivo de rosas del siglo XIX, rastreada mediante
la genómica, contribuyó al desarrollo de los híbridos de té, las primeras rosas
modernas, que están directamente en el origen de la mayoría de las variedades
cultivadas actuales. Esta red indica el grado de parentesco entre una veintena
de variedades (nodos de red) conectados por enlaces que van del amarillo
(parentesco bastante fuerte) al rojo (parentesco muy fuerte). Modificada a
partir de una imagen de Thibault Leroy. Fuente.
El dilema de la diversidad
Hay una moraleja genética en todo esto. Al
seleccionar intensivamente ciertas características —más pétalos, refloración,
colores nuevos— se perdió algo de diversidad genética. No lo suficiente para
condenar al rosal, pero sí para recordarnos que cada mejora estética trae un
peaje evolutivo. Aún estamos a tiempo de revertir esa pérdida gracias a
colecciones vivas de rosas antiguas. El genoma, a diferencia de las modas,
puede conservarse intacto durante siglos si se lo cuida.
Epílogo: el arte de no saber
Así que la próxima vez que alguien me
pregunte cómo se llama una rosa, creo que voy a sonreír con aire misterioso y
contestar: “Depende de a quién le preguntes. Y depende de en qué siglo vivas”.
Porque una rosa no es solo un nombre: es un mapa de decisiones humanas, un
compendio de caprichos imperiales, modas pasajeras y genes rebeldes.
Stephen Jay Gould, que tenía la rara virtud
de mezclar ciencia con humor, seguramente habría visto en esta historia un
reflejo de nuestras propias manías. Al fin y al cabo, lo que hicimos con las
rosas en el XIX no es tan distinto de lo que hacemos con nosotros mismos en el
XXI: diseñarnos, retocarnos, aspirar a ser más bellos, aunque a veces eso nos
haga más frágiles. La rosa, como siempre, sigue siendo espejo y metáfora. Y la
pregunta por su nombre, un buen recordatorio de que ni siquiera los botánicos
saben todas las respuestas.