Crónica sobre la vida en versión reducida
Hay
algo ligeramente inquietante en una bandeja de Petri llena de cerebros
diminutos. Uno los imagina latiendo en silencio, conspirando entre burbujas de
nutrientes. Pero no, los organoides cerebrales no piensan. O al menos eso
creemos.
La
historia de los organoides empezó, como casi todas las historias de la ciencia
moderna, con un fracaso elegante. A comienzos del siglo XXI, los investigadores
ya sabían cultivar células humanas, pero el resultado era más parecido a una
papilla biológica que a un órgano. Las células crecían desordenadas, como un
barrio sin urbanista. Nadie conseguía que se organizaran como lo hacen en el
cuerpo, donde cada célula parece saber exactamente en qué esquina debe
instalarse.
Hasta
que a alguien se le ocurrió no decirles lo que tenían que hacer. Fue una
bióloga británica llamada Madeline Lancaster, que trabajaba en Viena. En lugar
de imponerles un destino, dejó que las células madre pluripotentes —esas que
pueden convertirse en cualquier tipo de célula— se organizaran solas, en un
medio que imitaba las condiciones químicas del cuerpo. Lo que ocurrió fue casi
un acto de autoconciencia celular: las células comenzaron a formar estructuras
tridimensionales coherentes, pequeñas réplicas de tejidos humanos. Había nacido
el primer organoide cerebral, un minicerebro del tamaño de un guisante que,
milagrosamente, desarrolló regiones diferenciadas, como si estuviera recordando
un antiguo plano de arquitectura biológica.
El
resultado era tan fascinante como perturbador. Por primera vez, la ciencia
tenía en sus manos algo que no era un órgano real, pero tampoco una simple
colección de células. Era una especie de maqueta viva, una simulación orgánica
de nosotros mismos, unas miniaturas del cuerpo humano
Pronto
llegaron los mini-riñones, los mini-hígados, los mini-intestinos y hasta los
mini-pulmones con sus microscópicos alveolos latiendo al ritmo de un respirador
artificial. Cada laboratorio parecía un jardín de bonsáis biológicos, donde en
lugar de tijeras y agua se usaban pipetas y sueros enriquecidos.
El
nombre —organoide— suena casi poético. En la práctica, se trata de estructuras
tridimensionales cultivadas a partir de células madre, que reproducen la
organización y parte de la función de un órgano real. Son, por decirlo así,
ensayos biológicos en miniatura: suficientemente complejos para comportarse
como un órgano, pero lo bastante simples para caber en una probeta.
Como
suele pasar con los grandes inventos, su utilidad se reveló casi por accidente.
Cuando estalló la epidemia del virus del Zika, en 2015, los científicos
recurrieron a los organoides cerebrales para investigar por qué el virus
provocaba microcefalia en fetos. En cuestión de días, descubrieron que el Zika
atacaba específicamente las células progenitoras del cerebro en formación. Fue
un hallazgo inmediato, sin necesidad de ensayos en animales ni largas
observaciones clínicas.
Desde
entonces, los organoides se han convertido en el laboratorio ideal para espiar
a las enfermedades. Cánceres, infecciones, patologías genéticas, trastornos
neurológicos… todo puede estudiarse dentro de estas maquetas vivientes, que
funcionan como modelos a escala 1:1000 del cuerpo humano.
Los
organoides son el sueño de la medicina personalizada. Imagina que un oncólogo
pudiera tomar una muestra de tu tumor, convertir algunas de sus células en un
organoide tumoral y probar en él decenas de fármacos antes de recetar uno.
Sería como tener tu propio banco de pruebas biológico, una versión microscópica
de ti mismo usada para ensayar tratamientos sin riesgos.
Eso
ya ocurre en algunos hospitales europeos y estadounidenses. Los médicos
cultivan organoides a partir de tejidos de pacientes con cáncer de colon o
páncreas y los usan para predecir la eficacia de las terapias. A veces aciertan
con una precisión que parece magia.
Y
no es solo una cuestión médica: los organoides también están revolucionando la
industria farmacéutica, que gasta miles de millones cada año en ensayos
clínicos. Con organoides, pueden simular los efectos de un fármaco en órganos
humanos sin necesidad de probarlo en ratones, cuyos resultados, como se ha
visto demasiadas veces, no siempre se traducen bien a nuestra especie.
Claro
que no todo son promesas. Los organoides actuales no tienen vasos sanguíneos,
así que solo pueden crecer hasta cierto tamaño antes de morir por falta de
oxígeno. Tampoco alcanzan la madurez funcional de un órgano adulto: son más
parecidos a tejidos fetales, incompletos y caprichosos.
Además,
reproducirlos con precisión no es sencillo. Dos laboratorios pueden seguir el
mismo protocolo y obtener resultados distintos, como si las células tuvieran su
propio temperamento. Hay algo casi artístico en el cultivo de organoides: una
mezcla de ciencia y jardinería, donde cada detalle —la temperatura, la luz, la
composición del medio— puede alterar el resultado final.
Y
luego está la cuestión ética: ¿Qué pasa cuando el organoide es cerebral?
¿Cuándo deja de ser un modelo biológico y empieza a ser, de algún modo, una
forma rudimentaria de mente? Algunos experimentos han detectado ondas
eléctricas espontáneas en organoides cerebrales, similares a las de un cerebro
prematuro. Nadie cree que sean conscientes, pero la idea de un minicerebro
capaz de emitir señales eléctricas tiene algo de ciencia ficción. En 2023, un
grupo de investigadores llegó a conectar un organoide cerebral a un videojuego
de Pong, y el sistema aprendió a jugar rudimentariamente. Fue un triunfo
tecnológico y un dilema moral.
Es
difícil no pensar en Mary Shelley. La ciencia no está cosiendo cadáveres ni
invocando tormentas eléctricas, pero la sensación de estar creando vida
inteligente en miniatura flota en el aire. La mayoría de los científicos se
defienden de la comparación con humor o con protocolos éticos cada vez más
estrictos. Los organoides, aseguran, son herramientas, no criaturas. No
sienten, no sufren, no piensan. Aun así, nos obligan a repensar qué significa
estar vivo.
Quizá
por eso, en algunos laboratorios, los biólogos hablan de sus organoides con un
tono casi afectuoso. Les ponen nombres, los observan durante semanas, los ven
crecer y morir. Es un vínculo curioso entre el ser humano y su propio reflejo
biológico, como si hubiéramos aprendido a cultivar pedacitos de nosotros mismos
para entendernos mejor.
Cuando
uno observa un organoide al microscopio, lo que ve no es una obra de
ingeniería, sino de paciencia. Son células que recuerdan su antigua vocación de
formar vida. Solo necesitan el entorno adecuado para organizarse, como si la
naturaleza llevara un plano guardado en la memoria genética. Eso, en el fondo,
es lo que más asombra: que la vida, incluso en su versión de laboratorio, sigue
sabiendo cómo construirse a sí misma. Nosotros solo facilitamos el terreno.
Al
final, los organoides no son el principio de una nueva especie ni la antesala
de un apocalipsis biotecnológico. Son una ventana microscópica al misterio más
antiguo del mundo: cómo algo tan simple como una célula decide, de pronto,
convertirse en algo tan complejo como un ser humano.
 


 
