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lunes, 27 de octubre de 2025

BUTCHER’S CROSSING

 

En una novela publicada en 1960 y casi olvidada durante décadas, John Williams narró el fin de un mundo. No el fin de una civilización, ni de un imperio, ni siquiera de un paisaje físico, sino el fin de una idea: la del Oeste como promesa. Su título es Butcher’s Crossing, y es, en apariencia, la historia de una cacería de bisontes. En realidad, es la parábola más devastadora que se haya escrito sobre la codicia, el mito de la frontera y el momento en que la naturaleza dejó de ser el espejo de la libertad para convertirse en materia prima.

Williams, más conocido hoy por Stoner —esa otra elegía sobre la discreta derrota del hombre moderno—, escribió Butcher’s Crossing cuando aún no existía el concepto de “ecología” como conciencia. Pero su intuición era perfecta: sabía que las praderas americanas no sucumbían bajo las balas, sino bajo las cifras. Que el sueño de la frontera no terminaba en un duelo de pistoleros, sino en una contabilidad de pieles y lingotes.

La novela comienza en Kansas, hacia 1870, en un pueblo polvoriento y maloliente llamado Butcher’s Crossing. Allí llega Will Andrews, un joven educado en Harvard, hijo de un pastor, que abandona la seguridad del Este para “encontrarse a sí mismo” en el Oeste. Lo que busca no es oro ni gloria, sino una idea: la pureza de lo salvaje, la vida sin artificios, la frontera como revelación espiritual.

Esa búsqueda lo lleva a asociarse con Miller, un cazador de bisontes tan carismático como brutal, que le promete el paraíso: una manada intacta en un valle perdido de las montañas de Colorado, donde los animales pastan todavía en número incontable. Andrews acepta. Y lo que sigue es un descenso, físico y moral, hacia el corazón oscuro de la naturaleza americana.

El viaje, que empieza como aventura, pronto se convierte en obsesión. Miller guía al grupo —cuatro hombres, dos carretas y una veintena de caballos— hacia un valle remoto, un lugar que parece intacto desde la creación del mundo. Allí, efectivamente, encuentran lo que buscaban: miles de bisontes. La escena es tan imponente que Williams la describe con una mezcla de asombro y presagio: el valle como una catedral natural que está a punto de ser profanada.

Durante semanas, los hombres matan sin descanso. Los disparos resuenan día y noche. Los cuerpos se amontonan, las pieles se apilan, la sangre tiñe el río. Cuando el invierno los atrapa y el paso de montaña queda bloqueado por la nieve, los cazadores quedan aislados en su propio infierno: rodeados de cadáveres que se pudren bajo el hielo, custodiando un tesoro que ya no tiene sentido. El valle, que había sido un paraíso, se transforma en tumba.

Bisontes hembras con crías recién nacidas. Parque Nacional Yellowstone. Junio 2024

Lo que hace de Butcher’s Crossing una novela extraordinaria no es solo la precisión con que Williams reconstruye el Oeste —sus olores, su silencio, la fatiga de los caballos—, sino la manera en que convierte ese mundo en una alegoría del capitalismo y la desmesura. La caza de los bisontes no es solo un acto económico: es un rito moderno, una forma de borrar lo sagrado. El cazador, convertido en empresario, dispara hasta que la belleza misma deja de tener sentido.

Cuando al fin logran regresar a Butcher’s Crossing, los hombres descubren que el mercado se ha hundido. Nadie quiere ya pieles de bisonte. Todo su esfuerzo, todo su sufrimiento, todo su crimen no valen nada. Miller, el cazador visionario, se hunde en el alcohol; Andrews, el idealista, comprende que ha participado en un acto de destrucción irreparable. El Oeste que soñó como espacio de redención se ha revelado como un desierto moral.

En las páginas de Williams resuena un silencio idéntico al que dejaron los verdaderos cazadores de bisontes en las Grandes Llanuras. Entre 1868 y 1881, en apenas trece años, treinta y un millones de bisontes fueron exterminados por cazadores blancos armados con rifles de gran potencia. Treinta y un millones. La cifra es tan absurda que parece inventada, pero basta abrir los informes de la época: ríos enteros de sangre, colinas de osamentas blanqueadas al sol, montañas de cráneos que las fábricas trituraban para obtener abono.

El bisonte, que había sido el sustento y el símbolo de los pueblos de las llanuras, desapareció casi por completo. Con él murió el indio ecuestre, su cultura, su cosmogonía, su libertad. «Un indio sin bisonte —escribió un etnógrafo— carece de identidad». Y, en efecto, aquel exterminio fue tanto una tragedia ecológica como una estrategia política deliberada: privar a las tribus de su alimento era forzarlas a la rendición. El general Phil Sheridan, comandante de la División de Misuri, lo dijo sin pudor:

«Esos cazadores han hecho más por resolver el problema indio que todo el ejército en treinta años. Que maten, desuellen y vendan hasta que no quede un solo bisonte».

Butcher’s Crossing no cita esos discursos ni esas cifras, pero las contiene en su médula. Williams escribió una tragedia sin predicadores ni manifiestos: solo un grupo de hombres que, creyendo conquistar el mundo, descubren que se han vaciado por dentro. La novela es también una parábola del hombre americano frente a la naturaleza: su impulso de dominio, su incapacidad para detenerse, su fascinación ante la muerte que él mismo provoca.

Fotografía de 1892 de una pila de cráneos de bisonte americano en Detroit (MI) esperando ser molidos para obtener fertilizante o carbón. Foto.

En sus mejores páginas, Williams logra algo que ni la historia ni el periodismo pueden: hacer sentir el olor de la grasa quemada, el eco sordo de los disparos, el temblor del aire cuando la última manada cae. Y tras ese estruendo, el silencio: el mismo que hoy se respira en las praderas, en la que las carreteras diseccionan como bisturíes de asfalto lo que fueron mares de hierba y vida.

Leída hoy, Butcher’s Crossing tiene la pureza moral de una fábula bíblica y la lucidez amarga de un informe ecológico. Es una novela sobre la voracidad del progreso, sobre el instante en que el ser humano dejó de contemplar la naturaleza como una frontera espiritual y empezó a verla como un inventario. Cada bisonte abatido es una página arrancada del mito de América; cada piel, una confesión.

En cierto modo, Williams anticipó la literatura del desencanto americano: el fin de la frontera como mito redentor. En su libro, no hay héroes, solo hombres que confunden la libertad con la posesión. El resultado es un vacío. Como el valle donde los bisontes cayeron, Butcher’s Crossing es el corazón hueco de un continente.

Ciento cincuenta años después, el bisonte americano ha vuelto a las praderas en pequeños rebaños protegidos, símbolo nacional de una culpa compartida. Pero la lección de Butcher’s Crossing sigue vigente: el hombre que dispara sin medida, que corta árboles, excava minas o derrite glaciares, sigue creyendo que puede poseer el mundo sin perderse a sí mismo. 

Williams, con la serenidad de un moralista antiguo, nos dice lo contrario: que cada vez que el ser humano mata lo que lo sostiene, mata una parte de sí. Por eso, antes de leer la historia real del exterminio del bisonte —la historia de Dodge City, de Adobe Walls, de los cazadores que arrasaron el Oeste en nombre del mercado— conviene escuchar esta advertencia literaria: la del joven Andrews, mirando desde la cima del valle helado los cuerpos de miles de animales y comprendiendo, por fin, que la grandeza de América también tiene su cementerio.