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domingo, 26 de octubre de 2025

LAS DOS CARAS DE ESTADOS UNIDOS EN RANCHESTER, WYOMING

 Crónica desde el corazón dividido del país


Llego a Ranchester, Wyoming, una tarde ventosa de verano, con la sensación de haber cruzado una frontera invisible. Al oeste queda Cody, cuna de Búfalo Bill y santuario del kitsch patriótico: moteles con forma de fuerte, carteles con rifles cruzados y caravanas rumbo a Yellowstone. Pero al internarse por la US-14, la carretera trepa por las montañas Big Horn —esas moles antiguas que parecen haber envejecido junto con el continente— y luego se despeña en un valle verde donde pastan vacas que ignoran olímpicamente la historia. Allí, entre los pliegues de la pradera, aparece Ranchester.

Es un pueblo minúsculo de apenas mil almas, con una gasolinera, un par de restaurantes y un Western Motel que debió conocer tiempos más optimistas. Nada parece moverse, salvo las banderas que agita el viento. Y, sin embargo, algo late aquí: una grieta, una división que no es solo política, sino espiritual.

Desde que Donald Trump ganó las elecciones de 2016, la cultura europea ha desarrollado una especie de fascinación perversa por los estadounidenses blancos de clase trabajadora: los descendientes de colonos pobres, obreros agrícolas y camioneros que habitan lo que aquí llaman la heartland. Esa América que mira con desconfianza al gobierno, a los periodistas, a los intelectuales y a cualquiera que pida un capuchino.

En los años noventa, Jim Goad publicó The Redneck Manifesto, un libro que parecía un panfleto marginal y terminó siendo profético. Denunciaba el clasismo con que las élites urbanas trataban a los blancos pobres —los white trash, la “basura blanca”—, ese grupo que había sido, durante siglos, simultáneamente pilar cultural y chivo expiatorio nacional.

Veinte años después, su diagnóstico se volvió visible en las urnas. El resentimiento, el orgullo herido, la religiosidad y la nostalgia impulsaron a millones de personas a votar por un millonario que hablaba su idioma emocional: el de la furia.

Mientras conduzco por Wyoming, pienso en J.D. Vance, en los hillbillies de Hillbilly Elegy y en los nómadas de Nomadland, ancianos que recorren el país en caravanas buscando empleos temporales. Estados Unidos siempre ha tenido un alma errante, pero ahora parece estar huyendo de sí mismo. En la radio local, un locutor predica con entusiasmo que “Dios salvó a América una vez y puede hacerlo de nuevo”. A los lados de la carretera, las señales proclaman “Trump 2024 – Make America Great Again”. No son recuerdos de campaña: son votos de fe.

El corazón de Ranchester late en una recta de asfalto que hace las veces de calle principal. A un lado, un banco con fachada de película del Oeste que parece esperar a los hermanos Howard de Comanchería. Enfrente, Rahimi’s, un taxidermista al que no debe faltarle trabajo, exhibe osos disecados, ciervos con mirada perdida y un puma que parece preguntarse qué demonios hace allí.

Esa noche cenamos en el Buckhorn Saloon, un local de luces amarillas y cabezas de wapití en las paredes. Aquí no hay pretensiones: el menú ofrece porciones diseñadas para alimentar a un ejército y cerveza servida en jarras del tamaño de un casco de béisbol. Los clientes visten ropa de camuflaje, botas de trabajo y gorras con el eslogan America First. Hay una energía masculina, densa, casi tribal. En la barra, un tipo con barba bíblica y camiseta de Harley-Davidson explica que la prensa “miente como Satanás” y que las vacunas “cambian tu ADN”. Nadie discute.

Las camareras son amables pero expeditivas: “¿Other refill, hon?”. Las paredes están cubiertas de banderas, rifles antiguos y fotos de cazadores sonrientes posando junto a osos muertos. Afuera, un enorme grizzly disecado custodia la entrada de la licorería. Mientras pico en un plato de nachos con carne de res cubiertos de queso cheddar del color de la mostaza, me siento como un antropólogo infiltrado. No hay hostilidad, pero sí una distancia. Aquí la desconfianza hacia el mundo exterior se huele, como el humo del tabaco o el olor a grasa.

A la mañana siguiente, la luz cae oblicua sobre las praderas y el aire huele a café retostado de puchero. Decido desayunar en el Innominate, un local recién inaugurado que parece una exportación directa de Portland o Brooklyn.

El contraste con el Buckhorn Saloon es casi paródico. Aquí todo es claro, limpio, minimalista. Las mesas de madera reciclada, las plantas colgantes, los smoothies con nombres de filósofos. En la barra, un cartel anuncia “Leche de avena local” y “Descuento si traes tu propia taza”. Los clientes son jóvenes, sonrientes y educados. Algunos llevan prismáticos; otros revisan fotos de aves en sus teléfonos. Son los birdwatchers, los observadores de aves, especie urbana en plena expansión hacia el interior del país.

Nada de bacon ni gravy: hay yogur con granola, pan de masa madre y café de comercio justo. En las paredes, fotografías de paisajes de Wyoming y retratos de bisontes con mirada melancólica. La conversación gira en torno a documentales de la PBS, rutas de senderismo y la nueva política ambiental del estado. Aquí nadie habla de Trump. Pero su sombra flota en el aire, invisible y omnipresente, como el ruido de un generador lejano.

Es difícil imaginar que el Buckshot y el Innominate estén separados por apenas trescientos metros. Parecen dos mundos distintos: la América de los cazadores y la América de los ornitólogos; los que coleccionan cabezas de alce y los que coleccionan fotos de colibríes. Los primeros creen que el país les pertenece y se lo están robando; los segundos creen que el país nunca les perteneció y que deben cuidarlo. Unos veneran la bandera; otros reciclan. Unos oran; otros meditan.

Esa fractura no es solo política: es estética, moral, emocional. La misma carretera que los une es, en realidad, una línea de separación. El resentimiento de los rednecks tiene raíces hondas. Durante siglos fueron los blancos pobres, los crackers, los clay eaters, despreciados tanto por los ricos del Norte como por las élites del Sur. Su pobreza fue atribuida a la genética, a la endogamia, a la pereza; su cultura, ridiculizada en televisión y convertida en caricatura.

Y, sin embargo, de ellos surgió buena parte de la música, la literatura y la religiosidad que definieron el país. Su respuesta al desprecio ha sido, como tantas veces, la rebelión: empuñar rifles, abrazar teorías conspirativas, votar a quien promete dinamitar el sistema. En eso, Trump fue su profeta: el millonario que convenció a los desposeídos de que él también era uno de ellos.

Al salir de Ranchester, miro por el espejo retrovisor y veo los dos restaurantes alineados a la distancia. Uno ofrece hamburguesas con bandera; el otro, muffins con conciencia ecológica. Dos Américas que desayunan en paralelo y que, a fuerza de no escucharse, hablan idiomas distintos. 

El país más rico del mundo parece vivir una guerra civil silenciosa, una batalla cultural que no se libra con fusiles sino con hashtags, menús y maneras de mirar al prójimo. Mientras el coche se aleja por la US-14, las montañas Big Horn se alzan al fondo, indiferentes, inmensas. Pienso que quizá esa sea la única América que sigue unida: la del paisaje, la del viento y la carretera interminable. Todo lo demás —la política, las banderas, los cafés con leche de avena— son apenas síntomas pasajeros de un país que todavía no ha decidido quién quiere ser.