Conduje
hacia el sur desde Amarillo, siguiendo la vieja ruta de Francisco Vázquez de
Coronado, el conquistador que en 1541 cruzó estas tierras buscando las míticas
Siete Ciudades de Cíbola. No encontró oro, pero sí un paisaje tan vasto que sus
hombres creyeron haber llegado al fin del mundo. Casi cuatro siglos después, en
septiembre de 1874, otro ejército, comandado por el coronel de caballería
Ranald Slidell Mackenzie, atravesó el mismo desierto siguiendo un rastro
distinto: el de los últimos guerreros comanches.
Palo
Duro no aparece de repente. Uno desciende sin darse cuenta, hasta que, de
pronto, la tierra se abre bajo las ruedas: un abismo de arenisca roja, cortado
por el río Prairie Dog Town Fork, un pliegue del tiempo donde aún resuenan los
cascos de los caballos. En aquel verano de 1874, ese cañón fue el escenario de
la última gran batalla del pueblo que había gobernado las llanuras.
Mackenzie
era un militar de rostro anguloso y disciplina implacable. Le llamaban “Bad
Hand Mackenzie” por la mano derecha que perdió parcialmente durante la Guerra
de Secesión. Su energía y severidad le valieron fama de incansable. Había
combatido en decenas de campañas y ahora, en el sur de las llanuras, su
objetivo no era la gloria, sino el agotamiento total del enemigo. Sabía que, si
destruía los caballos de los comanches, destruiría su mundo.
Quanah
Parker, el jefe comanche, era el símbolo de ese mundo que se desvanecía. Hijo
de un guerrero y de una cautiva blanca —Cynthia Ann Parker, secuestrada de niña
y adoptada por la tribu—, encarnaba dos universos que jamás lograron
reconciliarse: el de la llanura libre y el de la nación que avanzaba con
ferrocarriles, leyes y banderas. No hay pruebas concluyentes de que participara
en la batalla de Palo Duro, pero su figura se alza sobre ella como un emblema
inevitable, el último eco de un pueblo acorralado entre la tradición y la
rendición.
El
28 de septiembre de 1874, las tropas del 4º de Caballería descendieron por el
cañón al amanecer. Los comanches, kiowas y cheyennes dormían en sus tipis junto
a sus familias y sus animales. El ataque fue fulminante. Los soldados
incendiaron las tiendas, mataron a los rezagados y capturaron más de mil
cuatrocientos caballos. Mackenzie, sabedor de lo que significaban, dio al día
siguiente la orden que sellaría la historia del Llano Estacado: conducir los
animales a un desfiladero y fusilarlos sin piedad.
El
sonido de los disparos resonó durante horas. Algunos soldados lloraron. Otros
miraron al suelo. Cuando el último caballo cayó, el viento del Llano se detuvo,
como si el mundo contuviera la respiración. Había muerto la libertad comanche.
Los
guerreros que sobrevivieron vagaron semanas antes de rendirse en Fort Sill, en
el Territorio Indio. Quanah Parker, convertido después en jefe y mediador,
acabaría aceptando la vida de rancho, las fotografías de estudio, el traje y el
bigote. En las imágenes que hoy se conservan, mira a la cámara con la dignidad
de quien sabe que su derrota es definitiva. Detrás de él, en su casa de
ladrillo, ondea una bandera americana: su modo de negociar con el destino.
Con el tiempo, Palo Duro se convirtióen un parque estatal. Cada año, los turistas llegan en autocaravanas, recorren los senderos, sacan fotos del Lighthouse Rock y compran camisetas que dicen “The Grand Canyon of Texas”. Pero si uno se detiene al caer la tarde, cuando la luz anaranjada incendia los muros del cañón, aún se percibe algo más: una presencia que no se ha ido del todo. El viento vuelve a soplar, arrastrando polvo rojo y ecos antiguos.
En
los barrancos donde Mackenzie quemó los tipis y enterró los caballos, la hierba
vuelve a crecer entre los huesos. Nadie sabe con certeza cuántos animales
murieron aquel día. Los informes militares hablan de más de mil setecientos.
Para los comanches, cada uno era una extensión de su propio cuerpo. Matar a los
caballos era amputar el alma del pueblo.
Los
diarios de los soldados describen la escena con una mezcla de alivio y horror.
Uno de ellos escribió: «Nunca oí sonido más triste que el de los caballos
cayendo uno tras otro en la arena». Otro apuntó que, al día siguiente, el olor
era tan intenso que ni el viento conseguía disiparlo. Ese viento, que durante
siglos había sido compañero de los comanches, ahora soplaba sobre el silencio.
El
Llano Estacado, ese altiplano inmenso que Coronado había llamado “llano sin
árboles”, era entonces el corazón de la nación comanche. Desde allí lanzaban
sus incursiones, comerciaban, cazaban y soñaban. Ningún pueblo dominó las
llanuras con tanto conocimiento del territorio. Eran jinetes perfectos,
guerreros que sabían desaparecer en el horizonte y reaparecer donde nadie los
esperaba. Su derrota no fue solo militar: fue geográfica. La civilización los
encerró entre cercas y les robó el viento.
Hoy,
en la entrada del parque, una placa de bronce recuerda la batalla. Dice, con
fría neutralidad: “Aquí el coronel Ranald S. Mackenzie sorprendió y derrotó a
los indios comanches, kiowas y cheyennes, el 28 de septiembre de 1874.” Nada
más. No menciona los caballos ni las mujeres ni el invierno que vino después.
Pero basta caminar unos metros fuera del sendero, hacia donde el cañón se
estrecha, para entender lo que realmente ocurrió: allí terminó la llanura sin
fin, el territorio donde el hombre y el caballo eran la misma cosa.
| El río Prairie Dog Town, afluente, del río Rojo circula por el fondo del cañón Palo Duro. |
Al
caer la noche, el cañón se llena de sonidos: el rumor del viento, el crujido de
las rocas, el canto de un coyote perdido. Es fácil imaginar las sombras
moviéndose entre los matorrales, los jinetes que no regresaron, los caballos
que sueñan todavía con correr. Palo Duro no es solo un paisaje: es un eco. Cada
ráfaga parece traer el aliento de un mundo que se resiste a morir.
Cuando
abandono el parque, el viento vuelve a soplar con fuerza, levantando
torbellinos de polvo rojizo que cruzan la carretera. En el retrovisor, el cañón
se aleja como una herida abierta. Pienso en Quanah Parker, el mestizo que
encarnó dos civilizaciones y no pudo salvar ninguna. Pienso también en
Mackenzie, el soldado que perdió la razón años después, perseguido por los
fantasmas de su victoria.
El
viento del Llano Estacado nunca volvió a ser el mismo después de aquel día. Tal
vez no calló del todo, pero aprendió a soplar con tristeza.

