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viernes, 31 de octubre de 2025

EL JARDÍN DE LOS MICROÓRGANOS Y LOS PEQUEÑOS FRANKESTEIN

 Crónica sobre la vida en versión reducida

Hay algo ligeramente inquietante en una bandeja de Petri llena de cerebros diminutos. Uno los imagina latiendo en silencio, conspirando entre burbujas de nutrientes. Pero no, los organoides cerebrales no piensan. O al menos eso creemos.

La historia de los organoides empezó, como casi todas las historias de la ciencia moderna, con un fracaso elegante. A comienzos del siglo XXI, los investigadores ya sabían cultivar células humanas, pero el resultado era más parecido a una papilla biológica que a un órgano. Las células crecían desordenadas, como un barrio sin urbanista. Nadie conseguía que se organizaran como lo hacen en el cuerpo, donde cada célula parece saber exactamente en qué esquina debe instalarse.

Hasta que a alguien se le ocurrió no decirles lo que tenían que hacer. Fue una bióloga británica llamada Madeline Lancaster, que trabajaba en Viena. En lugar de imponerles un destino, dejó que las células madre pluripotentes —esas que pueden convertirse en cualquier tipo de célula— se organizaran solas, en un medio que imitaba las condiciones químicas del cuerpo. Lo que ocurrió fue casi un acto de autoconciencia celular: las células comenzaron a formar estructuras tridimensionales coherentes, pequeñas réplicas de tejidos humanos. Había nacido el primer organoide cerebral, un minicerebro del tamaño de un guisante que, milagrosamente, desarrolló regiones diferenciadas, como si estuviera recordando un antiguo plano de arquitectura biológica.

El resultado era tan fascinante como perturbador. Por primera vez, la ciencia tenía en sus manos algo que no era un órgano real, pero tampoco una simple colección de células. Era una especie de maqueta viva, una simulación orgánica de nosotros mismos, unas miniaturas del cuerpo humano

Pronto llegaron los mini-riñones, los mini-hígados, los mini-intestinos y hasta los mini-pulmones con sus microscópicos alveolos latiendo al ritmo de un respirador artificial. Cada laboratorio parecía un jardín de bonsáis biológicos, donde en lugar de tijeras y agua se usaban pipetas y sueros enriquecidos.

El nombre —organoide— suena casi poético. En la práctica, se trata de estructuras tridimensionales cultivadas a partir de células madre, que reproducen la organización y parte de la función de un órgano real. Son, por decirlo así, ensayos biológicos en miniatura: suficientemente complejos para comportarse como un órgano, pero lo bastante simples para caber en una probeta.

Como suele pasar con los grandes inventos, su utilidad se reveló casi por accidente. Cuando estalló la epidemia del virus del Zika, en 2015, los científicos recurrieron a los organoides cerebrales para investigar por qué el virus provocaba microcefalia en fetos. En cuestión de días, descubrieron que el Zika atacaba específicamente las células progenitoras del cerebro en formación. Fue un hallazgo inmediato, sin necesidad de ensayos en animales ni largas observaciones clínicas.

Desde entonces, los organoides se han convertido en el laboratorio ideal para espiar a las enfermedades. Cánceres, infecciones, patologías genéticas, trastornos neurológicos… todo puede estudiarse dentro de estas maquetas vivientes, que funcionan como modelos a escala 1:1000 del cuerpo humano.

Los organoides son el sueño de la medicina personalizada. Imagina que un oncólogo pudiera tomar una muestra de tu tumor, convertir algunas de sus células en un organoide tumoral y probar en él decenas de fármacos antes de recetar uno. Sería como tener tu propio banco de pruebas biológico, una versión microscópica de ti mismo usada para ensayar tratamientos sin riesgos.

Eso ya ocurre en algunos hospitales europeos y estadounidenses. Los médicos cultivan organoides a partir de tejidos de pacientes con cáncer de colon o páncreas y los usan para predecir la eficacia de las terapias. A veces aciertan con una precisión que parece magia.

Y no es solo una cuestión médica: los organoides también están revolucionando la industria farmacéutica, que gasta miles de millones cada año en ensayos clínicos. Con organoides, pueden simular los efectos de un fármaco en órganos humanos sin necesidad de probarlo en ratones, cuyos resultados, como se ha visto demasiadas veces, no siempre se traducen bien a nuestra especie.

Organoide de pulmón a partir de líquido amniótico. La parte roja indica un marcador de células madre pulmonares utilizado para identificar el tipo de tejido. | Mattia Gerli, ‘Nature Medicine

Claro que no todo son promesas. Los organoides actuales no tienen vasos sanguíneos, así que solo pueden crecer hasta cierto tamaño antes de morir por falta de oxígeno. Tampoco alcanzan la madurez funcional de un órgano adulto: son más parecidos a tejidos fetales, incompletos y caprichosos.

Además, reproducirlos con precisión no es sencillo. Dos laboratorios pueden seguir el mismo protocolo y obtener resultados distintos, como si las células tuvieran su propio temperamento. Hay algo casi artístico en el cultivo de organoides: una mezcla de ciencia y jardinería, donde cada detalle —la temperatura, la luz, la composición del medio— puede alterar el resultado final.

Y luego está la cuestión ética: ¿Qué pasa cuando el organoide es cerebral? ¿Cuándo deja de ser un modelo biológico y empieza a ser, de algún modo, una forma rudimentaria de mente? Algunos experimentos han detectado ondas eléctricas espontáneas en organoides cerebrales, similares a las de un cerebro prematuro. Nadie cree que sean conscientes, pero la idea de un minicerebro capaz de emitir señales eléctricas tiene algo de ciencia ficción. En 2023, un grupo de investigadores llegó a conectar un organoide cerebral a un videojuego de Pong, y el sistema aprendió a jugar rudimentariamente. Fue un triunfo tecnológico y un dilema moral.

Es difícil no pensar en Mary Shelley. La ciencia no está cosiendo cadáveres ni invocando tormentas eléctricas, pero la sensación de estar creando vida inteligente en miniatura flota en el aire. La mayoría de los científicos se defienden de la comparación con humor o con protocolos éticos cada vez más estrictos. Los organoides, aseguran, son herramientas, no criaturas. No sienten, no sufren, no piensan. Aun así, nos obligan a repensar qué significa estar vivo.

Quizá por eso, en algunos laboratorios, los biólogos hablan de sus organoides con un tono casi afectuoso. Les ponen nombres, los observan durante semanas, los ven crecer y morir. Es un vínculo curioso entre el ser humano y su propio reflejo biológico, como si hubiéramos aprendido a cultivar pedacitos de nosotros mismos para entendernos mejor.

Cuando uno observa un organoide al microscopio, lo que ve no es una obra de ingeniería, sino de paciencia. Son células que recuerdan su antigua vocación de formar vida. Solo necesitan el entorno adecuado para organizarse, como si la naturaleza llevara un plano guardado en la memoria genética. Eso, en el fondo, es lo que más asombra: que la vida, incluso en su versión de laboratorio, sigue sabiendo cómo construirse a sí misma. Nosotros solo facilitamos el terreno.

Al final, los organoides no son el principio de una nueva especie ni la antesala de un apocalipsis biotecnológico. Son una ventana microscópica al misterio más antiguo del mundo: cómo algo tan simple como una célula decide, de pronto, convertirse en algo tan complejo como un ser humano.