En una novela publicada en 1960 y
casi olvidada durante décadas, John Williams narró el fin de un mundo. No el
fin de una civilización, ni de un imperio, ni siquiera de un paisaje físico,
sino el fin de una idea: la del Oeste como promesa. Su título es Butcher’s
Crossing, y es, en apariencia, la historia de una cacería de bisontes. En
realidad, es la parábola más devastadora que se haya escrito sobre la codicia,
el mito de la frontera y el momento en que la naturaleza dejó de ser el espejo
de la libertad para convertirse en materia prima.
Williams, más conocido hoy por Stoner
—esa otra elegía sobre la discreta derrota del hombre moderno—, escribió Butcher’s
Crossing cuando aún no existía el concepto de “ecología” como conciencia.
Pero su intuición era perfecta: sabía que las praderas americanas no sucumbían
bajo las balas, sino bajo las cifras. Que el sueño de la frontera no terminaba
en un duelo de pistoleros, sino en una contabilidad de pieles y lingotes.
La novela comienza en Kansas,
hacia 1870, en un pueblo polvoriento y maloliente llamado Butcher’s Crossing.
Allí llega Will Andrews, un joven educado en Harvard, hijo de un pastor, que
abandona la seguridad del Este para “encontrarse a sí mismo” en el Oeste. Lo
que busca no es oro ni gloria, sino una idea: la pureza de lo salvaje, la vida
sin artificios, la frontera como revelación espiritual.
Esa búsqueda lo lleva a asociarse
con Miller, un cazador de bisontes tan carismático como brutal, que le promete
el paraíso: una manada intacta en un valle perdido de las montañas de Colorado,
donde los animales pastan todavía en número incontable. Andrews acepta. Y lo
que sigue es un descenso, físico y moral, hacia el corazón oscuro de la
naturaleza americana.
El viaje, que empieza como
aventura, pronto se convierte en obsesión. Miller guía al grupo —cuatro
hombres, dos carretas y una veintena de caballos— hacia un valle remoto, un
lugar que parece intacto desde la creación del mundo. Allí, efectivamente,
encuentran lo que buscaban: miles de bisontes. La escena es tan imponente que
Williams la describe con una mezcla de asombro y presagio: el valle como una
catedral natural que está a punto de ser profanada.
Durante semanas, los hombres
matan sin descanso. Los disparos resuenan día y noche. Los cuerpos se
amontonan, las pieles se apilan, la sangre tiñe el río. Cuando el invierno los
atrapa y el paso de montaña queda bloqueado por la nieve, los cazadores quedan
aislados en su propio infierno: rodeados de cadáveres que se pudren bajo el
hielo, custodiando un tesoro que ya no tiene sentido. El valle, que había sido
un paraíso, se transforma en tumba.
Lo que hace de Butcher’s
Crossing una novela extraordinaria no es solo la precisión con que Williams
reconstruye el Oeste —sus olores, su silencio, la fatiga de los caballos—, sino
la manera en que convierte ese mundo en una alegoría del capitalismo y la
desmesura. La caza de los bisontes no es solo un acto económico: es un rito
moderno, una forma de borrar lo sagrado. El cazador, convertido en empresario,
dispara hasta que la belleza misma deja de tener sentido.
Cuando al fin logran regresar a
Butcher’s Crossing, los hombres descubren que el mercado se ha hundido. Nadie
quiere ya pieles de bisonte. Todo su esfuerzo, todo su sufrimiento, todo su crimen
no valen nada. Miller, el cazador visionario, se hunde en el alcohol; Andrews,
el idealista, comprende que ha participado en un acto de destrucción
irreparable. El Oeste que soñó como espacio de redención se ha revelado como un
desierto moral.
En las páginas de Williams
resuena un silencio idéntico al que dejaron los verdaderos cazadores de
bisontes en las Grandes Llanuras. Entre 1868 y 1881, en apenas trece años,
treinta y un millones de bisontes fueron exterminados por cazadores blancos
armados con rifles de gran potencia. Treinta y un millones. La cifra es tan
absurda que parece inventada, pero basta abrir los informes de la época: ríos
enteros de sangre, colinas de osamentas blanqueadas al sol, montañas de cráneos
que las fábricas trituraban para obtener abono.
El bisonte, que había sido el
sustento y el símbolo de los pueblos de las llanuras, desapareció casi por
completo. Con él murió el indio ecuestre, su cultura, su cosmogonía, su
libertad. «Un
indio sin bisonte —escribió un etnógrafo— carece de identidad». Y,
en efecto, aquel exterminio fue tanto una tragedia ecológica como una
estrategia política deliberada: privar a las tribus de su alimento era
forzarlas a la rendición. El general Phil Sheridan, comandante de la División
de Misuri, lo dijo sin pudor:
«Esos cazadores han hecho más
por resolver el problema indio que todo el ejército en treinta años. Que maten,
desuellen y vendan hasta que no quede un solo bisonte».
Butcher’s Crossing no cita
esos discursos ni esas cifras, pero las contiene en su médula. Williams
escribió una tragedia sin predicadores ni manifiestos: solo un grupo de hombres
que, creyendo conquistar el mundo, descubren que se han vaciado por dentro. La
novela es también una parábola del hombre americano frente a la naturaleza: su
impulso de dominio, su incapacidad para detenerse, su fascinación ante la
muerte que él mismo provoca.
Fotografía de 1892 de una pila de
cráneos de bisonte americano en Detroit (MI) esperando ser molidos para obtener
fertilizante o carbón. Foto.
En sus mejores páginas, Williams logra algo que ni la historia ni el periodismo pueden: hacer sentir el olor de la grasa quemada, el eco sordo de los disparos, el temblor del aire cuando la última manada cae. Y tras ese estruendo, el silencio: el mismo que hoy se respira en las praderas, en la que las carreteras diseccionan como bisturíes de asfalto lo que fueron mares de hierba y vida.
Leída hoy, Butcher’s Crossing tiene la pureza moral
de una fábula bíblica y la lucidez amarga de un informe ecológico. Es una
novela sobre la voracidad del progreso, sobre el instante en que el ser humano
dejó de contemplar la naturaleza como una frontera espiritual y empezó a verla
como un inventario. Cada bisonte abatido es una página arrancada del mito de
América; cada piel, una confesión.
En cierto modo, Williams anticipó
la literatura del desencanto americano: el fin de la frontera como mito
redentor. En su libro, no hay héroes, solo hombres que confunden la libertad
con la posesión. El resultado es un vacío. Como el valle donde los bisontes
cayeron, Butcher’s Crossing es el corazón hueco de un continente.
Ciento cincuenta años después, el bisonte americano ha vuelto a las praderas en pequeños rebaños protegidos, símbolo nacional de una culpa compartida. Pero la lección de Butcher’s Crossing sigue vigente: el hombre que dispara sin medida, que corta árboles, excava minas o derrite glaciares, sigue creyendo que puede poseer el mundo sin perderse a sí mismo.
Williams, con la serenidad de un moralista antiguo, nos dice lo contrario: que cada vez que el ser humano mata lo que lo sostiene, mata una parte de sí. Por eso, antes de leer la historia real del exterminio del bisonte —la historia de Dodge City, de Adobe Walls, de los cazadores que arrasaron el Oeste en nombre del mercado— conviene escuchar esta advertencia literaria: la del joven Andrews, mirando desde la cima del valle helado los cuerpos de miles de animales y comprendiendo, por fin, que la grandeza de América también tiene su cementerio.
