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sábado, 13 de noviembre de 2021

La muerte de Prometeo


Si uno sale conduciendo desde California, para llegar a Great Basin National Park tiene que cruzar Sierra Nevada por Tioga Pass y luego, una vez dejado atrás Mono Lake, atravesar toda Nevada de oeste a este conduciendo a través de la US-50, la “Loneliest Road in America” (la “carretera más solitaria de América); son más de 600 kilómetros con rectas infinitas que conducen a través de un inmenso desierto helado en invierno y asfixiante en verano, desde Carson City, en las puertas de Yosemite, hasta Baker, punto obligado de acceso al Great Basin National Park.

Mientras que los turistas saturan Yosemite convirtiendo la placidez de la naturaleza en un insoportable alboroto más propio de un parque de atracciones, la soledad preside las cumbres de uno de los parques nacionales estadounidenses más hermosos y desconocidos, Great Basin, situado en los confines orientales de Nevada, muy cerca de la frontera con Utah, dos de los estados más áridos y despoblados de Estados Unidos. El parque nacional fue creado en 1986 como consecuencia de la presión ejercida por grupos conservacionistas que salieron en defensa de unos pinos que habían saltado a la fama como resultado de un lamentable episodio ocurrido en el verano de 1964.

La mañana del 6 de agosto de 1964, un aprendiz de científico de treinta años, Donald Currey, ascendía acompañado de tres hombres por un sendero que serpenteaba por las faldas de Wheeler Peak (4.011 m), la montaña más alta de Nevada. Uno de los hombres llevaba el uniforme oliváceo de los guardas del Servicio Forestal de Estados Unidos. Otro llevaba de las riendas una mula cargada con herramientas de leñador, mientras que el tercero portaba un equipo fotográfico para documentar el acontecimiento que Currey iba a protagonizar.


Aspirando durante varias horas el fresco aroma de los pinos piñoneros y las sabinas de Utah que impregnaba el aire puro de aquellas montañas aisladas de la civilización, los hombres llegaron jadeantes a la timberline, la línea imaginaria situada aproximadamente en la cota de los 3.200 metros, en la que los árboles se rinden al ataque de los vientos heladores y nada, salvo algunas plantas de un palmo de altura pegadas al suelo, lograba sobrevivir. Allí, en la inhóspita frontera entre el bosque de pinos y el páramo desolado, prosperaban contra toda lógica unos de los árboles más raros del mundo, los pinos aristados, cuyos retorcidos troncos llevaban casi cinco mil años contemplando las llanuras de Nevada.


El pino longevo (Pinus longaeva), también llamado pino aristado por las puntas que rematan las escamas de sus piñas, solo crece en algunas montañas del suroeste de Estados Unidos y siempre marcando el límite altitudinal de la vegetación arbórea. Los vientos dominantes, cargados de agujas de hielo en invierno y de granos de arena en verano, esculpen los troncos dándoles una forma nudosa, más horizontal que vertical, reflejo de su eterna batalla contra los elementos de la alta montaña. A barlovento, las partículas de hielo y arena arrastradas por el viento liman la corteza de los troncos y los pulen hasta el punto de que parecen petrificados en vida, como barnizados por las manos de un colosal ebanista.

La sequía y el frío limitan el crecimiento de los árboles que apenas superan los cinco metros de altura. Los árboles más robustos miden unos diez metros de alto y hasta seis de circunferencia, pero a menudo parecen leños secos y retorcidos cuyo único signo de vida son los penachos de hojas verdes que aparecen aislados, entre los cuales emergen las piñas púrpuras y aristadas.

Hace más de sesenta años, nadie soñaba con que ningún ser vivo pudiera vivir más de cuatro milenios y mucho menos que lo hiciera como un enano retorcido en las altas montañas de los desiertos americanos. Todo cambió en 1953, cuando Edmund Schulman, un dendrocronólogo (los científicos que datan las edades de los árboles) de la Universidad de Arizona, decidió explorar algunos árboles raros que crecían en las cumbres de las montañas White del centro de California.

Schulman buscaba árboles sensibles al clima, que eran algo así como unas estaciones meteorológicas naturales en cuyos leños se registran datos climáticos durante siglos. Los dendrocronólogos usan los anillos de los árboles como una forma de descubrir los misterios de los climas antiguos. Cada anillo de la sección de un tronco es una estación de crecimiento, un año.

Edmund Schulman al pie de un pino longevo en las montañas White (1954)


Contando los anillos se puede saber la edad del árbol. Si el anillo de un determinado año es grueso, el clima de ese año fue cálido y lluvioso; si el anillo es estrecho, significa que el árbol había “engordado” poco, señal de que el clima había sido frío y seco. Para contar y medir los anillos no es necesario cortar el árbol. Los expertos llevan consigo una barrena sueca, una especie de berbiquí con una aguja hueca del diámetro de una pajita, que permite extraer un delgado cilindro de madera, gracias al cual, usando una lente apropiada, se pueden examinar los anillos en la tranquilidad del laboratorio.

En 1953, Schulman trepó a más de 3.300 metros en las montañas White y extrajo una muestra del tronco del que se tenía por el pino más viejo del mundo. Los guardas le llamaban Patriarca. Los anillos sumaban 1.500 años. Varios de los vecinos del Patriarca también tenían un número similar de anillos. Durante las temporadas de campo de 1954 y 1955, Schulman volvió a sondar pinos aristados aún más viejos. «Por increíble que parezca, en 1956 sabía a ciencia cierta que allí había árboles de más de 4.000 años», escribió Schulman en 1956, un año crucial en su vida como investigador.

En el verano de 1957, Schulman había descubierto diecisiete pinos longevos que habían cumplido 4.000 años por lo menos. Nueve de estos crecían en una zona que denominaron Methuselah Walk (senda de Matusalén), en honor del árbol más antiguo conocido en el mundo, un pino de 4.676 años de antigüedad, al que llamaron Methuselah (Matusalén), un guiño a la figura más longeva de la Biblia. Mientras preparaba su definitiva expedición del verano de 1958, Schulman sufrió un ataque cardíaco que acabó con él a los 48 años.

En marzo de 1958, la revista National Geographic publicó el artículo que Schulman había escrito sobre su sorprendente descubrimiento. Aquellos pinos deformes, nudosos y retorcidos habían sido testigos mudos pero escrupulosos de varios milenios de sequías, inundaciones, y glaciares en retirada. Sus anillos ofrecieron a los científicos la oportunidad de reconstruir el clima local hasta fechas contemporáneas a la construcción de las pirámides egipcias.

Donald Currey, un estudiante de doctorado graduado en Geografía, esperaba explotar esta relación entre los árboles y la historia. Quería desarrollar una relación climática de la evolución glaciar del suroeste americano desde el año 2000 a.C. Su investigación se centró en las características geológicas de la cordillera Snake del este de Nevada, una cadena montañosa coronada por el imponente Wheeler Peak. Los pinos longevos de sus cumbres guardaban en sus anillos las claves temporales que Currey ansiaba analizar.

Bosquete de Pinus longaeva en las cumbres de Wheeler Creek. Al pie del considerado el árbol más viejo del mundo, Luis Monje, fotógrafo científico de la Universidad de Alcalá. Verano de 2011.

Cuando preparaba su trabajo, a Currey ni se le pasaba por la imaginación que pudiera encontrar ejemplares más viejos que los que había visto en el artículo de National Geographic. En el verano de 1964 tropezó con algo inesperado. Un grupo de árboles que crecía en una zona conocida como Wheeler Peak Scenic Area parecía contener árboles tan viejos como lo que había descrito Schulman. Entusiamado, comenzó a tomar muestras de los árboles utilizando su barrena sueca de veintiocho pulgadas. Día tras día, llevando su cuaderno y su barrena, trepó por el suelo rocoso que rodeaba a los pinos, recogiendo muestras que luego podría analizar con un microscopio.

El ejemplar anotado con el número WPN-114 era el más espectacular que encontró. Anotó los datos: «una copa muerta de 5,1 metros, un brote vivo de 3,3 metros de alto y una circunferencia de 6,4 metros a medio metro sobre el suelo». Anotó también que la corteza del árbol, que era necesaria para su supervivencia, estaba únicamente «presente en una sola franja de medio metro de ancho, orientada hacia el norte». Los vientos y la arena habían desgastado el resto. Pero el árbol estaba vivo y seguía produciendo penachos compactos de hojas como agujas.

Intentó perforarlo, pero la barrena se rompió. Lo intentó de nuevo y rompió la barrena de repuesto. Sin su equipo, no tenía nada que hacer. Ese viejo ejemplar estaba ante él, sus anillos guardaban los secretos de varios miles de años de cambio climático, y no tenía forma de estudiarlo, al menos con sus barrenas. Descendió hasta Baker y se dirigió al guarda del Servicio Forestal del distrito, al que explicó que quería cortar el WPN-114 para estudiar la sección transversal directamente. En ese momento, cortar árboles para la investigación dendrocronológica no era infrecuente; incluso Schulman había dejado escrito en National Geographic que había seccionado tres muestras, aunque ninguna de Matusalén. El guarda consultó con su supervisor al que comunicó que el árbol «era como muchos otros y no era del tipo que el público visitaría». El supervisor pensó que serviría mejor a la ciencia y a la educación y decidió que podía talarse.

A eso se disponían esa mañana del 6 de agosto. Cuando llegaron a WPN-114, varios hombres se turnaron para cortar el árbol. Transcurridas unas horas, no quedaba nada más que el enorme tocón que aparece en la fotografía. De vuelta al laboratorio, Currey puso las muestras preparadas en su microscopio y comenzó a contar los anillos. Hizo un descubrimiento sorprendente. En la sección de WPN-11 había 4.844 anillos, casi doscientos más que en el Matusalén. WPN-114 había sido cortado varios pies por encima de su base, por lo que no habían podido acceder a algunos de los primeros anillos. El árbol podría haber tenido fácilmente cinco mil años.

El treintañero Currey había derribado el árbol más antiguo que se haya descubierto jamás: un organismo que ya tenía casi 4.500 años cuando Colón llegó a La Española, estaba en plena madurez cuando César gobernó Roma, y comenzó su vida cuando los sumerios crearon el primer lenguaje escrito de la humanidad. Al año siguiente, Currey publicó su descubrimiento en la revista Ecology. El artículo de tres páginas, escrito con un desapasionado lenguaje científico, reconocía que WPN-114 era el árbol más antiguo registrado, pero, poniéndose la venda antes que la herida, pronosticó que futuras investigaciones encontrarían especímenes mucho más antiguos.

Este tocón en la cima de Wheeler Peak es todo lo que queda de Prometeo.


Sin embargo, lo único que el futuro realmente produjo fue una crítica cada vez más enconada sobre por qué se permitió que se talara el WPN-114. El guarda forestal que había afirmado que el árbol no tenía ningún interés se había equivocado. Los conservacionistas sabían de él y, de hecho, era conocido como Prometeo. Los conservacionistas afirmaron que el Servicio Forestal había actuado imprudentemente al consentir la tala. 

La leyenda de que un miembro del equipo de Currey había muerto cuando cargaba una rodaja de Prometeo por Wheeler Peak corrió como la pólvora sugiriendo que el árbol había cobrado su vida para remediar la injusticia. Varios dendrocronólogos atacaron a Currey, al que consideraban como un estudiante ignorante que no sabía cómo manejar una barrena y no tenía ninguna razón científica para trabajar con en ese árbol en particular.

El debate nunca cesó. Treinta y dos años después del suceso, en 1996, el guarda que autorizó el corte redactó un memorándum para rebatir los rumores y el propio Currey estuvo concediendo entrevistas exculpatorias hasta su muerte en 2004. Los únicos hechos en los que parecía haber acuerdo era que a WPN-114 lo habían matado intencionadamente. Cada año que pasó desde entonces sin el hallazgo de un pino más viejo hizo crecer la leyenda de Prometeo y con ello el debate sobre su tala. Nunca se repitió la tala de un solo pino longevo. Currey incluso se convirtió en uno de los principales defensores de protección de la región que contenía los pinos. Estos esfuerzos ayudaron a crear en 1986 Great Basin National Park, que incluye la totalidad de Wheeler Peak.

Hoy todos los pinos longevos de los escasos lugares en los que viven desde California a Nevada, estén vivos o muertos, gozan de protección federal. Gracias a estas medidas, los viejos pinos pueden continuar luchando su eterna batalla contra los elementos grabando silenciosamente el mundo que los rodea a medida que envejecen.

De Prometeo, que sigue siendo el árbol más antiguo jamás descubierto, todo lo que queda es un tocón sin marcar y una nota al pie de la historia. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

domingo, 17 de octubre de 2021

Una nueva planta carnívora



Triantha occidentalis

En las plantas, la carnivoría es una maravilla evolutiva que ha fascinado a los naturalistas y a la gente en general. Las plantas carnívoras aparecen por primera vez en la literatura botánica en el año de 1554 en un tratado sobre vegetación escrito por Rembert Dodoens. La referencia se limita a la ilustración de una especie de Drosera que fue erróneamente clasificada como un musgo. Debieron pasar más de 300 años para que los naturalistas entendieran el significado ecológico de la carnivoría.

Darwin (Insectivorous Plants. John Murray, Londres, 1875) demostró que la captura de presas incrementaba el crecimiento y la producción de semillas. Desde entonces, las plantas carnívoras han fascinado a los naturalistas interesados en las interacciones bióticas. Gran parte de ese interés reside en que las plantas carnívoras han invertido los papeles tradicionales que juegan plantas y animales, es decir, las plantas se han convertido en cazadores y los animales en presas. En este proceso las plantas carnívoras han desarrollado la capacidad de capturar presas, en su mayoría insectos, y de aprovecharlas como fuente de elementos esenciales.

El pasado mes de agosto, una nueva planta se incorporó al selecto y reducido catálogo de las plantas que completan su dieta con el nitrógeno obtenido de los insectos: el falso asfódelo occidental (Triantha occidentalis), una hermosa monocotiledónea nativa de los humedales pobres en nutrientes del oeste de América del Norte.

T. occidentalis puede parecer una extraña planta carnívora. A primera vista, no tiene muchas adaptaciones carnívoras; no hay hojas transformadas en jarras como ocurre en las nepentes y en las sarracenias, ni hojas pegajosas como en Drosophyllum, ni mecanismos de resorte como en la venus atrapamoscas, ni tampoco vejigas succionadoras como en las utricularias acuáticas y en algunas hepáticas. Sin embargo, si se la observa atentamente durante su temporada de floración, puede verse que muchos insectos pequeños aparecen pegados a su tallo.

Glándulas pegajosas e insectos atrapados justo debajo de las flores de Triantha occidentalis. Foto de Michael Kauffmann (www.backcountrypress.com).


De hecho, la capacidad para atrapar insectos se conoce desde hace bastante tiempo. Incluso las antiguas colecciones de herbario de la planta están repletas de restos de insectos adheridos al tallo. Si se pone una pequeña lupa sobre el tallo florido puede verse que está cubierto de pelos pegajosos (tricomas) que se parecen mucho a las pequeñísimas pilosidades que cubren las hojas de carnívoras más conocidas como las droseras.

A través de una serie de experimentos que utilizaron isótopos de nitrógeno, los investigadores que han publicado el hallazgo han revelado que T. occidentalis obtiene nutrientes nitrogenados de los insectos que atrapa. En un caso claro de holocarnivoría, la planta también secreta la enzima digestiva fosfatasa que ayuda a descomponer los insectos atrapados.

El 64% del nitrógeno encontrado dentro de la planta se obtiene a través de la digestión de los insectos, una concentración similar a la que se encuentra en otras plantas carnívoras conocidas. Curiosamente, parece que el nitrógeno de los insectos que obtiene la planta se almacena primero en el tallo florido y en los frutos, pero luego se transporta a las raíces y al rizoma subterráneo para ser utilizado en la siguiente temporada de crecimiento.

El hecho más notable de este descubrimiento es el lugar de la planta donde tiene lugar la captura. La gran mayoría de las plantas carnívoras mantienen sus órganos de alimentación alejados de sus flores. La hipótesis principal sobre esa posición sugiere que separar la alimentación y la reproducción en el espacio (y a veces en el tiempo) ayuda a las plantas carnívoras a evitar atrapar y digerir a sus polinizadores. Sin embargo, T. occidentalis hace lo contrario: produce todos sus pelos pegajosos muy cerca de sus flores.

Los visitantes florales grandes, como las mariposas, parecen ser los principales polinizadores y son demasiado grandes para quedar atrapadas, mientras que los insectos más pequeños como los mosquitos sí son capturados por los pelos pegajosos. Foto de Michael Kauffmann (www.backcountrypress.com).

La clave de esta aparente contradicción morfológica puede estar en la viscosidad de esos pelos. Se ha observado que la gran mayoría de los insectos atrapados en los tallos florales de T. occidentalis son en su mayoría mosquitos y otros pequeños insectos que no son polinizadores de la planta. Es posible que las abejas y mariposas más grandes que podrían actuar como verdaderos polinizadores sean simplemente demasiado grandes y fuertes para quedar atrapadas. © Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

sábado, 16 de octubre de 2021

Los pimientos sirvieron para ganar el Premio Nobel

Los dos ganadores ex aequo del premio Nobel de Fisiología o Medicina 2021. Dominio público.
En el siglo XVII, el filósofo René Descartes imaginó unos hilos que conectaban diferentes partes de la piel con el cerebro. Gracias a ellos, pensaba, un pie que tocaba una hoguera enviaba una señal mecánica al cerebro (Figura 1).

Gracias entre otros a las investigaciones de Ramón y Cajal (Premio Nobel de 1906 por su descubrimiento de las neuronas), casi tres siglos después de Descartes dos neurólogos descubrieron la existencia de neuronas sensoriales especializadas que registran cambios en nuestro entorno. Joseph Erlanger y Herbert Gasser recibieron el Premio Nobel en 1944 por su descubrimiento de diferentes tipos de fibras nerviosas sensoriales que reaccionan a distintos estímulos, por ejemplo, en las respuestas al tacto.

Desde entonces, se ha demostrado que las células nerviosas están altamente especializadas para detectar y transducir diferentes tipos de estímulos, lo que permite una percepción matizada de nuestro entorno; por ejemplo, nuestra capacidad para sentir diferencias en la textura de las superficies a través de las yemas de los dedos, o nuestra capacidad para discernir tanto el calor agradable como el doloroso.

Figura 1. En esa publicación. que incluye el dibujo adjunto, el filósofo René Descartes imaginó cómo el calor envía señales mecánicas al cerebro.

Antes de los descubrimientos de David Julius y Ardem Patapoutian, nuestra comprensión de cómo el sistema nervioso percibe e interpreta el entorno contenía una pregunta fundamental sin resolver: ¿cómo se convierten la temperatura y los estímulos mecánicos en impulsos eléctricos en el sistema nervioso?

Trabajando independientemente, dos investigadores, David Julius y Ardem Patapoutian, descubrieron los receptores que nos permiten sentir los cambios de temperatura (Julius) y de presión (Patapoutian), lo que les ha valido para recibir ex aequo el premio Nobel de Fisiología (Medicina) de 2021.

Los neurorreceptores

Asociados a la piel, distribuidos a diferentes profundidades y en localizaciones estratégicas, disponemos de unos cinco millones de estructuras especializadas denominadas neurorreceptores. Se trata de terminaciones de neuronas sensitivas que constituyen nuestro sistema somatosensorial, responsable de muchas sensaciones diferentes, incluida la temperatura, el tacto, la posición y el movimiento del cuerpo, el dolor y el picor. En ese sistema complejo, los neurorreceptores son las proteínas encargadas de enviar y detectar neurotransmisores, sustancias químicas que permiten la comunicación entre neuronas.

Podríamos decir que en los efectos combinados de nuestro sistema somatosensorial radica la conexión con el mundo que nos rodea. Los descubrimientos hechos por Julius y Patapoutian han servido para resolver algunas cuestiones relacionadas con los mecanismos que hacen que determinados estímulos se convierten en señales nerviosas a nivel molecular.

Mientras que las investigaciones de Ardem Patapoutian en el instituto de investigación Scripps de California han logrado identificar los genes Piezo1 y Piezo2 responsables de codificar las proteínas del mismo nombre que responden a la presión y son fundamentales para nuestro sentido del tacto, trabajando con algo tan prosaico como los pimientos Julius y sus colaboradores han logrado descubrir los mecanismos fisiológicos de nuestro sentido térmico.

Un poco de picante

La sensación que llamamos “picante” es la respuesta de nuestro sistema nervioso a la presencia de una molécula, la capsaicina, que almacenan los pimientos (Capsicum anuum) y particularmente sus variedades más picantes conocidas como “chiles picosos” en México y “guindillas” en España, para que los mamíferos evitemos comerlos, pero que no afecta a otros animales, sobre todo a las aves, que, completamente insensibles a la ardiente molécula, son las encargadas en la naturaleza de esparcir las semillas de los pimientos

Figura 2. Las proteínas de canal iónico TRPV1 y TRPM8 son termorreceptores que funcionan como compuertas que permanecen cerradas o abiertas en función de la temperatura. La capsaicina fue utilizada como inductora del mecanismo de apertura y cierre. Elaboración propia.


La capsaicina interactúa químicamente con una proteína llamada TRPV1 que reside en la membrana de ciertas neuronas, cuya consecuencia es que, cuando la proteína detecta capsaicina, la neurona se excita y envía una señal al cerebro, donde genera una sensación de dolor. En la boca, las moléculas de la familia TPRV son termorreceptores y nociceptores del dolor por abrasión. Los diferentes receptores (TPRV-1, 2, etcétera) se activan en distintos rangos de temperatura.

De ahí procede la sensación de ardor que sentimos al morder variedades de pimientos ricos en capsaicina y otras moléculas afines que almacenan las plantas más picantes del mundo: el cerebro cree que la boca arde. Y como esta sensación es independiente del sistema sensorial que regula el sabor, la sensación se combina de múltiples formas con los sabores clásicos (ácido, amargo, dulce, etcétera) dando gran variedad de sabores picantes.

Y es que en nuestra boca hay miles de receptores para el dolor y otras sensaciones. De ellos unos 10 000 son receptores gustativos. Como esos receptores están situados unos junto a otros en la lengua, a veces mezclamos sensaciones. Por ejemplo, cuando describimos el sabor de una guindilla diciendo que nos «quema» la lengua, estamos diciendo la verdad: en nuestro cerebro la capsaicina inerva las mismas neuronas que se activan cuando tocas un cuerpo a 335 grados. Básicamente, nuestro cerebro nos dice que tenemos la lengua metida en una estufa.

Pese a ello, seguimos tomando picante porque su ingesta nos hace felices. Cuando ingerimos capsaicina, la hipófisis segrega endorfinas en el torrente sanguíneo. Las endorfinas son las mismas hormonas estrechamente emparentadas con los opiáceos que se liberan cuando comemos o mantenemos relaciones sexuales, proporcionándonos una sensación de placer. Sin embargo, como ocurre con cualquier tipo de calor, rápidamente este puede hacerse primero incómodo y luego insoportable.

El conocimiento de estos mecanismos fisiológicos, neurológicos y bioquímicos que hoy constituyen lecciones elementales en las facultades de Medicina y Biología, se debe a las investigaciones del doctor David Julius y su equipo en la Universidad de California. Comenzaron a trabajar en los termorreceptores en la década de 1990, centrándose en la capsaicina. Aunque ya sabía que esta molécula activaba las células nerviosas que causaban sensaciones de dolor, intentaban descubrir qué sensores en las terminaciones nerviosas realmente responden al calor de este compuesto.

Utilizando ARN de neuronas humanas cultivadas en laboratorio, crearon una biblioteca de millones de cadenas de ADN que correspondían a genes en las neuronas sensoriales que reaccionan al dolor, al calor y al tacto (Figura 2). La investigación culminó cuando finalmente identificaron un solo gen que era responsable de hacer que las neuronas fueran sensibles a la capsaicina. El gen codifica la construcción de una proteína, la TRPV1 (Receptor de potencial transitorio V1), que funciona como una compuerta que abre y cierra el paso de iones, haciendo que percibamos el calor de la capsaicina como doloroso.

Este fue el primero de muchos más termorreceptores que Julius y su equipo han descubierto. El descubrimiento de la proteína TRPV1 fue un gran avance que permitió profundizar en la investigación sobre cómo la temperatura induce señales eléctricas en el sistema nervioso. Esa línea hizo que, utilizando mentol (el alcohol extraído de varias especies de Mentha), identificaran más tarde el TRPM8, un receptor que se activa con el frío que notamos al saborear un caramelo de menta.

La importancia de estos sensores

Los mamíferos somos los únicos animales que tenemos la capacidad de generar y mantener la temperatura corporal interna. Si nuestra temperatura sanguínea cae por debajo de 27 ºC, nuestro estado es crítico. Por eso es esencial para la supervivencia poder detectar los cambios de temperatura en nuestro entorno con objeto de mantener la temperatura corporal adecuada. Nos dicen que debemos abrigarnos si hace frío o no tocar la puerta caliente del horno caliente para no quemarnos.

El descubrimiento de los termorreceptores en nuestro sistema nervioso significa que ahora sabemos cómo se detectan los cambios en la temperatura de nuestro entorno. Descubrir los receptores que detectan el calor (TRPV1) y el frío (TRPM8) significa que se puede ahondar en la investigación sobre medicamentos destinados tratar la inflamación, la picazón, el dolor y la alodinia por frío.

sábado, 2 de octubre de 2021

Breve historia de la cascarilla

 

Flores femeninas de la cascarilla Croton eluteria

La medicina y la farmacología avanzan como tantas otras ciencias: ensayando. La búsqueda de medicinas nuevas y mejores es un eterno ensayo en el que se afanan farmacólogos y químicos orgánicos, infatigables cazadores de moléculas con potencial terapéutico. Las epidemias pueden acelerarla, provocando un renovado interés en los remedios antiguos y ampliando los límites de la experimentación con fármacos nuevos y prometedores.

La pandemia de COVID-19 ha despertado el interés público por una variedad tal de terapias inútiles que ha obligado a la Organización Mundial de la Salud a dedicar un portal completo a desacreditar la información errónea sobre las supuestas causas y curas del COVID-19.

A veces, circunstancias como la de la actual pandemia obligan a buscar soluciones vengan de donde vengan. Por citar un solo ejemplo, hace más de un año escribí sobre la brusca aparición en el mercado de un viejo medicamento antipalúdico, la hidroxicloroquina, que durante unas cuantas semanas aparecía convertido en una especie de solución definitiva para acabar con el COVID-19. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, porque era inexplicable por qué las cloroquinas (o cualquier otro medicamento antipalúdico) podían ser eficaces contra un virus.

Lo que estaba claro es que la COVID-19 había provocado un resurgimiento del interés público por fármacos ya conocidos, como la hidroxicloroquina. En este caso, ese derivado de la quinina quedó rápidamente desacreditado como remedio frente a la pandemia. Pero el caso de la quinina ha traído a mi memoria un episodio histórico poco conocido en el que la casualidad hizo que dos plantas muy diferentes acabaran por ayudar a combatir una terrible epidemia que azotó Holanda.

Hace unos trecientos años se desató una fiebre no identificada en varias ciudades de Holanda. Entre 1727 y 1728, Herman Boerhaave, el médico holandés más famoso de su época, afirmó en una carta haber tratado y curado a más de mil pacientes en Leiden que padecían una “fiebre atípica” (febris anomala). Desde la perspectiva del siglo XXI, es sorprendente que apenas se puedan encontrar testimonios de la epidemia más allá de las cartas de Boerhaave. A pesar de ello, la mortalidad se disparó durante el siglo XVIII y alcanzó su punto máximo en ciudades como Leiden y Amsterdam precisamente en los años 1727-28.

Cabe suponer que surgiera una necesidad urgente de remedios fiables contra esa enfermedad desconocida. Los envíos de corteza de quina aumentaron en Ámsterdam desde octubre de 1727 en adelante, cuando el número de muertes también comenzó a aumentar. Sorprendentemente para una sustancia medicinal exótica, los comerciantes pudieron responder al brote tan rápidamente como lo han hecho ahora los investigadores en vacunas, y los registros aduaneros reflejan las importaciones masivas de corteza de quina que se vendía inmediatamente en subastas públicas.

Pero ¿fue la corteza de quina el remedio utilizado? En el momento de la epidemia, los médicos tenían casi un siglo de experiencia en el uso de la corteza de quina peruana, introducida en Europa por los jesuitas alrededor de 1640 con el nombre de cinchona, en alusión a la primera paciente europea tratada con ese remedio de los indígenas peruanos: doña Francisca Enríquez, condesa de Chinchón, esposa del virrey español en Perú.

Flores masculina de Croton eluteria

En los días de Boerhaave, la cinchona había comenzado a denominarse simplemente “corteza”, y era de uso común contra todo tipo de afecciones febriles. Entre ellas, las más notables fueron las fiebres malignas “terciana” y “cuartana”, es decir, con episodios de fiebre que ocurren cada tres o cuatro días, una más que probable muestra de la malaria endémica que, desde tiempos históricos, estaba presente en muchas áreas pantanosas de Europa.

Pero el relato de Boerhaave de una " febris anomala " no sugiere que esa extraña enfermedad fuera una fiebre terciana o cuartana que debía de resultar bastante familiar a él y a otros médicos, y los registros comerciales muestran que apenas se usó cinchona entre 1727 y 1728. En otras palabras, los apuntes comerciales y los médicos ofrecen diferentes perspectivas sobre una epidemia que no era de malaria.

La diferencia se puede explicar acudiendo a la botánica. A pesar de la omnipresencia de la cinchona en las prácticas terapéuticas en esos tiempos, existía una amplia gama de alternativas para tratar la fiebre. Una sustancia exótica relativamente nueva era la corteza de cascarilla, cuyo reconocimiento como remedio febrífugo nació de la confusión con la “verdadera” quina. La flauta sonó por casualidad.

El nombre cascarilla, es decir "corteza pequeña", se consideraba por entonces sinónimo de cinchona y todavía se usaría como tal mucho después de que la cascarilla fuera reconocida como una corteza diferente producida por una planta que nada tenía que ver con el árbol de la quinina (Cinchona officinalis). Una vez más, el uso de los nombres populares resultaba desconcertante. Por ejemplo el reputado boticario y botánico español Hipólito Ruiz (1754-1816) publicó en 1792 su afamada Quinologia, o tratado del árbol de la quina o cascarilla

El conocimiento de que la cascarilla era una sustancia diferente de la cinchona circulaba en los círculos académicos europeos desde las últimas décadas del siglo XVII. Apareció pronto en importantes manuales farmacéuticos, como la Histoire générale des drogues de Pierre Pomet (1694, en donde aparece como “Kinkina Femelle”) y en el Traité universel des drogues simples de Nicolas Lémery de 1714 (donde aparece como "Eleaterium").

Aunque la cascarilla se consideraba por entonces como otra corteza febrífuga peruana, el nombre “Eleaterium” usado por Lémery parecía sugerir un origen diferente. El nombre probablemente deriva de la isla de Eleuthera en las Bahamas. Por trivial que este cambio geográfico les pareciera a los europeos en ese momento, significó una transición importante en el conocimiento: la cascarilla comenzó a distinguirse de la cinchona.

Cinchona pubescens, otro de los árboles de los que se obtiene la quinina. En Venezuela es conocida como cascarilla.

En el momento de la epidemia de 1727-28, nadie en Europa estaba seguro de las diferencias entre la cinchona y la cascarilla. Ningún europeo había visto ninguna de las plantas al natural. Los boticarios, en su mayoría interesados en estas sustancias por su valor medicinal, generalmente manipulaban y mezclaban las muestras secas y más o menos trituradas. Presentadas así, la cinchona y la cascarilla parecían muy similares y, especialmente después de un largo viaje transatlántico, se requería el ojo de un experto para distinguirlas entre sí.

En octubre de 1727, justo al comienzo de la epidemia, el naturalista alemán Albertus Seba, autor de un célebre tratado de “curiosidades naturales” y un ávido coleccionista de animales y plantas que regentaba una botica cerca del puerto de Amsterdam, adquirió cinchona y cascarilla en una subasta portuaria. Etiquetó la cascarilla como "sacorille" (una transcripción al holandés del nombre francés "chaquerille"); el que Seba la incorporara a su colección de curiosidades naturales indica su rareza como producto médico en ese momento.

Durante la década de 1720 Seba mantuvo correspondencia con el médico de Ámsterdam Willem van Ranouw en la que intercambiaban información sobre las propiedades de la quina y sustancias similares. Es posible que los intereses de ambos despertaran su atención sobre las alternativas a la cinchona cuando estalló la epidemia y aumentó la demanda de corteza de quina.

Sea como fuese se importaron cada vez más cascarillas a Ámsterdam en los meses siguientes, y la sustancia se convirtió en un ingrediente medicinal común en los manuales comerciales y farmacéuticos de los siglos XVIII y XIX. Su origen en las Bahamas se conocería algunos años después de la epidemia.

Por una feliz coincidencia, la publicación de la primera descripción botánica de la cascarilla por Mark Catesby en 1743 ocurrió poco después de la primera descripción de la quina por La Condamine en 1740. Lo que las muestras de corteza no pudieron conseguir, la botánica lo logró: los dibujos de ambas plantas mostraron claramente sus diferencias.

Las primeras láminas de Croton eluteria (izquierda) y de Cynchona officinalis (derecha) permitieron descubrir que eran plantas muy diferentes.


El árbol de la quina era Cinchona officinalis, utilizada para la producción de quinina, un vocablo derivado de quina-quina (medicina de medicinas) que los indígenas peruanos le daban a la corteza usada para amortiguar las llamadas “tembladeras”. La corteza de quinina contiene diversos alcaloides, cuatro de los cuales son reputados antipalúdicos, que, si bien no acaban con la enfermedad, palían sus efectos febriles.

Para entendernos, en la clasificación botánica la cascarilla tiene tanto que ver con la cinchona como un perro con un elefante en la clasificación zoológica. La cascarilla es una especie del género Croton, nombre que procede del griego kroton, que significa garrapata, debido a que sus semillas se parecen a ese ácaro. Las poblaciones nativas del árbol de la cascarilla, carcanapire, corteza eluteriana, chacarilla o quina aromática (Croton eluteria) están registradas exclusivamente en las islas caribeñas (Bahamas, Cuba, República Dominicana, Haití).

Cualquiera que lo vea alguna vez, jamás lo confundiría con el árbol de la quina. En muestras de botica es otra cosa. Es un pequeño árbol que apenas alcanza los siete metros de altura cuyo tronco está cubierto por una corteza quebradiza con aroma semejante al almizcle, que, elaborada como un tónico amargo, posee características similares a la quina, aunque en dosis elevadas produce dolor de cabeza, náuseas e insomnio. La corteza era parte de la medicina tradicional caribeña como tónica, estimulante y febrífuga. Su potente sabor amargo hace que se utilizara para dar sabor a los licores Campari y a algunos buenos vermús.

La epidemia de 1727-28 provocó un aumento en el comercio de cinchona y cascarilla. La cinchona aumentó su relevancia como producto médico, mientras que la cascarilla experimentó su primera ola intercultural y posteriormente fue adoptada en la práctica común de los médicos europeos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

domingo, 12 de septiembre de 2021

Factura eléctrica: pan a precio de caviar o la tormenta perfecta

 Si consulta este enlace, comprobará que a 31 de enero de este año el precio del megavatio/hora (MWh) en el mercado mayorista eléctrico o “pool eléctrico” era de 1,4 €. Cuando escribo este artículo, 12 de septiembre, se ha multiplicado casi once veces hasta superar los 150 € (Figura 1).

Figura 1. Evolución interanual 2020-2021 del precio de la electricidad en el mercado mayorista. Fuente


Sin embargo, cuando este mes reciba mi factura doméstica ya sé lo que me voy a encontrar: a pesar de la enorme subida experimentada este verano, seguiré pagando más o menos igual que el mismo mes del año pasado o quizás un poco menos por la bajada del IVA aprobada por el Gobierno. Trataré de explicar por qué mi caso no es único, para que, en el caso de que no le ocurra lo mismo, pueda descartar que las eléctricas hayan aprovechado las vacaciones para inflarle la factura.

Lo primero que hay que tener en cuenta es que los consumidores podemos elegir libremente comprar electricidad a través de dos tipos de mercado: regulado y libre. En el primero, la tarifa está regulada por el precio voluntario para el pequeño consumidor, PVPC. Eligiendo esta opción, el precio de la electricidad cambia de hora en hora y de día a día según la oferta y la demanda entre quienes producen la energía y quienes la venden al consumidor. Estos precios están sujetos a las oscilaciones del mercado mayorista gestionado por el operador independiente OMIE

Por el contrario, en el mercado libre la tarifa la establece la empresa comercializadora, que lo publicita y lo pone en el contrato tal y como ocurre con otros servicios como las tarifas telefónicas. El consumidor adherido al mercado libre sabe con certeza cuánto va a pagar por cada kWh consumido. Si quiere reducir la factura, deberá reducir el consumo. Las ventajas y desventajas de cada uno de los mercados pueden verse aquí, pero es importante recordar que solo los usuarios adheridos voluntariamente al mercado regulado se verán afectados, unas veces a favor y otras en contra de sus intereses, por la volatilidad de los precios del mercado mayorista, que cambian cada hora.

Figura 2. Evolución de los precios medios del suministro eléctrico entre 2015 y 2019. El precio medio PVPC siempre ha sido más barato. Fuente


¿Qué tarifa de la luz es más barata? Según el último informe de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), en los hogares con tarifa regulada el precio medio final en 2019 fue de 224 €/MWh de media. Con idéntico consumo, el precio medio final ascendía hasta los 271 € en el caso del mercado libre. Es decir, un 17% más (Figura 2). Lo mismo ocurrió en 2018. Pese a que el precio medio del mercado PVPC fue más elevado que en 2019 (240 € de media), continuó siendo un 10% más barato que el mercado libre, que registró una media de 266 €/MWh.

Las tarifas dependientes del PVPC están sometidas a las fluctuaciones volátiles del mercado mayorista. Esas fluctuaciones se explican perfectamente si recordamos el temporal Filomena de las navidades de 2021 (Figura 3). Debido a las bajas temperaturas que hubo en España durante ese temporal, la demanda de energía eléctrica se disparó. Las comercializadoras se vieron forzadas a demandar más energía al precio máximo que el sistema permite (algo a lo que me referiré más abajo), para asegurarse de que podrían abastecer a sus clientes.

Al mismo tiempo, los recursos solares y eólicos fueron casi nulos. Esto obligó a recurrir a las centrales térmicas para abastecer tanto la falta de producción de energía eléctrica a partir de esas renovables, como para cubrir el incremento de demanda de energía eléctrica. Eso provocó que el día 9 de enero de 2021 a las 21:00h se alcanzara el precio máximo jamás registrado en España hasta entonces: 121,4 €/MWh.

A finales de enero, la situación había cambiado completamente: la disponibilidad de fuertes vientos, que produjeron mucha electricidad a partir de energía eólica, y unas temperaturas más cálidas que redujeron la demanda de energía eléctrica para calefacción, produjeron el desplome de los precios: 0,16 €/MWh el día 31 de enero entre las 04:00h y 09:00h. Obviamente, las tarifas sometidas al PVPC fueron mucho más altas en la primera quincena de enero que en la segunda. Para los hogares ligados al mercado libre, con tarifas fijas ligadas a su propio consumo, la situación no cambió.

Figura 3. Precio de la electricidad en enero 2021 en España. Elaboración propia con datos de OMIE.

Pasemos ahora a los precios. Como en tantos otros sectores, el precio de la electricidad se fija a través de la oferta y la demanda. El operador independiente del mercado eléctrico mayorista, OMIE, se encarga de recibir las ofertas de compra y venta de energía que hacen los generadores eléctricos como Iberdrola o ENDESA. Los generadores especifican la cantidad de energía que tienen disponible, así como el precio al que están dispuestos a venderla.

Las ofertas de venta se ordenan de menor a mayor precio (curva creciente), formándose de este modo la curva de venta. Por su parte, los consumidores mayoristas especifican la cantidad de electricidad que necesitan y el precio al que están dispuestos a pagarla. Las ofertas de compra se ordenan de mayor a menor precio (curva decreciente), formándose la curva de compra. El precio mínimo de venta es 0 €/MWh. Por otro lado, los consumidores mayoristas especifican la cantidad de electricidad que necesitan y el precio al que están dispuestos a pagarla. Las ofertas de compra se ordenan de mayor a menor precio (curva de compra decreciente). 

Tal y como se muestra en la Figura 4, cuando las curvas de compra y venta de energía eléctrica se representan sobre el mismo sistema de coordenadas, se cruzan en algún punto. Este punto de cruce se denomina precio de casación de la energía eléctrica. En el gráfico, tanto los generadores como los consumidores mayoristas que quedan a la derecha del precio de casación (precio final en la figura) se quedarán sin vender/comprar electricidad para esa hora específica. Aquí se puede consultar el precio de casación para cualquier día y hora.

Figura 4. Gráfica que muestra las curvas de oferta y demanda agregadas. En verde la oferta, el precio al que proponen vender la electricidad en la subasta los productores. Observe que hasta los 20.000 MWh el precio de la electricidad es 0 €. Eso ocurre porque no todas las energías cuestan lo mismo. Algunas fuentes de energía, como la eólica o la solar, se ofertan en el mercado a precio cero. Pero otras, como el gas natural tienen un coste mayor por los costes de producción y los llamados “bonos de carbono”, que las empresas canjean para adquirir derecho a emitir dióxido de carbono. Estas energías se ofertarán a un precio mayor. Fuente

En el mercado mayorista primero se compra todo el stock de la energía más barata disponible en el “mix”. De ahí se pasa a comprar las más caras hasta llegar a cubrir toda la demanda prevista. Eso significa que las primeras fuentes de energía en acceder al mercado son las renovables y la energía nuclear (que externaliza la mayoría de sus costes ambientales).¿Cómo funciona el sistema de tarifas? El precio de la electricidad es “marginalista”. Varía en función de la tecnología abastecedora cada hora en cada día del año, y se establece a través de un mercado mayorista que cada hora marca el precio con un sistema de márgenes basado en un concepto fundamental: el llamado “mix energético”.

Si hace falta más electricidad para satisfacer toda la demanda, entran en funcionamiento centrales con costes y emisiones contaminantes mucho mayores como las de gas o ciclo combinado. Al final, todas ellas recibirán por la electricidad vendida al mercado mayorista el mismo precio: el de la última tecnología en entrar, es decir, la más cara. Por lo tanto, cuantas menos energías renovables entren en el mercado, mayor será el precio mayorista de la electricidad ya que aumentará la probabilidad de que haga falta utilizar las centrales más caras para cubrir las necesidades de electricidad en cada momento. En resumidas cuentas: se consume desde pan a caviar, pero todo a precio de caviar.

Prácticamente todos los años en los meses de enero, junio y julio ocurren dos cosas: un aumento de la demanda de electricidad a causa del repunte del frío o del calor (calefacción y aire acondicionado, respectivamente). Normalmente, en verano, como está ocurriendo ahora, también hay menos viento y, dado nuestro ciclo hidrológico, menos disponibilidad de agua en las centrales hidroeléctricas. Estos dos factores hacen que se haga necesario comprar más energía de fuentes caras para poder cubrir la demanda.

Las causas de las subidas del actual precio récord de la luz son dos. Por un lado, uno de los combustibles fósiles con el que se produce energía, el gas natural, está alcanzando un coste muy elevado y se espera que siga aumentando. Por otro lado, el precio que se paga por contaminar en Europa es cada vez más alto. La quema de gas natural emite dióxido de carbono (CO2) y tiene que pagar el canon de emisión impuesto (derechos de emisión) por la UE en plena lucha por la descarbonización.

Las empresas eléctricas adquieren derechos de emisión para costear las emisiones contaminantes por CO2 de sus centrales, ya sean de gas o de carbón. Estos costes se trasladan al precio de la electricidad que venden en el mercado mayorista. Los derechos de emisión de CO2 no dejan de subir porque cotizan como futuros. Un futuro es un contrato financiero en el que dos partes acuerdan intercambiar un activo pasado un tiempo a un precio pactado en el presente. En el caso de los derechos de emisión de CO2, el activo es en sí mismo el derecho a producir determinadas emisiones.

La UE creó el mercado de bonos de carbono en 2005. Desde entonces, su precio ha ido incrementando (vea aquí su cotización en el tiempo). En diciembre de 2020 el bono de emisión superó los 35 € por tonelada de CO2 por primera vez. Antes de la pandemia de la COVID-19 rondaba los 20 €. En estos días roza prácticamente los 60 €.

El mercado de futuros es especulativo y ahora que la UE apuesta firmemente por la plena descarbonización en 2050, hay una expectativa de que los precios de los derechos van a subir y, por eso, hay mucha demanda. Los derechos están limitados, son los que son, y por tanto son más caros.

En definitiva, gas y bonos más caros: la tormenta perfecta. 

sábado, 11 de septiembre de 2021

Flores hermosas y malolientes


Vivir en los grandes desiertos del sur de África, el Namib y el Kalahari, no es nada fácil. Los inviernos son más fríos que en los desiertos saharianos, las heladas son frecuentes durante la estación de lluvias, entre junio y agosto, y la estación seca supera los ocho meses con precipitaciones que a veces no se producen durante años.

Las estrategias que han desarrollado las plantas para sobrevivir en esas condiciones son muchas y no en vano algunas de las plantas más extraordinarias del mundo viven alrededor de la región de El Cabo y en la costa occidental desértica de Namibia. Hoy voy a ocuparme de unas curiosísimas plantas de la familia Asclepiadáceas que han desarrollado sendas estrategias para realizar los dos grandes procesos que afectan a los seres vivos: crecer y reproducirse.

Para sobrevivir y crecer en un ambiente donde el agua falta, las asclepiadáceas surafricanas han desarrollado la misma estrategia vital que otras plantas de zonas áridas: la suculencia. En las plantas suculentas (del latín suculentus = muy jugoso) o crasas (del latín crasus = grueso) algún órgano o tejido está modificado para permitir el almacenamiento de agua en grandes cantidades. Esta adaptación les permite mantener reservas de agua durante períodos prolongados y sobrevivir en entornos áridos y secos inhabitables para otras plantas.

Las partes suculentas, en su mayoría formadas por tejido parenquimático, son un tipo de reservas que las independiza de un período de estrés predecible. El ejemplo más típico de suculencia es el de los tallos de los cactus del Nuevo Mundo o de las euforbiáceas de África, que poseen la misma adaptación en sus tallos y son tan parecidas a algunos cactus que comúnmente se las confunde con ellos. Otro tanto ocurre con algunas asclepiadáceas de los géneros Huernia, Orbea, Piaranthus o Stapelia que he incluido en las siguiente composición de fotografías procedentes de la colección del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

Flores de cuatro asclepiadáceas malolientes de la colección del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. A: Stapelia hirsuta. B: Huernia schneideriana. C: Orbea variegata. D: Piaranthus geminatus. Fotos de Beatriz Díaz.


Cuando llueve, estas plantas toman rápidamente grandes cantidades de agua a través de sus raíces. El grueso parénquima que rellena el interior de sus tallos cilíndricos, poligonales y angulosos puede almacenar mucha agua. La carencia de hojas, otra de las características más llamativas de la mayoría de las suculentas, guarda una estrecha relación con el hecho de que la proporción entre superficie y volumen es un factor clave en la retención de agua. En cualquier órgano o cuerpo la pérdida de agua es proporcional a la superficie, mientras que la cantidad de agua almacenada es proporcional al volumen. Estructuras como las hojas, que presentan una elevada relación superficie / volumen, pierden agua a una velocidad mayor que las que presentan una relación menor, como los tallos gruesos. Por tanto, las hojas estorban y los tallos suculentos asumen la función típica de aquellas: la fotosíntesis.

Las suculentas viven durante meses sin agua porque necesitan muy pequeñas cantidades de ella para realizar la fotosíntesis. Si miras cualquier suculenta, notarás que la epidermis es lustrosa, porque toda ella está cubierta por una capa cérea casi impermeable, la cutícula; que impide la pérdida de agua por evapotranspiración. Por decirlo para que se me entienda mejor, las suculentas están “barnizadas” con una película que las rodea por completo. Esa capa es la responsable del tinte grisáceo o verdeazulado de los tallos de muchas suculentas.

Ahora bien, esa cutícula impermeable impide también el intercambio gaseoso. En las plantas, ese intercambio (salida de oxígeno, entrada de dióxido de carbono) ocurre a través de unos poros especiales, los estomas. A diferencia de los poros de los animales, que están permanentemente abiertos lo que hace que no deshidratemos rápidamente con la insolación, las plantas pueden abrir y cerrar los estomas de acuerdo con el ambiente que las rodea.

Las plantas pierden mucha agua cuando abren sus estomas para tomar dióxido de carbono y realizar la fotosíntesis, especialmente en desiertos secos y calientes. Para remediarlo, las suculentas pierden menos agua abriendo sus estomas sólo por la noche. La noche es más fresca y no tan seca, lo que significa que se evaporará menos agua de la planta. Ese cambio del ritmo habitual luz-oscuridad común a la mayoría de las plantas implica unos cambios fisiológicos en el metabolismo de las suculentas del que me he ocupado en dos entradas anteriores (1, 2) a las que remito ahora para una explicación más detallada.

Cada año, durante la primavera austral, Sudáfrica es el escenario de un fenómeno asombroso: el florecimiento, tan repentino como espectacular, de una vasta extensión de plantas silvestres con matices multicolores. Unas gotas de lluvia bastan para transformar el árido paisaje en una enorme alfombra de flores: ciento de especies diferentes, millones de individuos, abren sus flores en una explosión vital que busca atraer a los insectos polinizadores. La oferta es extraordinaria y los insectos, aunque no falten, son incapaces de atender la demanda. Ese es el momento de las plantas especialistas capaces de realizar una oferta diferenciada.

Floración después de las lluvias en el Kalahari, Suráfrica.

Las asclepiádaceas de los desiertos surafricanos compiten con otras plantas en lo que se refiere al colorido y la belleza de sus flores, pero eso no basta cuando tras las lluvias se despliega un inmenso tapiz de plantas a cual más llamativa. Las asclepiadáceas desdeñan al enorme despliegue de insectos de todas clases y se concentran en unos pocos, escasos pero eficaces: las moscas carroñeras. Sus flores engañan a las moscas por la vista y el olfato. La superficie de colores atractivos y textura carnosa de los pétalos imita a un animal muerto en descomposición. La flor emite un intenso hedor a carne putrefacta que atrae a las moscas que se alimentan de los cadáveres de animales.

Los olores a carne podrida no son raros en el mundo vegetal. Como producen flores a nivel del suelo que parecen y huelen a carne podrida, esas asclepiadáceas, como unas curiosísimas orquídeas que conviven con ellas, son un extraordinario reclamo para esas moscas necrófilas, que, movidas por el irresistible imperativo biológico de la reproducción, no discriminan entre un cadáver putrefacto y una flor que huele a cadaverina.

Ese es el truco. Las moscas aterrizan en la flor pensando que han encontrado un lugar para poner sus huevos. Se mueven dentro de la flor y recogen o depositan polen en el proceso. Desgraciadamente para las moscas, sus larvas están condenadas: aunque las madres encuentren néctar, en abundancia, no hay comida para que se alimenten las larvas una vez que las flores se marchitan.

Diagrama de la flor del algodoncillo (Asclepias syriaca). Las flores tienen sépalos y cinco pétalos unidos basalmente (la forma de la unión varía en otros géneros). Cada pétalo suele presentar una capucha de tejido que cubre un apéndice en forma de cuerno que surge de la base de cada estambre. El conjunto de capuchas y cuernos forma la llamada corona. Las capuchas contienen en su base el néctar que atrae a los insectos. Entre las capuchas hay pequeñas hendiduras verticales. Cada hendidura se abre a una cámara estigmática. En cada especie la familia, el tamaño y la forma de esta cavidad es variable. Sobre la hendidura hay una pequeña protuberancia negra, el corpúsculo. Lo que no se ve es que el corpúsculo tiene dos pequeños brazos (llamados brazos trasladadores) que se extienden hacia los lados superiores de la cámara. Cada brazo lleva a un paquete dorado de polen, el polinario, formado por dos sacos, las polinias, cada una de las cuales alberga cientos de granos de polen.


Las flores de las asclepiadáceas son muy complejas y características (Figura de arriba). Cuando la flor se abre, los cinco pequeños sépalos verdes se pliegan hacia atrás y un poco después caen o quedan ocultos bajo cinco pétalos elípticos más grandes de color blanco rosáceo que también se pliegan hacia abajo y quedan más o menos paralelos al tallo de la flor. El conjunto de pétalos, es decir, la corola, rodea a los estambres, cuyas anteras liberan polen. En el centro de la flor hay unas cámaras estigmáticas donde se encuentra el pistilo, en cuyo interior están los óvulos que se transformarán en semillas una vez fecundadas las flores.

A diferencia del polen en la mayoría de las flores, que se libera de las anteras mientras aún están adheridas a la flor, en las asclepiadáceas el polen permanece dentro de una bolsa (polinia) hasta que entra en contacto con el estigma de otra flor de la misma especie. Entre las más de 250.000 plantas con flores, solo las orquídeas, otras plantas con flores extraordinariamente complejas, empaquetan su polen de manera similar.

La única forma de que las polinias escapen de sus cámaras es que las extraigan los insectos. Las asclepiadáceas son entomófilas, lo que quiere decir que su polen lo trasladan diferentes especies de insectos. La mayoría de los insectos buscan néctar, que encuentran en abundancia gracias a las glándulas nectaríferas del fondo de las capuchas. Además de néctar, en el caso de las asclepiadáceas dipterófilas, los dípteros (moscas) que las visitan también buscan un lugar apetitoso (para ellas) donde poner sus huevos y criar sus larvas.

Busquen lo que busquen, mientras se mueven sobre una flor, los insectos van de capucha en capucha hasta que casualmente introducen una de sus patas (o la trompa en el caso de las moscas) por una hendidura. A los insectos no les entusiasma quedar atrapados, de modo que porfían por sacar su apéndice de la ranura. La mayoría de las veces tienen éxito tirando del miembro hacia arriba, lo que hace que este se enganche en un surco del corpúsculo situado en la parte superior de la hendidura y, como resultado, el insecto saca todo el polinario (el corpúsculo, dos brazos trasladadores y dos polinias) de la cámara en la que estaban encerrados. Una vez liberado, el insecto no escarmienta y continúa su búsqueda de flor en flor, por lo que muy frecuentemente acumula múltiples polinarios, a veces enganchados en cadenas de diez o más de ellos, colgando de la pata del animalito.

Conocida como flor estrella, Orbea variegata, una especie perteneciente a la familia Asclepiadáceas, originaria del cinturón costero árido de la región de El Cabo Occidental, Sudáfrica, crece durante la temporada de lluvias invernales (junio-septiembre). Es una planta suculenta perenne carente de hojas y con tallos dentados similares a los de algunos cactus que apenas se despegan un palmo del suelo, y flores muy variables, en forma de estrella, blanquecinas o amarillas densamente moteadas de granate, que pueden alcanzar hasta ocho cm de diámetro. Las flores pueden mostrar marcas regulares (con bandas) o irregulares. Tienen cinco lóbulos puntiagudos o romos que rodean un anillo central pentagonal (corona). Las flores emiten olor a carroña para atraer a posibles insectos polinizadores. 


¿Qué pasa con las polinias? Muchas se caerán a medida que el insecto se mueve. Algunas encontrarán su destino en otra flor. En este caso, la polinización constituye todo un maravilloso proceso. Primero, algo absolutamente esencial es que después de que un insecto haya estado transportando un polinario durante algún tiempo, este se seca y, mientras eso ocurre, los brazos del trasladador giran noventa grados. Esta torsión es muy significativa porque hace que la polinia se coloque en una posición que le permite deslizarse por una hendidura floral cuando el insecto se mueve sobre una de ellas.

Por simplificar la explicación, la polinia actúa como una llave que se introduce en una cerradura hasta que puede deslizarse hacia la cámara estigmática. A medida que el insecto se agita, el brazo del trasladador se rompe y la polinia queda dentro de la cámara estigmática. La cámara está repleta del néctar que se expone al exterior por las capuchas.

Cuando la polinia se inserta en la cámara, se empapa de néctar y comienza a hincharse. En unas pocas horas, el borde que está en contacto con la superficie interna receptiva de la cámara estigmática se abre por una cresta de germinación de la que salen múltiples tubos polínicos cada uno de ellos procedente de un grano de polen. Los tubos crecen y penetran en uno de los dos ovarios de cada flor, cada uno de los cuales puede contener hasta 200 óvulos, que serán fecundados por el gameto masculino transportado dentro del tubo polínico.  

Los óvulos fertilizados se transformarán en semillas que aseguran la descendencia en uno de los ambientes más hostiles de la Tierra. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.