El otro día, mientras paseaba por
la playa, tuve en brazos a un bebé de siete meses que era, como se puede
imaginar, un imán de sonrisas y arrumacos. Lo curioso no era la criatura en sí
—regordeta, risueña, con ese olorcillo a galleta de arroz que tienen los bebés
felices— sino un parche rosa pegado en su camiseta. La abuela, a la que conozco
desde hace años y sabe de mi friquismo mosquitero, me explicó, orgullosa, que
se trataba de un parche antimosquitos “natural”. Una especie de talismán
químico que, al parecer, protegía a la criatura de todo insecto alado en un
radio de varios metros.
El entusiasmo era general. La
niña iba de brazo en brazo entre familiares que juraban que, mientras la
sostenían, ni un mosquito se atrevía a acercarse. Nadie reparaba en el pequeño
detalle de que era mediodía, momento en el que la mayoría de los mosquitos
están tan activos como un adolescente el domingo a las siete de la mañana. Pero
yo callé, en parte porque no quería arruinar la magia familiar y en parte
porque me moría de curiosidad. ¿Funcionan de verdad estos parches o estamos
ante otro producto digno de un catálogo de avión, al lado de los cojines
cervicales inflables y las linternas que prometen alumbrar hasta el infinito?
La guerra contra las ronchas
Todos sabemos lo molesto que es
un picotazo de mosquito. Primero está el momento ridículo en que uno se da
cuenta: ese rascado compulsivo de tobillo bajo la mesa, la sospecha de que un
bicho del tamaño de un grano de arroz depauperado ha dejado un recuerdo
ardiente y feo. Y luego está el misterio de por qué algunos son objetivos
preferentes mientras otros apenas reciben una picadura simbólica.
Durante años, mi madre atribuía
su desgracia a tener “la sangre más dulce” de la familia. Resultó ser una
explicación tan científica como las fases de la luna para la fertilidad:
romántica pero incorrecta. La realidad es que los
mosquitos nos eligen en función de cosas bastante más prosaicas: el
olor corporal, el
color de la ropa que vestimos, la cantidad de dióxido de carbono que
exhalamos, e incluso factores genéticos. El grupo sanguíneo influye un poco
(los del grupo O parecen ser los preferidos del menú), pero no lo suficiente
como para justificar el mito de la sangre endulzada.
Por supuesto, no se trata solo de
ronchas y anécdotas familiares. Los mosquitos son, con diferencia, los
animales más mortíferos del planeta. No por ellos mismos, sino porque son
vectores de enfermedades como malaria, dengue, zika, fiebre amarilla. En
comparación, tiburones y serpientes son poco más que mascotas juguetonas. Así
que, en efecto, protegerse de ellos no es un capricho: es una cuestión de salud
pública.
Cuando la “naturaleza” se vende en parches
El mercado de los repelentes es
amplio y variopinto. Hay sprays, cremas, velas, brazaletes, camisetas tratadas
con químicos, collares ultrasónicos y ahora, claro, parches adhesivos de
aceites esenciales. Estos últimos están especialmente dirigidos a un público
sensible: padres que buscan opciones “naturales” para sus hijos pequeños.
En la web de la marca, me
encontré con lo que podríamos llamar un ensayo literario más que un argumento
científico. Citan un
estudio de 2023 que supuestamente probó la eficacia del producto. No dicen
quién lo hizo, dónde, ni en qué condiciones. Lo único concreto de ese estudio:
que los parches ofrecían 43 minutos de protección efectiva. Menos de lo que
dura un episodio de Los Soprano.
La contradicción aumenta cuando,
en la misma tienda online, recomiendan reemplazar los parches
cada ocho horas. O cada
siete días. Depende de la página que consultes. Es como esos restaurantes
donde la carta dice que la sopa del día es de verduras, el cartel de la entrada
promete pescado y el camarero insiste en que es de pollo.
Aceites esenciales: entre mito y mosquitera rota
La base de estos productos mágicos
terror de los mosquitos son los aceites esenciales citronela, eucalipto limón,
lavanda y otros aromas que recuerdan más a un baño de sales o a un spa que a eficacia
antimosquitos. Se repite hasta la saciedad que estos aceites se han usado
“desde hace cientos de años” como repelentes. Lo cual es cierto en el mismo
sentido en que durante cientos de años se usaron sanguijuelas para curar las
fiebres.
En realidad, la citronela ha
demostrado ser más un reclamo turístico para mosquitos que un escudo. En un
experimento publicado en el Journal
of Insect Science, las velas de citronela no solo no redujeron las
picaduras: en algunos casos las aumentaron: de hecho, casi el 91 % de los
insectos se dirigieron hacia la persona, aun con la vela encendida.
En otro
artículo se señala que, en algunas pruebas, la vela —junto con una persona
como cebo— atrajo más mosquitos que la persona sola. Uno sospecha que los
mosquitos lo perciben como un cartel de neón que anunciara: “Buffet gratis
aquí”.
El eucalipto
limón tiene mejores credenciales, pero la eficacia real en parches o
pulseras es escasa. La concentración suele ser demasiado baja y la volatilidad
demasiado alta como para mantener alejados a los insectos más allá de unos
minutos.
Un demonio llamado DEET
Frente a estas dudosas
alternativas, aparece el eterno villano de la película: el DEET
(N,N-Dietil-meta-toluamida). Solo con pronunciarlo suena a algo que debería
llevar traje protector. Y, sin embargo, es el repelente más probado y efectivo
de la historia moderna.
La Agencia
de Protección Ambiental de Estados Unidos concluyó que, usado
correctamente, no representa riesgos para humanos ni para el medio ambiente. La
Academia
Americana de Pediatría incluso lo recomienda para niños pequeños, con dosis
moderadas. Y no, no derrite plásticos ni hace que los murciélagos caigan
muertos a tu alrededor, como sugieren algunos foros alarmistas.
La ironía es que el rechazo al
DEET —basado en la moderna
quimiofobia, ese miedo a cualquier cosa con sílabas raras— lleva a muchos
padres a confiar en soluciones que son menos eficaces y, en última instancia,
más peligrosas, porque dejan a los niños expuestos.
El verdadero negocio
Lo más ingenioso de todo este
asunto es la astucia comercial. Si el parche no funciona, el mosquito pica.
Pero no pasa nada: la misma empresa
vende parches calmantes para la picazón. Es como vender paraguas
agujereados y, justo al lado, ofrecer toallas para secarse. Negocio redondo.
No quiero ser demasiado irónico. Entiendo el atractivo de lo
natural, del gesto simple de pegar un parchecito en la ropa de un niño. La idea
tiene encanto. Pero encanto no equivale a eficacia. En la práctica, es un poco
como ponerse un amuleto contra los resfriados: quizá no haga daño, pero tampoco
sirve de mucho más allá del consuelo psicológico.
Al final, el episodio del bebé
con parche me dejó una sonrisa y una lección. Por un lado, hay algo entrañable
en la fe que ponemos en objetos pequeños y vistosos para proteger a quienes
queremos. Por otro, conviene recordar que la ciencia no funciona por decreto
publicitario ni por los colores de una pegatina.
Los mosquitos seguirán ahí, implacables, zumbando en la oscuridad, recordándonos que son los animales más peligrosos de la Tierra. Y la mejor defensa, hasta ahora, no viene en formato de parche con dibujos graciosos, sino en frascos con nombres largos y sospechosamente poco “naturales”. Puede que no suene poético, pero en este caso, la poesía está sobrevalorada.
En resumen: si buscas protección real, confía en el DEET y no en un parche perfumado. Aunque, claro, nada impide pegárselo al bebé si quieres que huela a spa portátil mientras duerme la siesta.