París siempre supo representar
sus días grandes con cierta teatralidad. El 14 de julio, la Bastilla; el 11 de
noviembre, el Armisticio. Y el 25 de agosto de 1944, la Liberación. Pero la
función empezó unas horas antes, la noche del 24, con una escena que durante
décadas quedó fuera del guion oficial: cuando los primeros blindados aliados
que entraron en la ciudad llevaban nombres de batallas españolas y estaban
tripulados por exiliados republicanos.
La ciudad llevaba cinco días en
armas. Desde el 19 de agosto, los ferroviarios habían cortado las vías, los
policías se habían rebelado y la Resistencia levantaba barricadas con tranvías
y adoquines. París vivía a medias entre el júbilo y el miedo: júbilo por el
inminente derrumbe de la ocupación, miedo porque Hitler había dado la orden de
arrasar la capital antes de entregarla. El general alemán Dietrich von
Choltitz, encargado de obedecer, dudaba. Le pesaba más la perspectiva de ser
recordado como el verdugo de París que la fidelidad al Führer.
En ese clima de pólvora y
campanas, los parisinos escucharon el rugido de motores que venían del sur.
Eran blindados ligeros, semiorugas, con nombres pintados en blanco: Guadalajara,
Teruel, Jarama, Madrid, Ebro. No eran caprichos exóticos: eran recuerdos.
Cada nombre correspondía a una batalla perdida en España entre 1936 y 1939. Los
conductores eran los mismos que habían combatido allí, que habían huido después
de la derrota, que habían conocido los campos de concentración franceses, que
habían cruzado a pie el desierto del Sáhara para enrolarse en las tropas
coloniales del general Leclerc.
Eran hombres duros, curtidos,
incrédulos. Muchos eran anarquistas, socialistas, comunistas. La compañía,
oficialmente llamada la 9ª Compañía de la División Blindada Leclerc, era
conocida por todos como La Nueve. De sus 160 hombres, más de 130 eran españoles.
La mayoría soñaba con que, tras liberar París, la marcha continuara hasta
cruzar los Pirineos y acabar con Franco.
La entrada en la ciudad fue casi
un asalto. El capitán Raymond Dronne, francés, mandaba sobre ellos, pero se
fiaba de sus veteranos ibéricos. La Resistencia había pedido que los Aliados
entraran cuanto antes: temían que los nazis cumplieran su amenaza de destruir
puentes y monumentos. Así que la orden llegó de improviso. Dronne tomó una
docena de blindados, casi todos tripulados por españoles, y se lanzó hacia la
capital.
Al caer la noche del 24 de
agosto, los parisinos vieron aparecer aquellos vehículos. Las campanas de Notre
Dame repicaron con furia, las ventanas se abrieron, llovieron flores y vino.
Fue un delirio breve y feroz. Los combatientes de La Nueve, con el uniforme
raído, las caras afiladas por años de guerra y exilio, apenas creían lo que
veían. El pueblo francés los recibía como libertadores. Uno de ellos, Amado
Granell, valenciano, fue fotografiado en el Hôtel de Ville junto a los líderes
de la Resistencia: la primera imagen oficial de la liberación mostraba a un
republicano español en primera fila.
El amanecer del 25 consolidó la
victoria. El grueso de la División Leclerc y la 4ª División de Infantería
estadounidense entraron en París. Los combates continuaron en algunos puntos
—los alemanes se atrincheraron en el Hôtel Meurice, cuartel general de Von
Choltitz—, pero a media tarde todo estaba decidido. Von Choltitz firmó la
rendición en la Prefectura de Policía. París era libre.
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Al día siguiente, 26 de agosto,
Charles de Gaulle desfiló por los Campos Elíseos. Lo hizo a pie, erguido,
solemne, como un actor que reclama el papel protagonista. El pueblo lo vitoreó,
aunque entre disparos aislados que recordaban que la guerra no había terminado.
En esa representación, no hubo hueco para los españoles de La Nueve.
Oficialmente, la liberación fue francesa, con ayuda de los aliados
estadounidenses.
Durante décadas, la memoria
oficial ignoró a los republicanos españoles. Ni discursos, ni manuales, ni
placas los mencionaban. Los hombres que habían bautizado sus blindados con
nombres de derrotas españolas se convirtieron ellos mismos en derrotados de la
historia. Sus nombres circularon apenas en círculos familiares, en memorias
dispersas, en los márgenes de los libros.
Y sin embargo, allí estuvieron.
Los que entraron los primeros, los que abrieron el camino, los que celebraron
con los parisinos la noche más larga. Soldados como Granell, Campos, Montoya,
Pujol, Martín Bernal. Hombres que habían perdido una guerra y seguían peleando
otra con la esperanza, siempre aplazada, de ganar la suya propia.
No liberaron España, y lo sabían.
La decepción llegó pronto. Tras la liberación de París, la marcha siguió hacia
Alsacia, hacia Alemania. Sus blindados no giraron hacia los Pirineos.
Washington y Londres no estaban dispuestos a abrir el melón español en plena
posguerra. Franco sobrevivió, sostenido por su neutralidad calculada y por el
inicio de la Guerra Fría.
Los veteranos de La Nueve
continuaron luchando hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos
murieron en el camino. Al terminar, volvieron al anonimato, al exilio
permanente, a una vida de derrotados orgullosos. Francia les debía gratitud,
pero la gratitud, como la historia, es caprichosa.
Hoy, casi ochenta años después, París ha recuperado parte de esa memoria. En la esplanada del Hôtel de Ville, una placa recuerda a los españoles de La Nueve. El Ayuntamiento, que aquel 24 de agosto fue testigo de su llegada, los homenajea con flores y discursos cada aniversario. La ciudad que los recibió entre campanas y abrazos ha acabado reconociendo su deuda.
Cuando cae la tarde en esa plaza, uno puede imaginar de nuevo aquellos semiblindados con nombres de batallas lejanas avanzando entre la multitud. París, aquella noche, habló español. Y durante unas horas, los republicanos sintieron que la derrota de 1939 quedaba vengada. Fue un espejismo, sí, pero un espejismo glorioso.