Vistas de página en total

domingo, 26 de octubre de 2025

EL HOMBRE QUE BRILLA BAJO TIERRA

 

Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I) Atomic Museum

En el desierto de Idaho, donde el viento parece arrastrar siglos de polvo y silencio, la historia del átomo tiene un santuario y una tumba. Lo primero está a pocos kilómetros de Arco, en un edificio bajo, grisáceo, que aún conserva el nombre pintado en letras metálicas: EBR-I, Experimental Breeder Reactor Number One. Allí, en diciembre de 1951, se encendieron cuatro bombillas con la electricidad nacida de la fisión nuclear. Fue un momento de júbilo científico: los técnicos se abrazaron, posaron sonrientes para una foto en blanco y negro, y los periódicos hablaron del amanecer de una nueva era.

Aquel episodio luminoso lo he recogido en otros capítulos de este blog: La luz que nació en el desierto, El submarino del desierto y Arco, Idaho: Pepinillos fritos y energía atómica. Pero toda luz proyecta una sombra. La del átomo, en Idaho, tiene nombre y sepultura. Su nombre es Richard Leroy McKinley, y su tumba está a tres mil kilómetros de Arco, en el Cementerio Nacional de Arlington, entre miles de lápidas blancas perfectamente alineadas. Solo que la suya no es como las demás. Nadie puede acercarse, no por respeto, sino por precaución. Bajo esa losa, el átomo sigue brillando.

El 3 de enero de 1961, una noche helada en el desierto, tres técnicos del Ejército trabajaban en un pequeño reactor experimental conocido como SL-1 (Stationary Low-Power Reactor Number One). Era un modelo destinado a generar electricidad para bases remotas, incluso para estaciones polares o submarinos. Nada heroico, nada grandioso: apenas un edificio bajo, de chapa ondulada, rodeado de nieve y de silencio.

El reactor había estado en mantenimiento durante semanas. Aquella noche, tres hombres —John Byrnes, Richard McKinley y Richard Legg— se disponían a volverlo a poner en marcha. El procedimiento era sencillo: tirar hacia arriba de una barra de control, apenas unos centímetros, para calibrar la potencia. Nadie sabrá nunca si fue un error, un accidente o un gesto impulsivo, pero la barra subió demasiado rápido. Bastó una fracción de segundo. La fisión se desató en un instante liberando una oleada de energía brutal. El vapor hirviente reventó las tuberías, arrancó la cubierta del reactor y arrojó la barra por el techo como una lanza.

Legg resultó empalado y quedó suspendido del techo. Byrnes cayó fulminado. McKinley murió minutos después. Fueron los tres desgraciados protagonistas de la primera —y hasta hoy única— explosión nuclear fatal en suelo estadounidense.

El equipo de rescate llegó horas más tarde,con trajes de plomo y máscaras aislantes. Lo que encontraron parecía una escena congelada en el tiempo: paredes ennegrecidas, instrumentos retorcidos, relojes parados. Los cuerpos emitían una radiación tan alta que nadie podía tocarlos. Hubo que sacarlos con pinzas telescópicas, envolverlos en capas de plástico y plomo, y trasladarlos en contenedores blindados.

Un informe posterior del Laboratorio Nacional de Idaho describió el ambiente como “una habitación que brilla en la oscuridad sin necesidad de bombillas”. La dosis recibida por los tres técnicos accidentados superaba los veinte mil rems, una cantidad que, más allá de las heridas mortales, habría matado a cualquier ser humano en segundos.

Durante las autopsias, los médicos trabajaron detrás de pantallas de vidrio plomado. Varios instrumentos quedaron tan contaminados que debieron ser enterrados junto a los restos. Los forenses, al terminar, fueron sometidos a chequeos médicos y a un seguimiento de por vida. Algunos de ellos nunca volvieron a trabajar en entornos radiactivos.

De los tres, McKinley recibió la mayor radiación. Su cuerpo absorbió tanto cesio-137 y cobalto-60 que, según los técnicos, “seguía siendo una fuente activa”. El problema ya no era solo ético o funerario, sino físico: ¿cómo enterrar un cuerpo que seguía emitiendo radiación? Los ingenieros del gobierno diseñaron un ataúd especial, una especie de cápsula blindada. Primero, un féretro interior de plomo y acero inoxidable; luego, capas de plástico, nylon y algodón tratado; después, otro ataúd exterior, también sellado al vacío. Todo el conjunto fue depositado a más de tres metros de profundidad dentro de una cámara metálica con paredes gruesas.

Así fue enterrado McKinley en Arlington. Ni flores ni banderas: solo una losa con su nombre, su rango y las fechas. Ningún visitante puede detenerse allí, aunque su historia aún vibra bajo la piedra. A veces, pienso que, en cierto modo, McKinley sigue cumpliendo su misión: vigilar el poder del átomo, incluso desde el silencio.

El accidente del SL-1 cambió los protocolos de la energía nuclear estadounidense. Desde entonces, ningún reactor permite la extracción manual de las barras de control. Los sistemas automáticos y los mecanismos de bloqueo nacieron del desastre de Idaho. El lugar del accidente fue sellado bajo toneladas de tierra y concreto. No queda nada: ni un edificio, ni una señal. Solo el viento y unas coordenadas prohibidas.

A pocos kilómetros de allí, el viejo EBR-I —el reactor que encendió aquellas primeras bombillas— sigue en pie, convertido en museo. Los visitantes se hacen fotos junto a una placa que dice “Aquí nació la energía nuclear pacífica”. Nadie menciona el SL-1. Pero el guía, si uno le pregunta, baja la voz y dice:

—Ah, sí... eso fue al norte. No se puede visitar.

Durante años, los habitantes de Arco vivieron entre esos dos símbolos: la promesa y la advertencia. A un lado, el orgullo de haber sido la primera ciudad iluminada por la energía nuclear. Al otro, el rumor de que, en algún punto del desierto, tres hombres quedaron reducidos a ceniza radiactiva. En los bares se hablaba poco del tema. Era más fácil brindar por los submarinos y los pepinillos fritos que por los fantasmas del SL-1.

Sin embargo, en el silencio del desierto —ese silencio tan característico de Idaho, tan absoluto que parece tener textura—, algo quedó suspendido. Los trabajadores del laboratorio dicen que en las noches frías, cuando el aire está quieto y las luces del complejo titilan a lo lejos, el suelo “respira”. Es solo vapor, claro, condensación. Pero a veces, a uno le gusta pensar que el desierto conserva memoria.

El optimismo atómico de los cincuenta prometía energía infinita, coches nucleares y tostadoras atómicas. En esos mismos años, Eisenhower hablaba de “Átomos para la paz”. El futuro iba a brillar. Y lo hizo. Solo que no siempre del modo que esperaban.

La historia de McKinley quedó literalmente sepultada bajo capas de acero y burocracia. Durante décadas su nombre fue apenas una línea en los archivos del Departamento de Energía. Luego, cuando los secretos de la Guerra Fría empezaron a desclasificarse, su tumba en Arlington se convirtió en una rareza que algunos curiosos intentaban visitar. No podían. Las normas siguen siendo las mismas: nadie debe acercarse.

En cierto modo, McKinley se transformó en una metáfora involuntaria: el hombre que llevó el átomo dentro de sí, que lo encarnó, que brilló más allá de la muerte. A veces me pregunto qué siente el suelo de Idaho. En menos de una década, vio nacer la promesa radiante del átomo y también su primera maldición. Unos hombres encendieron la luz; otros quedaron atrapados en ella.

El desierto, sin embargo, no juzga. Sigue ahí, igual que entonces: plano, inmenso, con ese silencio que parece hecho de siglos. Quizá bajo ese silencio siga latiendo algo. No solo radiación, sino memoria. McKinley no tiene flores sobre su tumba. Pero tiene una historia que sigue brillando, muy despacio, bajo tierra.

Porque el átomo —como la memoria— no perdona ni olvida.