Crónica desde el corazón dividido del país
Llego a Ranchester, Wyoming, una
tarde ventosa de verano, con la sensación de haber cruzado una frontera
invisible. Al oeste queda Cody, cuna de Búfalo Bill y santuario del kitsch
patriótico: moteles con forma de fuerte, carteles con rifles cruzados y
caravanas rumbo a Yellowstone. Pero al internarse por la US-14, la carretera
trepa por las montañas Big Horn —esas moles antiguas que parecen haber
envejecido junto con el continente— y luego se despeña en un valle verde donde
pastan vacas que ignoran olímpicamente la historia. Allí, entre los pliegues de
la pradera, aparece Ranchester.
Es un pueblo minúsculo de apenas
mil almas, con una gasolinera, un par de restaurantes y un Western Motel que
debió conocer tiempos más optimistas. Nada parece moverse, salvo las banderas
que agita el viento. Y, sin embargo, algo late aquí: una grieta, una división
que no es solo política, sino espiritual.
Desde que Donald Trump ganó las
elecciones de 2016, la cultura europea ha desarrollado una especie de
fascinación perversa por los estadounidenses blancos de clase trabajadora: los
descendientes de colonos pobres, obreros agrícolas y camioneros que habitan lo
que aquí llaman la heartland. Esa América que mira con desconfianza al
gobierno, a los periodistas, a los intelectuales y a cualquiera que pida un
capuchino.
En los años noventa, Jim Goad
publicó The Redneck Manifesto, un libro que parecía un panfleto marginal
y terminó siendo profético. Denunciaba el clasismo con que las élites urbanas
trataban a los blancos pobres —los white trash, la “basura blanca”—, ese
grupo que había sido, durante siglos, simultáneamente pilar cultural y chivo
expiatorio nacional.
Veinte años después, su
diagnóstico se volvió visible en las urnas. El resentimiento, el orgullo
herido, la religiosidad y la nostalgia impulsaron a millones de personas a
votar por un millonario que hablaba su idioma emocional: el de la furia.
Mientras conduzco por Wyoming,
pienso en J.D. Vance, en los hillbillies de Hillbilly Elegy y en
los nómadas de Nomadland, ancianos que recorren el país en caravanas
buscando empleos temporales. Estados Unidos siempre ha tenido un alma errante,
pero ahora parece estar huyendo de sí mismo. En la radio local, un locutor
predica con entusiasmo que “Dios salvó a América una vez y puede hacerlo de
nuevo”. A los lados de la carretera, las señales proclaman “Trump 2024 –
Make America Great Again”. No son recuerdos de campaña: son votos de fe.
El corazón de Ranchester late en una recta de asfalto que hace las veces de calle principal. A un lado, un banco con fachada de película del Oeste que parece esperar a los hermanos Howard de Comanchería. Enfrente, Rahimi’s, un taxidermista al que no debe faltarle trabajo, exhibe osos disecados, ciervos con mirada perdida y un puma que parece preguntarse qué demonios hace allí.
Esa noche cenamos en el Buckhorn
Saloon, un local de luces amarillas y cabezas de wapití en las paredes.
Aquí no hay pretensiones: el menú ofrece porciones diseñadas para alimentar a
un ejército y cerveza servida en jarras del tamaño de un casco de béisbol. Los
clientes visten ropa de camuflaje, botas de trabajo y gorras con el eslogan America
First. Hay una energía masculina, densa, casi tribal. En la barra, un tipo
con barba bíblica y camiseta de Harley-Davidson explica que la prensa
“miente como Satanás” y que las vacunas “cambian tu ADN”. Nadie discute.
Las camareras son amables pero
expeditivas: “¿Other refill, hon?”. Las paredes están cubiertas de
banderas, rifles antiguos y fotos de cazadores sonrientes posando junto a osos
muertos. Afuera, un enorme grizzly disecado custodia la entrada de la
licorería. Mientras pico en un plato de nachos con carne de res cubiertos de queso
cheddar del color de la mostaza, me siento como un antropólogo infiltrado. No
hay hostilidad, pero sí una distancia. Aquí la desconfianza hacia el mundo
exterior se huele, como el humo del tabaco o el olor a grasa.
A la mañana siguiente, la luz cae
oblicua sobre las praderas y el aire huele a café retostado de puchero. Decido
desayunar en el Innominate, un local recién inaugurado que parece una
exportación directa de Portland o Brooklyn.
El contraste con el Buckhorn
Saloon es casi paródico. Aquí todo es claro, limpio, minimalista. Las mesas
de madera reciclada, las plantas colgantes, los smoothies con nombres de
filósofos. En la barra, un cartel anuncia “Leche de avena local” y “Descuento
si traes tu propia taza”. Los clientes son jóvenes, sonrientes y educados.
Algunos llevan prismáticos; otros revisan fotos de aves en sus teléfonos. Son
los birdwatchers, los observadores de aves, especie urbana en plena
expansión hacia el interior del país.
Nada de bacon ni gravy:
hay yogur con granola, pan de masa madre y café de comercio justo. En las
paredes, fotografías de paisajes de Wyoming y retratos de bisontes con mirada
melancólica. La conversación gira en torno a documentales de la PBS, rutas de
senderismo y la nueva política ambiental del estado. Aquí nadie habla de Trump.
Pero su sombra flota en el aire, invisible y omnipresente, como el ruido de un
generador lejano.
Es difícil imaginar que el Buckshot
y el Innominate estén separados por apenas trescientos metros. Parecen
dos mundos distintos: la América de los cazadores y la América de los
ornitólogos; los que coleccionan cabezas de alce y los que coleccionan fotos de
colibríes. Los primeros creen que el país les pertenece y se lo están robando;
los segundos creen que el país nunca les perteneció y que deben cuidarlo. Unos
veneran la bandera; otros reciclan. Unos oran; otros meditan.
Esa fractura no es solo política:
es estética, moral, emocional. La misma carretera que los une es, en realidad,
una línea de separación. El resentimiento de los rednecks tiene raíces
hondas. Durante siglos fueron los blancos pobres, los crackers, los clay
eaters, despreciados tanto por los ricos del Norte como por las élites del
Sur. Su pobreza fue atribuida a la genética, a la endogamia, a la pereza; su
cultura, ridiculizada en televisión y convertida en caricatura.
Y, sin embargo, de ellos surgió
buena parte de la música, la literatura y la religiosidad que definieron el
país. Su respuesta al desprecio ha sido, como tantas veces, la rebelión:
empuñar rifles, abrazar teorías conspirativas, votar a quien promete dinamitar
el sistema. En eso, Trump fue su profeta: el millonario que convenció a los
desposeídos de que él también era uno de ellos.
Al salir de Ranchester, miro por el espejo retrovisor y veo los dos restaurantes alineados a la distancia. Uno ofrece hamburguesas con bandera; el otro, muffins con conciencia ecológica. Dos Américas que desayunan en paralelo y que, a fuerza de no escucharse, hablan idiomas distintos.
El país más rico del mundo parece vivir una guerra civil silenciosa, una batalla cultural que no se libra con fusiles sino con hashtags, menús y maneras de mirar al prójimo. Mientras el coche se aleja por la US-14, las montañas Big Horn se alzan al fondo, indiferentes, inmensas. Pienso que quizá esa sea la única América que sigue unida: la del paisaje, la del viento y la carretera interminable. Todo lo demás —la política, las banderas, los cafés con leche de avena— son apenas síntomas pasajeros de un país que todavía no ha decidido quién quiere ser.



