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lunes, 27 de octubre de 2025

EL DÍA EN QUE CALLÓ EL VIENTO DEL LLANO ESTACADO


Llano Estacado es una inabarcable inmensidad que parece no tener límites. Desde el parabrisas del coche se extiende como un mar detenido, una llanura tan horizontal que el horizonte mismo se disuelve. El viento no sopla aquí: gobierna. Uno lo siente en los cristales, en la piel, en los huesos. Es el mismo viento que durante siglos empujó a los búfalos, a los nómadas, a los conquistadores y a los ejércitos. También fue el último sonido que escucharon los comanches antes de desaparecer.

Conduje hacia el sur desde Amarillo, siguiendo la vieja ruta de Francisco Vázquez de Coronado, el conquistador que en 1541 cruzó estas tierras buscando las míticas Siete Ciudades de Cíbola. No encontró oro, pero sí un paisaje tan vasto que sus hombres creyeron haber llegado al fin del mundo. Casi cuatro siglos después, en septiembre de 1874, otro ejército, comandado por el coronel de caballería Ranald Slidell Mackenzie, atravesó el mismo desierto siguiendo un rastro distinto: el de los últimos guerreros comanches.

Palo Duro no aparece de repente. Uno desciende sin darse cuenta, hasta que, de pronto, la tierra se abre bajo las ruedas: un abismo de arenisca roja, cortado por el río Prairie Dog Town Fork, un pliegue del tiempo donde aún resuenan los cascos de los caballos. En aquel verano de 1874, ese cañón fue el escenario de la última gran batalla del pueblo que había gobernado las llanuras.

Cañón Palo Duro, Texas. Al fondo, Lighthouse Rock.

Mackenzie era un militar de rostro anguloso y disciplina implacable. Le llamaban “Bad Hand Mackenzie” por la mano derecha que perdió parcialmente durante la Guerra de Secesión. Su energía y severidad le valieron fama de incansable. Había combatido en decenas de campañas y ahora, en el sur de las llanuras, su objetivo no era la gloria, sino el agotamiento total del enemigo. Sabía que, si destruía los caballos de los comanches, destruiría su mundo.

Quanah Parker, el jefe comanche, era el símbolo de ese mundo que se desvanecía. Hijo de un guerrero y de una cautiva blanca —Cynthia Ann Parker, secuestrada de niña y adoptada por la tribu—, encarnaba dos universos que jamás lograron reconciliarse: el de la llanura libre y el de la nación que avanzaba con ferrocarriles, leyes y banderas. No hay pruebas concluyentes de que participara en la batalla de Palo Duro, pero su figura se alza sobre ella como un emblema inevitable, el último eco de un pueblo acorralado entre la tradición y la rendición.

El 28 de septiembre de 1874, las tropas del 4º de Caballería descendieron por el cañón al amanecer. Los comanches, kiowas y cheyennes dormían en sus tipis junto a sus familias y sus animales. El ataque fue fulminante. Los soldados incendiaron las tiendas, mataron a los rezagados y capturaron más de mil cuatrocientos caballos. Mackenzie, sabedor de lo que significaban, dio al día siguiente la orden que sellaría la historia del Llano Estacado: conducir los animales a un desfiladero y fusilarlos sin piedad.

El sonido de los disparos resonó durante horas. Algunos soldados lloraron. Otros miraron al suelo. Cuando el último caballo cayó, el viento del Llano se detuvo, como si el mundo contuviera la respiración. Había muerto la libertad comanche.

Los guerreros que sobrevivieron vagaron semanas antes de rendirse en Fort Sill, en el Territorio Indio. Quanah Parker, convertido después en jefe y mediador, acabaría aceptando la vida de rancho, las fotografías de estudio, el traje y el bigote. En las imágenes que hoy se conservan, mira a la cámara con la dignidad de quien sabe que su derrota es definitiva. Detrás de él, en su casa de ladrillo, ondea una bandera americana: su modo de negociar con el destino.

El jefe Quanah Parker con tres de sus esposas, un hijo y un bebé en una cuna. Parker, jefe comanche, lideró la última tribu de la llanura del Llano Estacado, la última en incorporarse al sistema de reservas, y lleva traje y sombrero. Sus esposas están envueltas en mantas. La foto está tomada en Fort Sill, Texas, donde pasó cautivo sus últimos años. Foto de Alexander Lambert, cortesía de Denver Public Library.

Con el tiempo, Palo Duro se convirtióen un parque estatal. Cada año, los turistas llegan en autocaravanas, recorren los senderos, sacan fotos del Lighthouse Rock y compran camisetas que dicen “The Grand Canyon of Texas”. Pero si uno se detiene al caer la tarde, cuando la luz anaranjada incendia los muros del cañón, aún se percibe algo más: una presencia que no se ha ido del todo. El viento vuelve a soplar, arrastrando polvo rojo y ecos antiguos.

En los barrancos donde Mackenzie quemó los tipis y enterró los caballos, la hierba vuelve a crecer entre los huesos. Nadie sabe con certeza cuántos animales murieron aquel día. Los informes militares hablan de más de mil setecientos. Para los comanches, cada uno era una extensión de su propio cuerpo. Matar a los caballos era amputar el alma del pueblo.

Los diarios de los soldados describen la escena con una mezcla de alivio y horror. Uno de ellos escribió: «Nunca oí sonido más triste que el de los caballos cayendo uno tras otro en la arena». Otro apuntó que, al día siguiente, el olor era tan intenso que ni el viento conseguía disiparlo. Ese viento, que durante siglos había sido compañero de los comanches, ahora soplaba sobre el silencio.

El Llano Estacado, ese altiplano inmenso que Coronado había llamado “llano sin árboles”, era entonces el corazón de la nación comanche. Desde allí lanzaban sus incursiones, comerciaban, cazaban y soñaban. Ningún pueblo dominó las llanuras con tanto conocimiento del territorio. Eran jinetes perfectos, guerreros que sabían desaparecer en el horizonte y reaparecer donde nadie los esperaba. Su derrota no fue solo militar: fue geográfica. La civilización los encerró entre cercas y les robó el viento.

Hoy, en la entrada del parque, una placa de bronce recuerda la batalla. Dice, con fría neutralidad: “Aquí el coronel Ranald S. Mackenzie sorprendió y derrotó a los indios comanches, kiowas y cheyennes, el 28 de septiembre de 1874.” Nada más. No menciona los caballos ni las mujeres ni el invierno que vino después. Pero basta caminar unos metros fuera del sendero, hacia donde el cañón se estrecha, para entender lo que realmente ocurrió: allí terminó la llanura sin fin, el territorio donde el hombre y el caballo eran la misma cosa.

El río Prairie Dog Town, afluente, del río Rojo circula por el fondo del cañón Palo Duro.

Al caer la noche, el cañón se llena de sonidos: el rumor del viento, el crujido de las rocas, el canto de un coyote perdido. Es fácil imaginar las sombras moviéndose entre los matorrales, los jinetes que no regresaron, los caballos que sueñan todavía con correr. Palo Duro no es solo un paisaje: es un eco. Cada ráfaga parece traer el aliento de un mundo que se resiste a morir.

Cuando abandono el parque, el viento vuelve a soplar con fuerza, levantando torbellinos de polvo rojizo que cruzan la carretera. En el retrovisor, el cañón se aleja como una herida abierta. Pienso en Quanah Parker, el mestizo que encarnó dos civilizaciones y no pudo salvar ninguna. Pienso también en Mackenzie, el soldado que perdió la razón años después, perseguido por los fantasmas de su victoria.

El viento del Llano Estacado nunca volvió a ser el mismo después de aquel día. Tal vez no calló del todo, pero aprendió a soplar con tristeza.