Vistas de página en total

domingo, 24 de agosto de 2025

EL POLVO QUE NOS HACE LLORAR… Y, SIENDO MUY OPTIMISTAS, QUIZÁS SALVE AL PLANETA

 

Hace doscientos años, en la campiña inglesa, un médico observaba con frustración a sus pacientes. Cada primavera, sin falta, volvían con los mismos síntomas: estornudos interminables, ojos enrojecidos, secreción nasal, una especie de resfriado sin virus. El hombre, desconcertado, lo bautizó con un nombre pintoresco: hay fever, fiebre del heno. Nadie sabía entonces que el heno no tenía nada que ver; el verdadero culpable era el polen, ese polvillo microscópico que las plantas liberan en cantidades portentosas. Aquellos granitos invisibles se habían convertido en el primer enemigo estacional de la medicina moderna.

El diagnóstico se quedó, la alergia también, y la palabra “polen” pasó a tener un lugar ambiguo en nuestra vida: algo entre el milagro de la reproducción vegetal y la maldición primaveral. Porque el polen es eso: polvo mágico y polvo maldito a la vez. Una partícula de polen es, básicamente, una cápsula blindada cuyo único propósito es transportar material genético masculino de una planta a otra. En otras palabras, es el sistema de mensajería instantánea de la naturaleza, diseñado con un embalaje tan resistente que algunos granos han sobrevivido millones de años atrapados en fósiles. Una especie de SEUR microscópico con servicio de urgencia y garantía de entrega.

Químicamente, el polen es fascinante. Su envoltura externa, la exina, está hecha de esporopolenina, un biopolímero tan resistente que se ha descrito como “el diamante del mundo vegetal”. Dentro, como si fuera un pícnic embotellado, esconde proteínas, aminoácidos esenciales, azúcares, vitaminas, minerales y lípidos. Este cóctel nutritivo convierte al polen en un manjar para abejas y otros insectos, pero para los humanos suele significar pañuelos arrugados y estornudos. Cada especie vegetal fabrica su polen con una firma proteica particular, lo que explica por qué alguien puede sufrir frente al polen del abedul y quedarse tan tranquilo bajo un pino.

Hasta aquí, nada sorprendente: el polen como gran protagonista de la primavera, de la agricultura y de la industria farmacéutica de antihistamínicos. Pero la historia da un giro inesperado en Singapur, donde un grupo de científicos decidió mirar más allá de los estornudos.

En el laboratorio de Nam-Joon Cho, en la Universidad Tecnológica de Nanyang, no se estudia el polen como alergeno ni como elemento de reproducción, sino como materia prima. La escena podría confundirse con cualquier otro centro de investigación: bata blanca, tubos de ensayo, zumbido de máquinas. La diferencia está en los montones amarillos que manchan la ropa de los investigadores. Allí no se buscan vacunas ni antihistamínicos: se busca transformar el polen en un nuevo tipo de material, maleable, útil y, sobre todo, sostenible.

La clave está en domar la cáscara indestructible de esos granos. Durante décadas, la esporopolenina fue un muro imposible: ni ácidos ni enzimas lograban abrirlo. Pero en 2020, Cho y su equipo encontraron un atajo: incubar el polen en una solución de hidróxido de potasio a 80 grados Celsius. El resultado fue casi alquímico: los granos, antes duros como canicas, se transformaron en un microgel blando, maleable como plastilina. Con esa pasta se podía moldear papel, películas delgadas, esponjas porosas, e incluso materiales capaces de reaccionar a cambios de pH o humedad.

Para aplicaciones técnicas, los granos de polen se despojan primero de su capa pegajosa que induce alergias, mediante un proceso de desengrasado. A continuación, si se tratan con ácido, forman cápsulas huecas de esporopolenina que pueden utilizarse para administrar fármacos. Si, en cambio, se tratan con una solución alcalina, los granos de polen desgrasados se transforman en un microgel blando que puede utilizarse para fabricar películas delgadas, papel y esponjas.

De pronto, el polen dejaba de ser polvo estacional para convertirse en algo mucho más intrigante: un biomaterial versátil con aplicaciones insospechadas.

La lista es larga. Papeles resistentes pero flexibles que podrían reemplazar al papel tradicional —ese que devora árboles y agua en cantidades escandalosas—. Esponjas porosas capaces de detener hemorragias, absorber petróleo o servir de andamio para cultivar tejidos humanos. Cápsulas diminutas, ahuecadas y biocompatibles, que podemos imaginar como vehículos para administrar fármacos a los ojos, pulmones o estómago. Y más allá: películas sensibles que podrían funcionar como sensores de salud portátiles o incluso en dispositivos solares, gracias a la protección natural contra los rayos UV que ya posee el polen.

Si se mira bien, es una especie de revancha de la biología. Ese polvo que nos hace llorar podría terminar salvando recursos naturales y ofreciendo alternativas limpias a industrias contaminantes.

Además, el polen es un recurso abundante y renovable. Una sola flor de girasol puede producir entre 25.000 y 67.000 granos cada verano y hablo de una sola flor, de las que un girasol posee centenares. El equipo de Cho suele comprar polen de abeja —una mezcla recolectada en colmenas comerciales— a bajo precio, principalmente de China. Y subrayan un detalle clave: al aprovechar el polen, no se destruye la planta ni la flor. A diferencia de otros biomateriales como el quitosano (que exige sacrificar crustáceos) o la celulosa (que implica talar árboles), el polen se libera de forma natural. Basta recogerlo.

La ironía histórica es deliciosa. Durante siglos, el polen ha sido el enemigo invisible de las primaveras humanas. Provocó el nacimiento de la alergología, alimentó industrias farmacéuticas y arruinó incontables paseos campestres. Y ahora resulta que podría ayudarnos a reducir la tala de bosques, a fabricar materiales biodegradables, a mejorar la medicina y hasta a producir energía más limpia.

Es como si la naturaleza nos estuviera diciendo: “Sí, os he hecho estornudar durante milenios, pero si aprendéis a mirarme de otro modo, puedo ser vuestra aliada”.

En el fondo, es un recordatorio del genio de lo pequeño. Hemos construido civilizaciones enteras a partir de rocas, metales y árboles; pero tal vez el futuro pase por granos invisibles de polvo amarillo. Un material que parecía condenado a irritarnos los ojos podría convertirse en la base de nuevas industrias sostenibles.

Y aquí es donde uno no puede evitar sonreír. El polen, ese enemigo íntimo de los alérgicos, tiene un doble rostro: verdugo de nuestras narices y, a la vez, posible salvador de nuestros bosques. Tal vez llegue el día en que, en lugar de maldecir los estornudos de primavera, demos las gracias por cada nube amarilla flotando en el aire.

Al fin y al cabo, lo que antes nos hacía llorar podría, literalmente, ayudarnos a secar las lágrimas del planeta.